Cuando la gastronomía suena

En el marco del XXI Festival Internacional Punto de Encuentro, organizado por la Asociación de Música Electroacústica de España (AMEE) y celebrado en Valencia entre los días 12 y 15 de noviembre, presenté mi último libro. Publicado por la veterana Editorial de Música PILES y bajo el título La emoción sonora. De la creación electroacústica, la improvisación libre, el arte sonoro y otras músicas experimentales. Escritos musicales 1992-2012, el volumen recoge una selección de críticas, entrevistas, reseñas y artículos, en su mayor parte publicados en el periódico Levante-El Mercantil Valenciano, donde programé y dirigí su foro cultural —Club Diario Levante—, pero también notas a discos, programas de conciertos y alguna conferencia o monográfico inéditos, así como algún texto publicado en otros medios de comunicación especializados como el que transcribo a continuación. En el año 2007, a petición del crítico gastronómico valenciano y editor del Anuario de la Cocina de la Comunidad Valenciana, Antonio Vergara, escribí este artículo entre fogones, ollas y altavoces, que espero sirva de entretenida y breve muestra para presentar esta antología de escritos musicales por la que desfilan centenares de compositores, intérpretes y artistas sonoros.

Cuando la gastronomía suena

El oído, que es el más sufrido de nuestros sentidos —la ventana que nunca se cierra, ni siquiera mientras dormimos—, es machacado incesantemente con ruidos que superan en muchas ocasiones el umbral del dolor y saturado de músicas que suenan sin solución de continuidad en la calle y en el coche, en aeropuertos y estaciones, en autobuses y ascensores, en la consulta del dentista y en la notaría, en los lavabos y en los tanatorios…

Si nuestros oídos, que todo lo escuchan y sienten, no pueden protegerse de la injerencia exterior como sí lo hacen la vista, el tacto o el gusto, ¿por qué no intentamos ser más respetuosos con ellos y los dejamos descansar de vez en cuando, al menos en las ocasiones en las que no son los actores protagonistas?

Cada día y con más frecuencia, la gastronomía es maridada con músicas bien diversas y muchas veces banales y aburridas. Es de lo más común comer o cenar con música. No importan el género, el estilo, la época, el compositor, el gusto estético de la clientela ni la volumetría que ocupe en el espacio. La cuestión es que algo suene mientras degustamos manjares o paladeamos ricos caldos. Por eso vivimos en la sociedad del entretenimiento. ¿O será miedo al silencio, al horror vacui que sufre todo artista ante su obra? El problema, no obstante, se agrava cuando en restaurantes de prestigio en los que se realiza una labor creativa de primera magnitud, la música suena y suena sin parar, privando a los clientes del solo placer de comer y beber. Que no es poco.

Con una lógica a prueba de malentendidos, el visionario músico francés Erik Satie dejó escrito hace casi un siglo la siguiente reflexión: “En las comidas mi papel tiene su importancia: soy comensal, como en el teatro otros son espectadores. Sí… El espectador tiene un papel definido: escucha y ve; el comensal, por su parte, come y bebe. En definitiva es lo mismo —a pesar de la diferencia total que existe entre los dos papeles—. Sí.”

Siguiendo la estela del pensamiento satieniano, estoy casi convencido de que a nadie se le ocurriría encender el hilo musical en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía o en el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM) mientras el público pasea por sus salas y contempla las obras de arte allí expuestas. Y estoy totalmente convencido de que pediríamos la cabeza del ministro de Cultura si ordenara a todos sus bibliotecarios que encendieran la radio mientras los usuarios se dedican al silencioso e íntimo oficio de la lectura. Ya no quiero ni pensar si alguien decidiera poner música a los bosques, a los ríos o al mar.

Entonces, ¿por qué algunos cocineros intentan deleitar a sus clientes con músicas ajenas mientras éstos se esfuerzan en degustar sus últimas composiciones culinarias? ¿No sería mejor y más saludable para nuestros fatigados oídos ambientarse con el ruido de platos y copas, con el murmullo de las conversaciones o incluso con el silencio?

La cultura, o mejor, el culto al altavoz está destrozando nuestro tan delicado sentido de la escucha si es que no lo ha conseguido ya. El compositor y pedagogo R. Murray Schafer decía que la diferencia entre música y ruido estriba en el deseo que el escuchador tenga en percibirlo. “Ruido —concluía este músico de origen canadiense— es cualquier señal sonora indeseada.” Ese relativismo conceptual llevó a Anthony Burgess en su famosa novela de ciencia-ficción La naranja mecánica a utilizar la escucha ininterrumpida y a todo volumen de la Quinta Sinfonía de Beethoven para curar la mente sádica y extremadamente violenta de su protagonista Alex. Es una prueba más de hasta qué punto una indiscutible obra maestra de la música clásica occidental puede convertirse en una “señal sonora indeseada” y perjudicial para nuestro córtex cerebral.

Propongo a los cocineros que se consideren melómanos que elijan entre el placer del paladar, de los aromas y también de la vista —¿por qué no?— y el placer de la escucha musical. Disfrutar de todos ellos a la vez es harto complicado. Cada proceso mental requiere una atención y una concentración específicas que permitan una eficaz conectividad cerebral, dicen los neurólogos. Si a la mayoría de los aficionados que frecuentan las salas de concierto les cuesta seguir la estructura de una sonata, distinguir entre el modo mayor y el menor o diferenciar entre un oboe y un saxofón, ¿por qué someterlo a la heroica prueba de diferenciar y relacionar los sabores, las texturas, los olores y las tonalidades del arte culinario con el vertiginoso fraseo de Charlie Parker, la voz cascada de Joaquín Sabina o la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorak, en el mejor de los casos? El mundo del arte es el mundo de las asociaciones y de las referencias. No debemos de privar a los gourmets de realizar por sí mismos sus propias asociaciones y establecer sus nuevas referencias.

Aunque si realmente se empeñan en poner música a sus platos y a sus copas, propongo que lo hagan con todas sus consecuencias y programen veladas gastronómico-musicales como hacen algunos prestigiosos restaurantes. No voy a ser yo quien reniegue del secular utilitarismo de la música según en qué menesteres y situaciones, pero cuiden la mise en scène, la coherencia estética y sobre todo que la música ocupe el lugar que se merece en su espacio gastronómico. Podemos encontrar buenos ejemplos a lo largo de la historia. Desde las primeras civilizaciones —Mesopotamia o Egipto— hasta nuestros días, pasando por el Barroco y la Tafelmusik, música para banquetes y festines cuyo máximo representante fue Telemann; las amables músicas muzak de los años treinta del pasado siglo, así como la musique d’ameublement, de Satie, o las músicas populares y de raíz creadas e interpretadas para amenizar ritos, danzas y también ágapes, y que siguen vigentes en casi todos los países del Mediterráneo, el fondo de documentación es interminable. Sírvanse de él. (Dicen que todo está inventado, que sólo es cuestión de encontrar lo que buscamos o que nos salga al paso mientras caminamos.)

Pero, por favor, no le den al ON de su cadena musical sin antes haber pensado en sus clientes y previo anuncio de que en su establecimiento se come y se bebe, y también se escucha música de fondo.

Gracias por su atención y qué ustedes lo coman y lo beban bien.

 

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