Cómo sanar el trauma o “danzad, danzad o estaréis perdidos”
“Danzad, danzad o estaréis perdidos” con esa frase recordamos todos a la gran bailarina y coreógrafa del teatro Wuppertal, Pina Bausch. Con ella, el concepto de danza se vio forzado a pasar por un nuevo replanteanteamiento; no solo fue una ruptura ante la danza convencional, sino un cambio de paradigma de ciento ochenta grados que la propia coreógrafa decidió autodenominar simplemente stück (“pieza”) ante la disyuntiva de clasificar lo inclasificable, ya que sus creaciones eran algo tan nuevo y orgánico que cualquier tentativa de etiqueta estaba condenada al fracaso.
Probablemente, la pieza más autobiográfica que nos ha llegado de ella ha sido Café Müller, aunque compuesta en un tiempo récord puesto que pretendía rellenar el vacío de programación de lo que se podría denominar un “reto” entre creadores (Hans Pop, Gerhard Bohner y Gigi Calculeanu), Bausch narra y sana el propio trauma que dejó grabado La Segunda Guerra Mundial en su cuerpo, en sus carnes y en su alma. Bausch se sube al escenario para bailar de nuevo, pero esta vez con los ojos cerrados, con la abstracción de una mujer que vuelve a su infancia y que, recursivamente, vuelve al bar de su padre donde fue testigo en primera persona de los desastres bélicos que marcaron a toda una generación: gente solitaria, gente que compartía momentos en familia, alarmas, bombas, las vibraciones de los tanques al pasar, el pánico, el miedo, la imposibilidad de crear contacto, en definitiva: la imposibilidad de ser. Todo esto deja huella en su obra, lo cual se transmite a través de la deconstrucción de todos esos movimientos cotidianos de los que un día fue una observadora silenciosa.
Ahora sabemos que el cuerpo importa y no sólo el cuerpo herido en la camilla que se retuerce del dolor y que nos hace ser conscientes de su existencia; es decir, si durante siglos el cuerpo había permanecido enmudecido bajo el axioma de una filosofía que situaba el concepto de corporeidad como un binarismo de esencia, ahora sabemos que su gestualidad, sus hábitos rutinarios, sus más minuciosos movimientos tienen relevancia y éstos, por supuesto, dependen de lo físico, pero también de lo conceptual y de su contexto socio-cultural. Ya lo dijo Nietszche, no tenemos un cuerpo, somos un cuerpo. Por tanto, el hecho de pensar desde el cuerpo implica una cualidad somática de las propias emociones. Son las propias vivencias y experiencias del sujeto sintiente las que terminan formando los recuerdos que van a moldear de manera subconsciente la conducta y la actuación de la persona y por ello, es el propio cuerpo lo que se convierte en el medio de aprendizaje con el mundo; de esta manera, su semiótica y gestualidad nos permite conocer su historia y es por ello que, a través de la obra de Bausch nos podemos acercar a la propia guerra que la coreógrafa vivió en sus carnes. En este caso los cuerpos de los bailarines se convierten en una herramienta de transmisión que nos hablan del dolor, de la soledad y del propio trauma que quedó arraigado en su ser.
Quizás, subconscientemente esta experiencia traumática de la infancia es lo que le llevó a desarrollar un proceso creativo tan peculiar y único que involucraba a todo el elenco de bailarines, quienes eran elegidos por aquello que habían vivido, por sus memorias de la infancia, de los lugares y las clases sociales a las que pertenecían. Bausch buscaba movimientos a través de preguntas mundanas y reflexiones, movimientos que respodían y que se iban repitiendo a la vez que tejían una sucesión de líneas que decían algo, a través de un lenguaje que alteraba el vocabulario diario de nuestros cuerpos y que por tanto, conseguía escapar del condicionamiento previo al que el bailarín se había expuesto durante su formación, para crear una autopoesis, dónde la forma se decidía por sí misma.
La historia de la humanidad se ha desarrollado a partir de momentos violentos, y es de bien saber que los sistemas totalitarios del siglo XX acrecentaron el término con nuevos métodos de terror que llevaron al cuestionamiento del individuo contra la masa. En Café Müller, la violencia se representa a través del contacto entre dos cuerpos, todo intento de establecer una conexión se ve anulada por un golpe, un tropiezo, o una lucha.
La coreógrafa estaba interesada por la verdad, quería rasgar la piel de sus bailarines, quería destruir las construcciones enmascaradas de la sociedad que daban lugar a la violencia, a la guerra, a las muertes y a todas las emociones que de ahí emanaban, por ello, como Antonin Artaud, Pina encontró una manera de comunicarse en una lengua que iba más allá del discurso hablado, a través del uso de espacios teatrales no convencionales o de movimientos altamente grotescos.
Cuando la obra comienza y vemos a Pina Bausch y a Marlou Airaudo deambulando entre los cuerpos amaderados que Rolf Borzik aparta para que las bailarinas no colisionen, el riesgo de choque es real, no es una representación y es por eso que transmite la terrible sensación de incertidumbre al público, que contempla a dos mujeres bailando como si se tratase de un sueño, rompiendo el presente, moviéndose simultáneamente y otras desincronizadamente. El alejamiento, la incapacidad de intimidar se vuelve una anáfora constante que crea dos mundos paralelos que se entremezclan: uno real, el otro de sueño. Una búsqueda constante que no encuentra su fin.
Por ello, como siempre en las obras de Bausch, la escenografía juega un papel muy importante, se convierte no ya en un simbolismo personificado, sino también en un medio de resistencia para el bailarín. En esta obra en particular, las mesas y sillas que se localizan esparcidas por todos lados en el escenario, adquieren un simbolismo diferente: las mesas sin comida, las sillas vacías no son los objetos que reconocemos diariamente, son algo más: un elemento que se interpone, que lucha contra los cuerpos de las bailarinas, que las soporta, son la diferencia de la que habla Derrida y que permite la constitución histórica de su código, un sustituto para la ausencia humana que personifica el vacío y la imposibilidad de crear contacto. A su vez, el amor y la soledad, aparecería en escena como un símil de herir tanto a uno mismo, como al otro para así encontrar un lugar en el mundo.
Sus obras no son lineales, cuentan miles de comienzos inacabados, de mensajes entre líneas que nacen de una serie de episodios, de acciones en escena que se solapan, que dejan, a menudo, al público con los sentimientos tan revueltos como esas mesas y sillas esparcidas por el suelo. Como Artaud, Pina Bausch crea vida a través de la crueldad, lo que hace que sus obras se vuelvan altamente catárticas, un lugar de autodescubrimiento para todo aquel que sea participe, ya sea de manera activa o inactiva, a través de la universalización de ese trauma a cualquier otra parte y a cualquier otro ser.
De esta manera, tal vez sea posible comprender su mítica frase, ya que a través de la danza Bausch no sólo encontró su medio de comunicación más sincero con el mundo, sino también el único proceso de cicatrización de sus traumas y la apertura de su propia alma ante el mundo.
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