Un tiempo sin tiempo
Con la reciente apertura de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos de Norteamérica, me vienen a la memoria algunas experiencias vividas en la isla del Caribe en el año 2006. Fuimos invitados a participar al ahora extinto Festival Internacional de Música Electroacústica Primavera en La Habana junto a otros músicos y compositores llegados desde todas las latitudes del orbe. La mezcla de culturas, lenguas y estéticas musicales no pudo ser más interesante y enriquecedora.
Nuestra intervención tuvo lugar en el auditorio del Museo de Bellas Artes de Cuba, pero estas líneas no van a estar dedicadas a aquel concierto ni tampoco a los ya lejanos contenidos de la undécima edición de un festival que comenzaba a apagarse poco a poco y que ya no volvería a irradiar la luz ni la fuerza de su importante trayectoria artística. No obstante, la ciudad vibraba a todas horas y en innumerables e imprevisibles rincones. Conciertos en salas y hoteles, actuaciones en la calle y en paladares, La Habana era música a cualquier hora del día. La Vieja Trova Habanera —Septeto Habanero— dio la bienvenida en el Museo del Ron a todos los invitados al festival y la gran orquesta NG La Banda, dando candela hasta el amanecer en El Diablo Tun Tun; mientras que las Casas de la Música Miramar y Habana, el Café Parisién del mítico Hotel Nacional, Karachi, Sherezada y un sinfín de clubs no daban tregua mañana, tarde y noche.
Aunque, en realidad, de lo que venía a hablar en este artículo era del tiempo. Es un concepto recurrente en esta sección, soy consciente de ello, pero, con el transcurrir del tiempo, el tiempo se ha convertido en motivo no sólo de estudio y reflexión, sino también de obsesión. Así que este plano de inmanencia vuelve sobre Él.
La primera y más fuerte sensación que tuve al aterrizar en Cuba fue que el tiempo se había detenido hacía muchos años. Que la vida corría aparentemente de manera apacible e imperceptible a los ojos y oídos de quien viene del otro lado del mundo. Ese otro mundo agitado, nervioso, depresivo, que desconoce las profundidades místicas del tiempo. Ese otro mundo que vive compulsivamente la soledad, el aislamiento más demoledor. Ese otro mundo incapaz de imaginar o de reinventar cada día y que persigue con ansiedad las manecillas de los relojes.
El tiempo insular, no obstante, es otra cosa. Siempre ha sido otra cosa, pero en la isla habanera su insularidad es muy particular, porque el tiempo ha sido literalmente secuestrado. El tiempo de todos es vigilado y administrado por todos. Nadie se atreve a gestionar su propio tiempo. Ocurre cuando no existe opción al libre albedrío. Acabas viviendo el tiempo del otro, un tiempo prestado, un tiempo gobernado y manipulado por los demás. El tiempo se encuentra detenido, congelado en un tiempo sin tiempo. Así se vive en Cuba o al menos en La Habana.
Siempre he pensado que el tiempo tiene un potente disolvente entre sus componentes químicos que es el olvido y que, además, magnifica todo aquello que no ha sido olvidado y mixtifica todo lo que no puede ser olvidado. Pero no comprendo ¿cómo actúa un tiempo congelado sobre la memoria y el olvido? ¿Cómo se puede magnificar o mixtificar un tiempo que se resiste a ser tiempo? ¿Cómo hacemos para volver a activar el cronómetro de nuestras vidas cuando el tiempo se nos ha sido arrebatado? ¿Qué podemos hacer con un tiempo que sólo quiere ser espacio? ¿Un espacio inerte, paralizado y congelado? ¿Un espacio, paradójicamente, secuestrado por un tiempo pasado, detenido en las profundidades místicas de un pasado mixtificado?
En La Habana, viví un tiempo travestido de personas y músicas, de calles envejecidas y humedades asfixiantes, de casas maltrechas y coches desvencijados, que no atendían a la llamada del tiempo, porque se cansaron de esperarlo.
Sólo son recuerdos de un tiempo que pasé en La Habana. Un tiempo, tal vez, olvidado o mixtificado.
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