[Conversando con...] Carlos Sánchez-Gutiérrez

El compositor Carlos Sanchez-Gutierrez, originario de México, ha vivido y trabajado en los Estados Unidos durante los últimos veinte años. Estudió composición en el Conservatorio de Peabody, Universidades de Yale y Princeton, y actualmente forma parte de la facultad de la Escuela Eastman de Musica. Hablamos en inglés por Skype el 1 de diciembre de 2009, mientras estaba en residencia en el centro de la Fundación Bogliasco en Liguria, Italia.

Tom Moore: ¿Había música en tu familia cuando crecías?

Carlos Sánchez-Gutiérrez: No había música profesional hasta que mi hermano mayor se convirtió en compositor. Mi padre era amante de la música, pero nunca tuvo la oportunidad de cultivar su talento. Le regalaron un piano cuando era niño, pero sus padres nunca organizaron las clases de piano para el. Estaban interesados en tener un maravilloso mueble en la sala de estar. Ese piano finalmente llegó a mi casa después de tremendas negociaciones entre mi padre y los suyos. Mi hermano mayor comenzó a tomar clases; y al verlo, me intrigó y me interesó. Comencé a tomar clases cuando tenía unos ocho años, de vez en cuando. Yo no era un buen estudiante. En lugar de tocar lo que se suponía que debía tocar, estaba más interesado en hacer mis propias melodías. Mi hermano se unió a una banda de rock. Yo hice lo mismo, siempre pensando que la música sería sólo un pasatiempo. En ese momento, estaba pensando en convertirme en arquitecto, en lo que nunca sucedió. Yo era caricaturista, y salía con otros caricaturistas, hacía cosas con periódicos locales, publicaciones de izquierdas a las que estaba asociado. Esto fue en Guadalajara a principios de los 80′s. Estaba tocando en bandas de rock, y llegué al punto en que me sentí frustrado, porque me lo estaba tomando en serio, y mis compañeros de banda no lo estaban haciendo. Estaban allí porque querían conseguir chicas, y yo no estaba consiguiendo nada, así que pensé que debería ser más serio al respecto. Iba a ir a la escuela de música al mismo tiempo, y llegué al punto en que tuve que tomar una decisión, si mudarme a la Ciudad de México, o ir a otro lugar. Por un capricho, me inscribí en las escuelas de los Estados Unidos, obtuve una beca y fui a Peabody, y el resto, supongo, es la respuesta a la siguiente pregunta.

T.M.: ¿Qué tipo de rock and roll hacías en México?

C.S-G.: Mi propio tipo.

T.M.: ¿Estaba en inglés?

C.S-G.: Principalmente era instrumental. Nunca aprendí a tocar Delta blues correctamente, ni ninguno de los breaks de rock and roll. No me gustaba hacer covers, ni nada de eso. Mi hermano sí lo era. Él podía tomar la guitarra y tocarte todas las canciones posibles de los Rolling Stones, imitando todos los estilos desde Jeff Beck hasta lo que sea. Yo nunca podría hacer eso. Siempre estaba haciendo mi propia música, así que las bandas que tenía eran todas bandas de rock progresivo, donde yo componía, y la banda tocaba. Eso es lo que contribuyó a que las cosas evolucionaran de la manera en que lo hicieron. Siempre he sido compositor. En ese momento, estaba haciendo rock and roll. Ahora estoy haciendo esto que estoy haciendo, pero es lo mismo. No he cambiado. Lo que hago surge de la misma fuente.

T.M.: Rebobinemos. ¿Dónde naciste?

C.S-G.: En la Ciudad de México, pero me mudé a Guadalajara cuando tenía cinco años.

T.M.: ¿Cómo era el ambiente musical en Guadalajara? ¿Cuál era el paisaje sonoro musical?

C.S-G.: Dependía de con quién te juntabas. En mi caso, crecí en una zona suburbana de Guadalajara, en una familia de clase media. La mayor parte de la música que mis amigos y yo escuchábamos era música americana o inglesa. Tenía un par de amigos con dinero y que podían comprar discos en los Estados Unidos. Hacían peregrinaciones a San Francisco o a Los Ángeles y volvían con discos de lo último del rock, cosas oscuras, así que yo, de rebote, tenía acceso a música más sofisticada que la que tocaba la radio. También había un montón de bandas de rock en la ciudad. Había, por supuesto, una orquesta sinfónica, que siempre ha sido una orquesta terrible, que sufría de negligencia, problemas laborales, falta de fondos, y todo eso. Incluso ahora casi no hay música de cámara. Había una compañía de ópera cuando yo era pequeño, que hacía el repertorio habitual. Ahora ya no existe. La música en Guadalajara era una mezcla entre lo que uno esperaría en un ambiente suburbano y el tipo de música que tendría una ciudad de provincias con un pasado digno. Y, por supuesto, había mariachi, pero eso no me interesaba en absoluto. Siendo de la Ciudad de México, e hijo de inmigrantes de España, rechazamos el mariachi: “Oh, el mariachi no es música seria”. No era lo mío.

T.M.: ¿A qué distancia está Guadalajara de la Ciudad de México?

C.S-G.: A unos quinientos kilómetros, seis horas en auto. Es principalmente una ciudad de comerciantes -un punto de distribución de mercancías- y esa mentalidad mercantil lo impregna todo, incluso a las artes. La música que le interesa a la ciudad es la música que puedes conseguir rápidamente, que no te hace pensar demasiado, de manera que puedas pasar a otra cosa con la misma facilidad con la que la habías acogido originalmente. Pero la escena artística es muy rica, en realidad. Hay una tremenda cantidad de cosas en la ciudad, y siempre las ha habido, pero tienden a ser bastante superficiales, en realidad; otra razón por la que llegué a un punto en el que ya no podía lidiar más con ello.

T.M.: ¿Estabas escuchando música de Cuba o de otras partes de América Latina?

C.S-G.: Oh, sí. Estaba en un grupo con mi hermano. Empezamos cantando Nueva Trova Cubana, y muchas canciones de protesta de América Latina. En realidad, nos metimos en esto principalmente por razones políticas. Esto fue poco después de los eventos en Chile, y de muchas otras cosas que sucedieron en América Latina a fines de los 70′s y principios de los 80′s. Así que fue a causa de nuestra participación política con la izquierda que empezamos a hacer ese tipo de música. Cantábamos Violeta Parra, compositores chilenos de canciones de protesta, no tanta música brasileña. A partir de ahí empezamos a hacer nuestra propia música, especialmente mi hermano, que era compositor. Tocábamos en todo tipo de eventos patrocinados por el Partido Comunista. Aspirábamos a ser  artistas revolucionarios. Esa es otra área donde se produjo una gran desilusión, por cierto.

T.M.: Pero, ¿consideras que México es más abierto políticamente y más liberal de lo que era entonces?

C.S-G.: Esa es una pregunta enorme, porque en la superficie uno se lo imagina. Ahora hay una democracia, pero es una democracia que realmente no funciona. Simplemente cambiamos de un tipo de gobierno a otro sin abordar las cuestiones esenciales que están en la base de por qué México está en tan mala forma. Añádase a esto el hecho de que durante los últimos 12 años México ha estado en manos de este tipo particular de políticos católicos de derecha. No soy muy optimista sobre lo que piensan que podrían hacer con el país. En cuanto a ser más abierto –sí, supongo que la sociedad es más abierta- hay más espacio para el desacuerdo. Pero yo personalmente, de joven, nunca me enfrenté a una represión seria. Tocaba en eventos de los que el Partido Comunista era responsable, pero nunca fui acosado ni reprimido de ninguna manera. Personalmente, nunca experimenté eso. Debo decir que llevo 20 años fuera de México, así que cualquier cosa que tenga que decir a este respecto debe ser tomada con ciertas reservas.

T.M.: Ir de Guadalajara a Baltimore, a Peabody, debe haber sido un shock.

C.S-G.: Lo fue. En ese momento ni siquiera sabía dónde estaba Baltimore, y no sabía nada sobre Peabody. Lo que pasó fue que se me ocurrió la loca idea de conseguir una beca Fulbright, y lo hice, y una vez que la conseguí no supe qué hacer con ella. La gente de Fulbright envió mis solicitudes a varias escuelas de renombre – Columbia, Penn, Harvard – y fui rechazado por todas ellas.

T.M.: ¿Dónde estudiaste la licenciatura en México?

C.S-G.: En Guadalajara. Había un programa de educación musical, que era la única licenciatura en música que se ofrecía en ese entonces, con grandes deficiencias en el programa, desafortunadamente. Fui a Peabody, porque era la única institución que se arriesgaría conmigo. Ellos pensaron que “no tenemos que pagar la matrícula de este tipo”, y yo tenía una formación interesante, porque había estado haciendo todas estas cosas diferentes en la música y en las artes. Había sido dibujante profesional, y había estado tocando en todas estas bandas. Apostaron por mí y me aceptaron en un programa de estudios profesionales. No entré en el programa de maestría hasta el segundo año. Todo fue muy peculiar. Se suponía que regresaría a México después de dos años, pero las cosas habían ido bien, trabajé duro, y decidí ir a Yale. Me puse en contacto con Jacob Druckman, y le gustó lo que estaba haciendo, por lo que fue fundamental para mi viaje a Yale.

T.M.: Por favor, di algo más sobre Peabody.

C.S-G.: Una de las razones por las que me fue bien en Peabody fue porque encontré a  alguien que no es muy conocido como compositor, aunque debería serlo: Robert Hall Lewis. Era un compositor estupendo, pero también un gruñón horrible, no le caía bien a nadie. Nadie en Peabody quería estudiar con él porque era un hombre difícil. Yo le caí bien, quizás porque era exótico, y en esa época a él le interesaba Nancarrow, y particularmente Revueltas. Tan pronto como descubrió que había un mexicano allí, me buscó. No puedo decir por qué fue tan amable conmigo, pero fue fantástico. Aprendí mucho de él en muy poco tiempo. Era un mentor fenomenal. Lo primero que me dijo fue que le caía bien porque era mexicano, y yo le dije: “¿En serio?” Y él dijo: “Bueno, es porque hay un compositor, Silvestre Revueltas, que era mexicano, y yo lo admiro mucho“. Esperaba la respuesta estándar, que era un gran compositor, y dijo “No, no, no, no, lo que más admiro de él es el hecho de que se compuso hasta la muerte”. Revueltas literalmente, en los últimos años de su vida, trabajó como un caballo, y murió de agotamiento. Así que, gracias a Revueltas, pude entrar en el corazón de este hombre, que por lo demás era muy duro. Me ayudó mucho. Mientras tanto, me estaba poniendo al día con todas estas cosas que se suponía que debería haber estudiado en México, así que fueron un par de años muy intensos en Peabody. Gracias a Dios que aterricé allí y no en una de las universidades de renombre, porque habría sido muy desdichado, y nada de lo que me ha pasado en los últimos 20 años habría sucedido.

T.M.: ¿A qué música contemporánea habías sido expuesto en Guadalajara?

C.S-G.: En realidad, yo había estado expuesto a mucha musica contemporánea, y te diré por qué. Había una biblioteca en Guadalajara patrocinada por el Servicio de Información de los Estados Unidos, la gente que administra las Fulbright, por cierto. Descubrí este lugar que nadie conocía, y que tenía una tremenda colección de discos, en su mayoría nuevos discos que nadie escuchaba, mucha de la música contemporánea que les había sido donada por New World Records y Composers Recordings, y también por algunas compañías europeas. Encontré este tesoro, y me pasaba las tardes enteras escuchando todo tipo de música extraña. Gracias a esto, aprendí muy bien mi repertorio modernista, me familiaricé con Nono y Stockhausen, Maderna, Dallapiccola, y luego con los americanos desde Ives hasta Cowell, y por supuesto George Crumb y John Cage, y así sucesivamente. Fue gracias a esos discos. Como no tenía partituras (sólo tenía los discos), aprendí la música, creo, de la mejor manera posible. Realmente lo aprendí de oído, y eso me marcó, me hizo el tipo de oyente que soy cuando se trata de música contemporánea. Aunque debo decir que en aquel momento estaba escuchando a Nono y Stockhausen, ahora pienso que, por lo que a mí respecta, todo eso fue más bien una especie de mal necesario. Ya no tengo ningún interés, ni en Nono, ni en Stockhausen. Ninguno en absoluto.

T.M.: ¿En qué se centró Robert Hall Lewis como profesor de composición?

C.S-G.: Se formó en Europa, por lo que tenía unos ideales europeos muy duros. Estudió con Boulanger, y me hizo escribir mucha música que no era realmente música, sino ejercicios. Me daba varios ejercicios semanales de contrapunto, tal y como él lo concebía, lo cual era obviamente una especie algo peculiar de contrapunto atonal. La idea era que aprendiera a controlar las voces de una manera que fuera específica a cada pieza, o a lo que la pieza estaba tratando de hacer. Su punto era que yo tenía toda esta experiencia empírica de la música contemporánea, y tenía que reconciliarla con el arte de escribir música. Decía: “Está bien, has escuchado a Stockhausen. Ahora escribe una pieza que dure tres minutos y que enfoque todo lo que creas que sabes sobre Stockhausen“. Era muy generoso, porque a diferencia de la mayoría de los maestros de Estados Unidos, me veía más de una vez por semana. Yo era su único alumno en ese momento, así que hacía este tipo de cosas tres o cuatro veces a la semana. Y estaba dispuesto, porque estaba allí, y estaba solo, así que escribía pequeñas piezas, una tras otra, bajo su guía, y eso era un entrenamiento fenomenal. Mucho de esto tenía que ver con la imitación de estilos que él consideraba imitables, muy importantes. Aunque ahora mismo yo ya no los sienta cercanos.

T.M.: Por favor, habla un poco de Druckman y Yale.

C.S-G.: Es interesante, porque Druckman era todo lo contrario. Druckman era el tipo de profesor (al menos esta es mi experiencia) que no parecía enseñarte mucho, pero, de vez en cuando, te daba una perla de sabiduría, que, en mi caso, yo podría no digerir hasta años después. En realidad, me sentía bastante frustrado mientras estudiaba con él, por esa razón, justamente. Yo había ido allí con la esperanza de que él participara en mi desarrollo de la misma manera que Lewis lo había hecho, y Druckman no era así en absoluto. No es que fuera un mal profesor, sólo que no era el profesor que yo esperaba. Me frustré un poco, y me cambié al estudio de Martin Bresnick, lo cual fue un punto de inflexión para mí. Martin me hizo pensar en cosas que nunca había considerado. Me hizo darme cuenta de que me estaba centrando demasiado en cuestiones de orquestación, timbre y sonido, y no lo suficiente en la articulación de mis ideas. Puedo dar un ejemplo muy típico de mi experiencia con Martin Bresnick. En nuestra primera o segunda lección, le mostraba una pieza que era muy pastoral, y él se rascaba la cabeza, y decía “Carlos, escucha cómo hablas, cómo agitas las manos, y te mueves mientras hablas, lo intenso que pareces ser verbalmente. Tu música no es para nada así. No estás escribiendo la música que habla de ti, de quién eres”. Realmente me hizo pensar en eso, y a la semana siguiente volví con una pieza que era completamente diferente, y que creo que es realmente mi “opus one”, el primer trabajo que realmente refleja lo que puedo aportar. Fue gracias a esa simple pregunta: ¿hasta qué punto tu música refleja quién eres realmente? A partir de ese momento, mi obra se convirtió en una música articulada a partir del pulso por el pulso, muy angular, llena del tipo de gestos que he seguido cultivando.

T.M.: ¿Cómo se llamaba la pieza?

C.S-G.: Calacas y Palomas, una pieza para dos pianos.

T.M.: Que ha sido grabado y publicado comercialmente.

C.S-G.: Sí.

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T.M.: Si tuviera que describir tu estilo, diría que es “cafeinado”. ¿En qué fechas estuviste en Yale?

C.S-G.: ’89 a ’91. Me fui porque me quedé sin dinero, básicamente, y también porque mientras estuve allí conocí a Steven Mackey. Mackey me atraía, me gustaba lo que hacía, yo sentía que necesitaba un cambio, y no podía haberme quedado en Yale porque no había dinero. Fui a Princeton donde sí lo había. Había estado haciendo un segundo máster en Yale, lo cual es bastante común.

T.M.: Y entraste al programa de doctorado en Princeton. ¿Cuándo llegaste allí?

C.S-G.: En 1991.

T.M.: Tal vez podría decir algo sobre el medio ambiente en Princeton. Cuando miro hacia atrás, la distinción fundamental parecía ser entre la gente que hacía música por computadora con Paul Lansky y la gente que trabajaba con Steve. Había una mezcla muy productiva, un guiso, un brebaje de gente que estaba allí en los 90′s.

C.S-G.: Estoy de acuerdo. Como sabes, es un programa muy abierto, o un programa con metas muy abiertas, supongo. Como estudiante, tienes la libertad de hacer lo que quieras. Mientras seas productivo y persigas tus intereses, recibirás apoyo. En ese momento no había un horario de clases específico. No podría decir que alguien de allí fuese mi profesor. Trabajaba solo, y si necesitaba ayuda pegaba un grito, y alguien venía a rescatarme, a veces Peter Westergaard, a veces Steve. Me reunía con ellos principalmente para mostrarles piezas terminadas, y para recibir sus críticas. Lo que aprendí allí fue a ser un compositor independiente, a enfrentarme al mundo del compositor solitario que es su propio juez. Fue duro, fue difícil. No sólo para mí, sino para muchos otros que no prosperan en un lugar como Princeton precisamente por esa razón. Tuve que hacerlo, porque para entonces ya tenía una hija, y tenía que actuar como un profesional. Así es como yo lo veía –tuve que trabajar duro, hacer lo que tenía que hacer- escribir música, y esperar que fuera buena.

T.M.: ¿Cómo describirías lo que querías hacer como compositor? ¿Cuál era tu enfoque, tu dirección?

C.S-G.: No creo que lo supiera, francamente, y todavía no lo sé. Realmente no lo sé. Es una trayectoria, más que una dirección. Creo que en ese sentido no he cambiado. Me presenté en Princeton, y lo único que sabía era que tenía cuatro años de apoyo financiero, que iba a estar en un ambiente muy desafiante pero al mismo tiempo acogedor, que podía conseguir ayuda si la necesitaba, y que necesitaba escribir tanta música como fuera posible. Lo que necesitaba, al igual que en Peabody y en Yale, era escuchar mi propia música, experimentar la música de esa manera. No tenía ideas conceptuales sobre cómo debería ser mi música. Puede parecer extraño, pero no es más complicado que lo que acabo de describir sobre lo que Bresnick me hizo comprender: que la música debe ser una expresión, un gesto que me represente a mí mismo. En retrospectiva podría decir que quién soy significa lo que me interesa en la vida, lo que me interesa en el arte, y he gravitado durante muchos años hacia el mismo tipo de cosas, el mismo tipo de literatura, los mismos tipos de gestos y experiencias de vida. Mi trayectoria realmente es aquella en la que observo todas estas cosas en el mundo, y encuentro maneras de colocarlas en este pequeño jardín que estoy construyendo. Eso es en lo que consiste para mí ser compositor: reunir mis experiencias, reunir lo que me llama la atención y, de alguna manera, hacer que todo ello funcione en el contexto de una pieza musical.

T.M.: Componer es una forma de familiarizarse con partes de uno mismo de una manera más explícita.

C.S-G.: Sí, excepto que no quiero decir que uso la composición como medio para auto-descubrirme; todo esto es, simplemente, lo que sucede. Es lo que en retrospectiva me veo haciendo constantemente. Y lo que la gente me dice que oye en mi música, por cierto.

T.M.: ¿Sientes que te llevaste algo estilísticamente o técnicamente de tus encuentros con Mackey y Lansky?

C.S-G.: Sí, supongo que sí. Una cosa que me atrajo de Steve es algo que estoy seguro que atrae a otra gente también – el hecho de que se trate de un tipo que salió de la alcantarilla como yo, tocando en bandas de rock, y se ha cultivado a sí mismo de una manera que demuestra que es posible transformarse en quien uno quiere ser. Yo también tocaba rock and roll de joven, y también quería ser otra cosa. Vi a Steve como una especie de modelo a seguir. No estoy seguro de que haya funcionado así, en última instancia, porque creo que Steve y yo somos personas muy diferentes, pero sé que Steve me dio esta noción de que la música es lo que se hace, independientemente del estilo en que se haga. Si lo que tienes delante es una guitarra eléctrica, hazlo. Si te cansas de la guitarra eléctrica, entonces es totalmente posible cambiar a la escritura para orquestas sinfónicas. De Paul, lo que es tan fascinante de su música es que sea tan elegante. Pero es difícil saber lo que cada uno de ellos me enseñó, en realidad. Me reuní con Peter Westergaard más a menudo que con cualquier otra persona allí, y sin embargo no estoy seguro de poder decir qué es lo que él me enseñó. Me gustaba su música y la estudié.

T.M.: Westergaard es de una generación anterior, y, quizás, no es tan conocido.

C.S-G.: Es una música muy sexy. Una cosa que siempre me gustó de su obra es que emerge de la tradición de Princeton, pero es muy lírica, colorida, muy elegante, muy emocional también. Es una música preciosa.

T.M.: ¿Hay alguna pieza en particular de esa época que se destaque, que marcó tu trayectoria?

C.S-G.: Mi pieza más importante de esos años es Son del Corazón, que escribí para el Nouvel Ensemble de Montreal. Era la pieza más larga que había escrito –más de 20 minutos, para un gran conjunto- y básicamente puse todo lo que sabía que podía hacer. Ahora, cuando lo escucho, me parece un poco así: el tipo de pieza que escribiría un compositor que lo quiere todo. Es un poco ecléctica, pero creo que sigue siendo una pieza muy buena. Es una de las últimas piezas que escribí que no tiene relación directa con nada de orden visual, con las artes visuales, específicamente. Después de eso empecé a escribir, cada vez más, piezas que, de alguna manera, tienen una conexión con algo que veo. A menudo lo que veo es una obra de arte. Es, simplemente, algo que he notado.

T.M.: Mencionaste tus caricaturas. ¿Todavía trabajas visualmente?

C.S-G.: Desafortunadamente, no.

T.M.: ¿Es eso algo a lo que piensas volver, quizás?

C.S-G.: Tal vez, pero no sé si podré. ¡Creo que he perdido mi “mojo”!

T.M.: ¿A dónde te mudaste después de Princeton?

C.S-G.: Cuando estaba terminando en Princeton, conseguí un trabajo en México, y estaba firmemente decidido a regresar allá. Esto fue en 1994. El trabajo era en la ciudad de Guanajuato, porque un amigo mío, que ahora también enseña en Eastman, Ricardo Zohn-Muldoon, se había ido a México y estaba trabajando allí. Convenció a la escuela de que debían contratarme. Me ofrecieron el trabajo. Sin embargo, en 1994 hubo una horrible crisis financiera en México, con la consecuente devaluación del peso, por lo que lo que ya habría sido un salario muy bajo se convirtió en casi nada. Un día estaba tomando un café con Paul Lansky y le conté la noticia, ya que no sabía qué hacer al respecto. Me iba a morir de hambre, y me dijo: “¿Por qué no te postulas para algunos trabajos en los EE.UU.?” Esto fue en octubre, justo antes de que se acercaran las fechas límite para las solicitudes, así que muy rápidamente reuní las solicitudes de empleo en los Estados Unidos y obtuve un puesto en San Francisco. Me quedé allí durante ocho años, hasta que me fui a Eastman.

T.M.: San Francisco está al menos un poco más cerca de México…

Foto: Hanna Hurwitz

C.S-G.: Bueno, lo está y no, ¿sabes? Geográficamente sí, por supuesto, pero… Este ha sido un conflicto mío, desde que me mudé a los Estados Unidos. Hay por lo menos dos tipos de mexicanos que emigran -trabajadores migrantes, y gente como yo, que van a la escuela y obtienen un título avanzado- y no nos mezclamos del todo. Hay dos culturas diferentes. La cultura chicana, o la cultura de lo que representa a la gran mayoría de los mexicanos que viven en un lugar como San Francisco, es una cultura con la que tengo poco en común. Me encanta la misma comida, y todo eso, pero culturalmente no podría interactuar tanto con ellos. Ellos me veían a mi como una especie de “guerito” pretencioso y adinerado, y yo los veía a ellos como trabajadores migrantes. Hay una cosa de clase que está muy extendida, desafortunadamente. Digo todo esto con mucho recelo. Habrá gente que no estará de acuerdo conmigo. Conozco específicamente a una compositora de México que no comparte esta noción. Ella dice que es totalmente posible trabajar con los chicanos, y que sólo tengo que encontrar una manera, pero yo no sé cómo hacerlo. Nunca lo he sabido. Esta es una respuesta larga a una pregunta simple: geográficamente sí, pero culturalmente no. Y eso fue extraño, muy extraño. Leo literatura chicana, miro el arte de muchos artistas chicanos y no lo entiendo. Es tan extraño para mí como algo que perteneciera a una cultura que no conozco.

T.M.: Ahora estás en la tundra del estado de Nueva York…

C.S-G.: Nevó esta mañana (recibí un mensaje de un amigo).

T.M.: Debe ser un lugar maravilloso para trabajar. ¿Quiénes son tus compañeros compositores allí?

C.S-G.: Ahí está Ricardo Zohn-Muldoon, “el otro mexicano”, como lo llamo yo. Robert Morris es el coordinador, que ha estado allí durante muchos años, y David Liptak, que también ha estado allí durante un tiempo, y Allan Schindler, que hace música por ordenador. Ricardo y yo somos bastante más jóvenes que los otros tres, y tenemos vínculos mucho  menos estrechos con la institución los que ellos tienen.. Eastman es una gran institución. Para mí es la única escuela de música que puedo imaginarme recomendando a un aspirante a compositor, en el sentido de que ofrece exactamente lo que más necesitan los compositores: la oportunidad de escuchar su música en concierto constantemente, y el acceso a una gran cantidad de intérpretes magníficos, intrépidos y sin miedo alguno que están dispuestos a tocar nuestra música. Creo que en otras escuelas hay demasiada especulación, demasiadas de esta música académica teórica, precisamente como resultado de la falta de contacto con aquellos que finalmente llevarán nuestra música al “mundo real” a través de la interpretación, y eso es exactamente lo que se consigue en Eastman.

T.M.: Es importante escuchar y obtener retroalimentación de las personas a las que les das tu partitura.
Si pudiéramos retroceder un poco, me interesa saber de qué manera el hecho de ser mexicano podría tener un efecto en su música. Si pensamos en Eastman, lo que hizo que la música “americana” fuese una preocupación para Howard Hanson, por ejemplo. ¿Hay una calidad de mexicanidad en tu música, en la música de Ricardo?

C.S-G.: Sí y no. Nuestra música refleja quiénes somos, y hay todo tipo de cosas que nos interesan, sin importar de dónde venimos geográficamente. Por supuesto que Ricardo y yo, por ejemplo, crecimos en la misma ciudad, escuchando música similar, mirando la misma arquitectura y leyendo el mismo tipo de literatura, así que creo que nuestra música refleja eso, más que el hecho de que todo eso sea mexicano. No creo que eso sea lo que yo llamaría mexicanidad, es más bien un reflejo de lo que una generación de compositores hace y ha experimentado, a veces colectivamente, y a menudo en privado. Hay un compositor con el que tanto Ricardo como yo hemos trabajado regularmente, Juan Trigos, que tiene una formación muy diferente. Es originario de la Ciudad de México, fue a la escuela en Roma, y mientras yo tocaba rock and roll, él tocaba en bandas de salsa. Y, sin embargo, quizás no en la superficie, sino en la forma en que trabaja, y en el tipo de procedimientos musicales que emplea, tiene mucho en común tanto con Ricardo, como conmigo. Todos tenemos esta obsesión con la música que es impulsada por una pulsación clara, que, por supuesto, es algo que mucha gente asocia con la música mexicana, pero que para mí viene más bien de Thelonious Monk o, exactamente los Beatles o Bartok. Para Juan, es una combinación de salsa (que no es exactamente mexicana), y el hecho de que durante mucho tiempo trabajó como teclista en orquestas barrocas, tocando continuo. Podemos hacer generalizaciones fáciles, que a menudo tienen que ver con la etnia y el origen nacional, y perdemos de vista el hecho de que todos somos individuos. En todo caso, lo que estamos tratando de hacer como compositores es ser individuales, mostrar esa individualidad.

T.M.: ¿En qué estás trabajando ahora mismo?

C.S-G.: Acabo de terminar una pieza para conjunto de percusión, hace un par de días. Me gusta mucho, y es una pieza que considero importante. Responde a los escritos de Ítalo Calvino, concretamente a sus Seis propuestas para el nuevo milenio, en los que habla de lo que considera que son los valores que pueden representar a la literatura y al arte del siglo XXI. Me fascina su obra, y en este caso escribí pensando conscientemente en lo que tenía que decir sobre esos valores, que son la velocidad, la ligereza, la multiplicidad, la visibilidad y la exactitud. Son términos abstractos, pero he descubierto que abarcan exactamente lo que he estado tratando de hacer con mi música. Así que decidí escribir una pieza en la que conscientemente abordara estas nociones de una manera que sentí que sólo podía ser expresada musicalmente. La pieza se llama Memos. La obra es el resultado de haber recibido el Premio Barlow, que consistía en el encargo de escribir una pieza para tres conjuntos de percusión diferentes: So Percussion, de Nueva York; Kroumata, de Oslo; y Nexus, de Canadá. Todos los grupos interpretarán la pieza, pero creo que el estreno lo hará Nexus.

T.M.: Tienes una ópera de cámara en tu catálogo.

C.S-G.: Sí, pero ya no quiero que se toque. Se hizo una vez, y fue un experimento interesante, pero no creo que pueda escribir ópera. No creo que esté en mí. Hay gente que ama la ópera más que yo, gente que creció asistiendo a espectáculos de ópera, cosa que yo no hice. Cuando escribí esa ópera, me sentí como un farsante. ¿Quién soy yo para escribir una obra de teatro musical, cuando puedo contar con los dedos de la mano el número de actuaciones a las que he asistido?

T.M.: O podrías conectarlo a tu rock and roll sin voz… ¿Otros proyectos?

C.S-G.: Ahora mismo estoy trabajando en una pieza para Eighth Blackbird. Estoy reelaborando el mismo material de la pieza de percusión, aunque parece que va a ser muy diferente en realidad. Esto se hará en mayo de 2010 en el Look and Listen Festival de Nueva York, que tiene lugar en galerías de arte, sobre todo alrededor de Chelsea, cosa que considero uno de los mayores aciertos de este festival. Y luego hay una pieza para shakuhachi y cuarteto de cuerdas. Estoy escribiendo la música que la gente me pide que escriba, básicamente.

T.M.: ¿Podrías hablar un poco más sobre la conexión entre la inspiración visual y el resultado musical?

C.S-G.: Siempre está presente. Me inclino por cierto tipo de arte, por supuesto. El año pasado escribí una pieza llamada Ex Machina, que consiste en ocho movimientos, cada uno de ellos escrito en respuesta a una obra de arte. La mayoría de las obras a las que estoy respondiendo en Ex Machina son obras de arte cinético. Hago música que surge de la experiencia emocional que tuve, o que creo que tuve, o sigo teniendo, al enfrentarme a estas obras. En algunos casos la conexión entre la música y la obra de arte existente es bastante obvia, y en otros puede ser más personal, y eso está bien, porque no estoy haciendo un retrato musical de las obras, sin simplemente respondiendo a ellas. Las obras que elegí tienen en común un elemento de precariedad, fragilidad y profundidad emocional. Me refiero particularmente a la obra de Arthur Ganson, un artista de Boston, que construye pequeñas máquinas que se mueven y son al mismo tiempo obras de arte. Él se describe a sí mismo como un cruce entre un ingeniero y un coreógrafo. Todo su trabajo está muy influenciado por Paul Klee; las líneas son muy simples y al mismo tiempo muy detalladas. Una de las obras que también utilizo para esta pieza es Twittering Machine de Paul Klee, con pajaritos, y una máquina con manivela, y no sabes dónde terminan los pajaritos y dónde empieza la máquina, y todo parece que se va a desmoronar, así que es el drama creado por la fragilidad de la obra lo que impulsa mi respuesta. Hay otra pieza, The Way Things Go, de dos artistas suizos, Fischli y Weiss, que construyeron una especie de máquina de reacción en cadena a partir de basura –escobas, fregonas viejas, escaleras de mano, botes de pintura- y funciona de maravilla, pero que siempre parece estar a punto de no lograr su “objetivo”. Creo que eso es algo que la gente encuentra en mi música a menudo; hay un elemento de energía impulsada por la cafeína, y sin embargo la música siempre está a punto de desmantelarse. No es algo que haga deliberadamente, simplemente sucede. Probablemente un reflejo de mi vida en general: Soy un pensador bastante caótico.

T.M.: Mi hijo vio el video de The Way Things Go en el Instituto Franklin, y quedó fascinado.

C.S-G.: Otra cosa que todo esto tiene en común –Calvino, Paul Klee, Arthur Ganson, The Way Things Go- además de la fragilidad y la profundidad de los detalles en un ambiente de otra manera caricaturesco, hay una cosa muy importante: son todos trabajos muy ligeros, y no en el sentido de que sean superficiales. Sus obras son ligeras en el sentido de que te ponen una sonrisa en el rostro. Como tú dijiste, tu hijo estaba hipnotizado. Ojalá mi trabajo pudiera ser así. Si tengo una meta, es ésa, precisamente. Mi trabajo podría ser algo que un niño escuche y a lo que responda inmediatamente. Eso requiere un elemento de elegancia, porque los niños son muy exigentes. Y de ligereza, pero en el sentido de que levita, de que no es una imagen de la realidad, sino que está por encima de ella.  Los niños son muy buenos para percibir esta cualidad.

 

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