Aprender a escuchar(se)

(c) Richard Schroeder
Muchos actores y actrices viendo Katia Kabanova de Leoŝ Janáĉek programado en los Teatros del Canal en el Festival de Otoño a Primavera de Madrid 2013-2014. Audiencia que tal vez se explique porque uno de los productores del espectáculo es Théâtre des Bouffes du Nord, la mítica compañía que Peter Brook creó en París en un, entonces, excéntrico lugar para el teatro. Contrastaba esta audiencia con la casi ausencia tanto de profesionales de la música como de aficionados a la misma. Posiblemente debido a que la obra se ofrecía en una versión de cámara en la que la orquesta se ha reducido a un piano. No es la primera vez que Peter Brook y su compañía lo hacen así. Ahí están su montaje de Carmen de Bizet, que cambió la concepción de cómo se debería montar una ópera. O más recientemente La flauta mágica de Mozart que también pasó hace dos años por el mismo festival en la que se agotaron las entradas como había sucedido en París, y eso que en esta última ciudad la obra tenía una temporada larga. A lo que se añade, como es habitual para esta compañía, la ausencia de actores, músicos y/o cantantes populares o grandes divos y divas. Aunque por su calidad todos los profesionales implicados merecerían serlo y algunos lo llegan a ser después de haberse desarrollado en esta compañía.
Lo anterior dice mucho tanto del profesional de la música como de sus aficionados. Ambos quejándose con cierta frecuencia de la falta de cultura musical. Cultura que son los espectáculos como esta Katia los que la logran crear, fomentar. Porque la concepción de esta Katia ofrece una alternativa real al a la que se pudo ver en el Teatro Real, como lo ofreció en París a la Ópera de la Bastille. Ya que no trata de emular en cuanto a producción, sea a lo clásico o a lo contemporáneo, los planteamientos que los grandes teatros de la ópera están obligados a seguir. Grandes presupuestos que aun recortados por las crisis de los estados, en Europa, o de los grandes mecenas, en Estados Unidos, siguen pidiendo a gritos highlights y repertoire con toda la tramoya y nombres conocidos posibles. Presupuestos en los que los grandes contadores de historias que son los directores de escena actuales suelen no tener mucho éxito artístico. La presión es grande para que nada cambie, si acaso, cambia la tecnología que se usa.
André Engel, el director de escena de esta Katia Kabanova, seguramente es consciente de las limitaciones que las producciones operísticas actuales ofrecen para poder contar. Parafraseando a Anne Bogart, no es otro el interés de los libretistas y de los compositores que sus obras hablen, desvelen preguntas que los argumentos, incluidos los argumentos establecidos sobre las propias composiciones musicales, han ocultado. Seguramente lo que le dio pie a Engel para unirse a los talleres de verano de Ruth Orthmann buscando en los jóvenes interpretes esa necesidad de hablar, de encuentro con el otro, que permitiese quitar el carácter de estándar que muchas canciones, incluso producciones completas, han adquirido en un mundo de reproducciones musicales y conciertos. Esto debe comenzar por los interpretes. Ahora que ya saben cantar, deben aprender a escucharse. ¿Qué me canta el resto del elenco? ¿Qué les tengo que cantar? Dentro de un mundo en el que los artistas implicados en el hecho operístico saben que, como en el teatro no musical, lo importante es recuperar los objetivos por los que los personajes cantan como cantan y eso les exige actuar, interpretar.
Katia Kabanova es fruto de ese taller. Y recupera el trasunto que tanto ha interesado en los tiempos de la novela y de la ópera decimonónicas, el de la mujer con deseos, como Anna Karenina, Madame Bovary o La Regenta. Deseos claramente sexuales, como corresponde al pansexualismo explícito que ha recorrido el mundo occidental desde que Freud los liberase en forma de una potente narrativa basada en los griegos y en el parvenu del lenguaje científico-médico. Una mezcla explosiva y de éxito, como se ha comprobado en todo el siglo XX. Deseos encerrados en un mundo de convenciones sociales que les negaba la vida para ofrecerles una alternativa basada en el matrimonio, la maternidad, el cuidado de la casa, de los hijos y de los ancianos. Un vida de misa diaria en la que solo se puede creer con fe. El pecado de Katia, incluso para su amante, es que Katia no oculte sus deseos, no los viva en silencio. Sino que confiese, lo cuente. Entonces toda la tradición, la misma que canta al amor y suena en las composiciones de Janáĉek, caen sobre ella. Que la sencillez, simpleza, tanto en la escenografía como en la música y el planteamiento, levanten la platea, una platea de entendidos en cómo se deben contar historias, para aplaudir y gritar bravos, habla de la calidad de esta propuesta, que si bien tiene alguna traza o muestra de haber salido de un taller, llega al espectador, profesional o no, para cantarle y recupera lo popular sin ser una reproducción mecánica, de aparato de un canon que se fijó, no se olvide, en el siglo pasado. Un espectáculo para crear cultura musical, esa que pone música a los pensamientos y los sentimientos de los seres humanos. Que acompaña las vidas presentes. Que, independientemente de cuando haya sido escrita, es siempre contemporánea.
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