Trazando vínculos
El pasado jueves 4 de junio se pudo escuchar en el auditorio del Instituto Italiano de Cultura de Madrid a la excelente soprano navarra Raquel Andueza acompañada por la no menos sobresaliente formación que ella misma fundó junto con el laudista y tiorbista Jesús Fernández Baena, el ensemble de música barroca La Galanía, en un interesante y peculiar concierto dentro del ciclo que esta institución dedica a Doménico Scarlatti. El programa se articulaba con obras de José de Torres y José de Nebra –compositores barrocos españoles de clara influencia italiana, como inicio y fin del concierto-, dos piezas del propio Scarlatti, y el estreno absoluto de un encargo del Instituto a la compositora Silvia Colasanti. Una excelente idea por parte del Instituto Italiano de Cultura de Madrid, esta propuesta de incluir una pieza contemporánea en un ciclo enteramente dedicado a la música barroca. Y el próximo jueves 18 el compositor y pianista norteamericano Uri Caine estrenará en el mismo espacio una extensa pieza para piano titulada Scarlatti Project, también encargo del Instituto. Son este tipo de ideas las que ayudan a renovar formatos y el hecho de que las instituciones así lo entiendan, resulta esperanzador.
Hay muchas maneras de plantear un programa que suscite el interés del público. Una de ellas es combinar música de tiempos históricos diferentes, eso sí, dotando de sentido al conjunto, hándicap indiscutible si se quiere que realmente el concierto funcione. Un ejemplo que podemos ver cada vez con más frecuencia es la combinación de música antigua y contemporánea. El caso que nos ocupa denota una intención bastante clara: dar continuidad a la línea barroca, evitando la brusquedad del contraste de lenguajes. Silvia Colasanti planteó Frammenti di Lettere amorose en coherencia con esta propuesta, una obra que en ningún momento perdía la referencia de la base scarlattiana que la sustentaba, las cantatas de cámara, ni en el texto ni en la música. Únicamente la irrupción de ciertas sonoridades más próximas a nuestro tiempo –armónicos en el ámbito sobreagudo de los violines o tremolandi sul ponticello- nos situaban a cierta distancia del lenguaje barroco.
Es interesante observar que, sea cual sea la fórmula –más homogénea o más contrastante, más arriesgada o menos-, la convivencia del pasado y el presente en una programación siempre es, de algún modo, perturbadora. Ese choque, bien planteado, suele resultar enriquecedor para el oyente que esté mínimamente abierto a una escucha menos convencional. Y no sólo es perturbador por la distancia de lenguajes, sino porque partimos de una escucha imposible (utópica, si se quiere) de la música del pasado. ¿Cómo podemos siquiera imaginar la intención o las formas de percepción del oyente barroco, incluso situándonos con los recursos científicos de una visión historicista? La distancia a recorrer es un imposible, nuestros oídos son muy diferentes y este hecho no es posible virtualizarlo. Pero la mayor perturbación se produce a partir de una representación del pasado que hemos construido en el presente y que además ponemos en contraposición a nuestro presente real en la obra contemporánea. El tópico nos sirve para confrontar una realidad impostada (por el cine, por la interpretación pasada por el filtro clásico-romántico… ese oráculo del siglo XIX del que hablaba Harnoncourt, que igualaba a Mozart con Brahms o Bartók) con la de nuestro tiempo, la de la obra que se construye desde el presente. Así que se produce una especie de paradoja: ese tiempo virtualizado, el del pasado, podría parecernos más real que el nuestro, el contemporáneo.
En este mismo sentido, también resulta interesante observar que cuando nos acercamos de una manera menos mediada a la música antigua, evitando cualquier resto de cliché heredado de la tradición clásico-romántica –como lo hace la expresiva voz de Raquel Andueza-, se activan ciertas fuerzas que nos hacen vislumbrar un mundo sonoro no transitado, un quiebro al tópico, quizá no tan alejado de las sonoridades de la música de nuestro tiempo. El intérprete de música antigua (sobre todo en el caso de la barroca), si quiere apartarse de esos tópicos y lograr una propuesta independiente y personal, debe eludir los convencionalismos, derribar lo que otros han puesto allí como un valor absoluto y encontrar su voz, su forma de decir (reinterpretar lo escrito, lo ya dicho), a partir de una intención concreta, labrada a partir de los medios de que dispone, del conocimiento adquirido y de la indagación rigurosa. Esta forma necesariamente creativa de abordar la interpretación implica una búsqueda que en ocasiones logra hallazgos sonoros que conectan de manera enigmática con un sonido propio de la música de nuestro tiempo. Y así, el concepto de “música viva” se extiende más allá de la acepción habitual que la refiere a la contemporánea.
Para terminar, aunque este artículo pretendía transitar casi exclusivamente por la idea de combinar pasado y presente en un programa, no podemos dejar de mencionar el bis con el que concluyó el concierto. Sé que me muero es una pieza de Jean-Baptiste Lully que forma parte de la comedia-ballet de Molière Le Bourgeois gentilhomme, que Raquel Andueza y su ensemble extraen del género para aislarla como una gema preciosa, una joya de la canción a la que resulta imposible resistirse. Lo hacen estos espléndidos músicos plenamente conscientes de que están labrando una materia susceptible de ser renovada –y aquí enlazamos con lo que anteriormente decíamos-, interpretando como si estuvieran construyendo una nueva pieza. Con el permiso de Lully, obviamente.
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