El medio no es el mensaje

Vivimos bajo la maldición de la frase de McLuhan: el medio es el mensaje. Un cambio de perspectiva brillante en su momento, pero que asumido hasta sus últimas consecuencias está generando monstruos; en lo que nos ocupa, programaciones monstruosas. Es necesario que se retome el control, que la música no pierda el protagonismo en festivales y temporadas a favor de fantasmadas publicitarias. Me explico.

Al hilo de mi anterior artículo en esta sección me ha llegado algún comentario con consideraciones a tener en cuenta, y alguna me ha llamado la atención. Según me comentan, la financiación pública de los eventos musicales se ha recortado de manera notable a causa de la crisis. Bueno, a causa de la crisis o aprovechándola, según se quiera ver. En consecuencia su pervivencia depende, ahora más que nunca, de la taquilla, de que se haga caja, de conseguir llenar a toda costa. Mi interlocutor hacía hincapié en que la programación de música contemporánea puede poner en riesgo la recaudación, y dar al traste con todo el proyecto. ¡Qué peligro, sin duda! Pero bajo esa amenaza se pone en peligro el sentido de lo que debe ser la oferta cultural realizada desde las instituciones públicas.

Aceptemos -aunque casos se han visto- que los conciertos de música de nuestro tiempo no favorecen que el publico acuda en masa, deseoso de comprar entradas y abonos, y permita que duerma sin temor el organizador de eventos culturales, seguro de su cuenta de resultados. Pero es que no se trata de eso, sino de construir una programación juiciosa. ¿Cómo es posible que haya temporadas privadas más integradoras del repertorio contemporáneo que muchas que dependen de las arcas públicas? Pongo por caso Ibermúsica, que acoge repertorio de la segunda mitad del XX, y no precisamente a Pärt o Glass, rancios comodines a los que nuestra Orquesta Nacional ha dado carta blanca, y uno tras otro, oiga… U otros inventos creativos que miedo dan y que se verán más adelante.

La obsesión por vender a toda costa propicia el uso de la publicidad con una intensidad nunca vista en estos lares. Oigo cuñas radiofónicas, veo anuncios en el Metro; nada que objetar, salvo que parece que ni el programa, ni los intérpretes son suficiente reclamo, son ocultados. Hay que vender un nuevo producto, ser agresivos, que no parezca que se quiere llevar al público a un concierto al uso, sino a un acto transgresor. Así los publicistas, los gerentes de las orquestas, se devanan los sesos para resultar creativos. La OCNE, en la temporada pasada, se inventó unas revoluciones inexistentes: la programación amparada en tal rótulo resultó más contrarrevolucionaria que otra cosa. Ahora atacan con “Malditos”, y nos encontramos unos carteles que rezan “maldito Mozart”. ¡Caramba, qué provocación! ¿Pero a quién se quiere engañar? ¿Va el público joven, al que se supone que se pretende cautivar, a identificar a Mozart con un roedor de dibujos animados? Ni pelucas empolvadas y puñetas, ni esto. Me pregunto si llaman también maldito al compositor estonio antes citado; quizás al impulsor del minimalismo sacro le cueste entenderlo.

En definitiva, ¿qué se busca? ¿Que las orquestas y festivales sean un instrumento cultural insertado en la sociedad de su tiempo, o convertirlas en algo casi oculto bajo un reclamo publicitario que se convierte en la marca? ¿Se favorece la creación de un público informado que seleccione entre una paleta de opciones diversas lo que prefiere escuchar, o se prefiere el que acude, en rebaño, a por una sobredosis de sinfonías de Chaikosvky, como se ha visto esta primavera? Por supuesto poner la cultura al servicio de la mercadotecnia no es algo que aqueje a la música de manera exclusiva. Resulta reveladora la entrevista a Guillermo Solana -director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza- publicada recientemente por El País. El titular es lapidario: “El gran público solo quiere ver lo que conoce y conoce cuatro cosas”. Cierto; aplíquese a lo que el público quiere oír. ¿Cuándo se entenderá que defender la cultura no consiste en alimentar eso precisamente, sino en ofrecer una mayor variedad? Que no puede faltar lo actual, como ya comenté respecto al Festival de Granada, y no me refiero a los sucedáneos de músicas pretéritas: Orff, Piazzolla o los minimalistas antes citados. Claro que se puede innovar en la forma de atraer al público. Véase el éxito enorme del ciclo Bach-Vermut, que organiza el CNDM, que ha sabido crear un público para los conciertos de órgano y poner en relieve el estupendo instrumento de que dispone el Auditorio Nacional de Madrid. Pero no se engaña, la música no se esconde, es la obra de Bach lo que se va a escuchar en un ambiente relajado.

Ejemplo de lo contrario lo tenemos en el concierto que la OCNE anuncia para su próxima temporada: Video Games Live. No se sabe nada del contenido musical, lo que antaño se llamaba “obras”. Sí que interviene la Orquesta y Coro Nacionales de España, bajo la batuta de Emmanuel Fratianni. Su contenido se “explica” con el siguiente texto en spanglish:

VGL es el poder e intensidad de una orquesta sinfónica mezclada con la emoción y la energía de un concierto de pop y la tecnología e interactividad de un videojuego, todo ello completamente sincronizado con sorprendentes efectos visuales y clips de tus juegos preferidos. Este evento te permitirá disfrutar con tu familia o amigos, seas o no jugador, de la pasión de los éxitos de venta más recientes o de la emoción de recordar los clásicos con los que creciste. El preshow incluye diversos concursos y sorpresas y para completar una experiencia redonda. Are you ready to play?

I’m not.

 

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