La (im)posibilidad de disfrutar de la belleza

(c) Javier del Real
Para poder disfrutar de Death in Venice (Muerte en Venecia), ópera de Benjamin Britten que se puede ver y oír en el Teatro Real y que se basa en la novela corta del mismo título de Thomas Mann, hay que sacudirse toda la crítica y todo el academicismo que la ha acompañado en el estreno, empeñados en demostrar lo que saben y más. Sacudírselo bien. Pues la obra es, antes que nada, una obra para disfrutar con los sentidos. Completamente sensual. Todo lo demás, el discurso, los datos, los pequeños detalles de su ejecución y producción, las citas que se descubren o se encuentran en su composición y en su libreto, suponen simplemente ruido. Un ruido que no deja de oscurecer la obra, aunque periodistas y académicos, sin duda con su mejor intención, se pongan a ejercer el mucho o poco poder de influencia que aún les queda. Ruido para el espectador y ruido para el profesional. Un ruido que ensombrece, oscurece y, al final, opaca lo que sucede en escena y lo que sale del foso.
Lo primero que se echa en falta en este montaje es coraje. Y es que el miedo se ha instalado en nuestras sociedades. Lleva demasiado tiempo instalándose. Infectándolo todo. De tal manera que los discursos dominantes, los que han hecho suyos el común de los mortales, incluso justifican ese miedo como si este no fuera con ellos, con razones muy razonables para evitarlo cómo los años vividos, la experiencia y el conocimiento acumulados, cuando no se buscan paraísos artificiales en las adicciones. Así es como el miedo está imposibilitando lo bello para dejar paso a lo bonito. Porque lo bonito es cómodo. Comodidad que permite a cualquiera tomar posesión de su butaca, aposentarse. Moverse para elegir la mejor postura y dormitar ante las bellas ensoñaciones que los artistas proponen, ante las que abrir el ojo de cuando en cuando para mirar.
Solo ese temor explica que Willy Decker y su equipo habitual se embarquen en la búsqueda de lo bonito ante tanta exigencia de belleza corporal y de deseo que tiene esta obra, haciendo de principio a fin una propuesta cómoda para el espectador. En el que los cuerpos, los objetos de deseo, se resumen en el del grupo de baile que se mueve por el pantalán. Chicos a los que vestidos con su bañadores de los años veinte apetece llamar bañistas art-decó. Chicos que también aparecen pudorosamente desnudos para celebrar un soso aquelarre orgiástico sobre el protagonista, el escritor Gustav von Aschenbach.
Sin embargo, el texto, la partitura, y esta historia están llamando a la tensión, al nervio, al abismo y a la belleza. Necesarios para contar la historia del citado escritor que se enamora de un chico adolescente. Historia que sucede en un entorno, también bello y sugerente, y a la vez infecto, como es una Venecia en la que “los padres de la patria” ocultan una epidemia de cólera que mata a locales y turistas para salvar no se sabe muy bien qué, que no sean los beneficios económicos, salvación que suena bien contemporánea. La simple historia de una atracción que apremia a la satisfacción de los sentidos, del deseo, a penas mostrado con un adolescente desnudo, el aquelarre orgiástico citado y un dios Baco en paños menores procedente de un cuadro de Caravaggio. Un deseo que se consagra a un gran y, de nuevo, bonito beso proyectado en el fondo del escenario entre el escritor y el adolescente. Un deseo/beso de color azul, ¡habrase visto!, que se deshace/diluye en los canales venecianos.
Viendo esta propuesta a cualquiera que esté alerta, y tenga un poco de memoria y sentido del humor, le asalta el título de una antigua película española de éxito comercial llamada ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? Pero, cuidado con verbalizarlo. Se está ante un monumento cultural. Y estas cosas no se dicen de dichos monumentos. Y menos se hacen. Y para aquellos que lo dicen y lo hacen sobre dichos monumentos culturales, como algunos directores de escena que han pasado por este u otros teatros, se les le abuchearan y/o se les afeará la conducta por poner cuerpo, carne, en el asador, intentándoles meter el miedo en el cuerpo.
Así que, instalado el espectador y el profesional en el confort, en la comodidad de la butaca, le queda la música. Y es algo que no empieza muy bien pero que va mejorando a lo largo del primer acto, donde tanto el elenco como la orquesta van dando muestras de su calidad como intérpretes, para llegar a un segundo acto donde la música de Britten y la letra de Myfanwy Piper se hacen presentes y desafiantes. Donde el denostado, por algunos, Alejo Pérez demuestra de lo que es capaz, como ya lo hiciera en Don Giovanni, y vuelve a hacer sonar una composición sin apriorismos, una obra que está llena de ellos a pesar de que han pasado unos cuarenta años desde que se escribió, a penas nada. Y la Orquesta Sinfónica de Madrid refuta a esas voces que continúan diciendo que es una orquesta con potencial para lo contemporáneo pero que necesita seguir practicando para conseguirlo con algún experto director que no acaba de pasar por el coso. Ambos, director y orquesta, se unen a los cantantes para sacar al espectador de la comodidad de la butaca y este, sin darse cuenta, como si la cosa no fuera con él, lo disfruta y se extraña, cuando acaba la función y se ve a sí mismo aplaudiendo una obra que considera contemporánea. No es de extrañar porque, al menos en la representación del día siete de diciembre, ese abismo, ese nervio que no se ve en escena, se escuchó, se palpó y llenó los oídos y los corazones con razones musicales de sobra para celebrarlo, para celebrar el cuerpo, la presencia física de lo humano y de los seres humanos. Hoy, aquí y a pesar del miedo.
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