Éticas y fonéticas
3 de marzo de 2016. Es casi una tradición década a década desde los años 70: la creación musical vinculada a la literatura y a la poesía de corte fonético y oral vuelve a tener su momento de gloria en los espacios de rigor y los que la amamos o la practicamos podemos estar tranquilos; salir del gueto durante dos de cada ciento veinte meses es suficiente como para sentirse no-del-todo-ignorado pero manteniendo a un tiempo intacta esa dignidad (absurda, ciertamente) del creador underground.
Así las cosas, huelga decir que no resulta sorprendente que en los últimos meses determinados festivales, congresos, certámenes, espacios radiofónicos, hayan vuelto sus ojos hacia esta rama de la creación, porque es lo que cíclicamente tocaba, pero sí resulta lamentablemente llamativo en esta ocasión el contenido de dichos programas (programa en su doble acepción de repertorio y de formato de contenido radiofónico). Como no quiero ser descortés con nadie al respecto, trataré de evitar la divagación personal y hacer la pregunta que me hago a mí mismo por escrito. Por triplicado y con sello y timbre del Estado, si fuera necesario, pero sin más alusiones personales que la única estrictamente necesaria y otra posterior que sencillamente me apetece: ¿Where is Acilu?
Mi alusión: Agustín González Acilu [la necesaria]. No quiero ser insolente: ustedes –los de los programas- tiraron la primera piedra.
Formulo nuevamente la pregunta de otra manera: ¿Cómo alguien (alguien = supuestos profesionales del ramo, creadores y periodistas) tiene la desvergüenza de afirmar públicamente la práctica inexistencia de ramas de creación sonora de corte músico-literaria, de corte vocal y lingüístico-fonética, de afirmar que en España este tipo de creación no ha fermentado, cuando precisamente hemos sido de los países más punteros en lo que a esta se refiere?
Un ridículo supino es el que estamos haciendo, muy señores míos, cuando decimos barbaridades semejantes. Cuando nos olvidamos de que apenas unos años después de que Luciano Berio revolucionara de mano de Cathy Berberian (¿o era Cathy Berberian de mano de Luciano Berio?) la composición vocal con su Sequenza III (revolucionara, creara, o la creara revolucionándola en el mismo momento ya de hacerla nacer), el navarro Agustín González Acilu componía la que sería una de las obras europeas más rompedoras en su ámbito, aquel Himno a las Lesbianas. Vendrían más tarde muchas otras, todas ellas creadas al amparo de su trabajo compartido con el genio-filólogo Quilis en los laboratorios del CSIC y enmarcadas dentro de ese maravilloso desarrollo que la Lingüística supuso para la música. Tal vez no haya que preocuparse, dado que, si se considera que el mismo Berio fue el encargado de realizar idéntico trabajo en las dependencias de la RAI codo a codo con el recientemente fallecido Umberto Eco y tampoco nadie ha tenido tiempo ni ganas de mentar el asunto, uno puede llegar a pensar que sencillamente tal es la naturaleza del litigio – mas aguardemos anhelantes, en todo caso, la muerte de Stockhausen, circunscrito a su vez al departamento lingüístico de Colonia, para emitir un juicio último al respecto.
Volviendo al terreno patrio, ese que no dudamos en descalificar (con razón), hay que decir que toda crítica que realicemos al respecto aquellos de nosotros a los que nos corresponde salir del atolladero resultará carente de sentido mientras basemos nuestros juicios en una falta de conocimiento de nuestra propia historia: una historia que funciona a capricho absoluto y se dedica a olvidar genialidades como este Himno mientras que, por poner un ejemplo, otorga un (merecido, eso sí) espacio a un Antón García Abril orgulloso de su creación de música para cine y TV cuando antaño rechazaba toda su producción audiovisual (ahí quedan entre otros documentos las conversaciones con Joan Padrol, sólo hay que leerlas). Ojo, que personalmente no quiero emitir opinión alguna sobre García Abril ni su cambio de parecer; es más, me parece estupendo que así lo haga porque una mente en movimiento es siempre una mente positiva: lo que critico es la tontería y arbitrariedad de la memoria. Porque no podemos olvidarnos. Olvidarlo. A Acilu. A Acilu hay que recordarlo, y no hablo de esos homenajes ficticios y políticos que no sirven de gran cosa (de esos ya ha tenido, y bastantes). Hay que recordarlo por los adelantos que ha aportado independientemente del Gobierno de Navarra y tal y cual cosa, y ya luego, una vez recordado, podremos criticarle el uso apropiado o no de sus técnicas, si aporta o no aporta algo determinante al poema original de Gerhard Rühm que toma como base, o incluso crucificarlos a ambos, al músico y al poeta (es mi caso personal), a la luz de la teoría del Otro de la filosofía contemporánea: como bien recuerda en su análisis de la obra José María García Laborda, el uso de fricativas es de un contenido alarmantemente explícito (alarmante por su capacidad comunicadora en calidad de signo), pero ciertamente su utilización aquí resulta un tanto soez, cuestión a la que no ayudan las interpretaciones en boca de sopranos que vocalizan esos fonemas iniciales más en consonancia con la matanza del cerdo que con una mujer que practica sexo con otra mujer. Pero, hablando como hablamos de música, tal vez no proceda hablar de cerdos y haya que quedarse tan sólo con el sonido, y en esto resultará intachable. La tenemos. La tenemos de las mejores. La tenemos publicada. La tenemos grabada y analizada. Vayan ahora ustedes a seguir contándole al mundo que nada de esto existió con calado en una España que, con un poco de suerte, borrará por igual los juicios absurdos de unas voces nuevas que borran arbitrariamente a otras viejas más sabias. Es lo menos que el karma y el sentido común podrán brindar a semejante falta de conocimiento y ética. Son tiempos difíciles para los justos, aquellos que con debido respeto indagan en las múltiples posibilidades de los campos del signo y del símbolo sonoro y fonético.
El símbolo fonético. Menuda historia. No teníamos compositores y resulta que hasta tenemos de eso. He hablado sobre la cuestión esta misma noche con la poeta experimental Inma Bernils [la que me apetece] en una de nuestras eternas charlas nocturnas sobre cuestiones sónico-literarias, pero pronto callamos. No hay mucho que decir. Todavía tenemos que pensar qué decir y luego decirlo. Es un campo poco explorado, inhóspito, indefinido. Y como no tenemos demasiada información sobre el asunto ni nos ha dado tiempo a desarrollarla nosotros mismos, preferimos derivar nuestra conversación hacia un asunto tan trivial como la fabricación de un perro de peluche con un cojín. ¿Hemos dado en la clave? Evasión en vez de investigación. Afirmación gratuita. Al perro, una vez que lo hayamos construido lo bautizaremos como Rulfo en honor al eterno mexicano. Sería hermoso que tan ilustre personaje se reencarnara en un cojín-perro destinado a morar en mi sofá. Porque hemos llegado a un trato indigno tan sólo digno de la ética artística actual: Bernils lo diseña, lo hace y yo me lo quedo. Más tarde diré que Bernils no ha existido. Aberrante, ciertamente, porque hay personas demasiado hermosas como para que venga alguien a atreverse a negarlas.
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