De espacios y saxofones

Si mantenemos cierta exigencia en la mirada crítica y no queremos sencillamente complacer o engañarnos, la realidad es que son contadas las ocasiones en las que podemos reconocer que un concierto nos deja satisfechos. Hablo de “concierto” y no de “obra” o de “obras” porque es en el acto de poner un programa completo frente al público, en su puesta en escena –una situación en la que entran en juego tantos factores, y en la cual, obviamente, debe incluirse la interpretación-, donde parece más complicado que, al finalizar, tengamos la impresión de haber vivido una experiencia específica y cohesionada (esto no quiere decir unívoca), y que al mismo tiempo tenga la capacidad de remover algo en nuestro interior, que es en definitiva lo que al arte se le supone. Sin embargo, haberlas, haylas.

Este concierto (o si se quiere, acción musical o, como otros denominarían, intervención sonora del espacio) fue una realidad el pasado 11 de octubre en el Auditorio Nacional de Música dentro del singular e interesante nuevo ciclo Clásica x Contemporáneos. Bajo el título de “Espacios prohibidos” se articuló un programa que incluyó, junto a otras dos obras a las que nos referiremos también más abajo, el estreno de La bocca, i piedi, il suono de Salvatore Sciarrino en España. Un estreno que llevó a cabo el cuarteto SIGMA Project, al que se sumaron 100 saxofonistas provenientes de distintas escuelas de música y conservatorios de toda España, dirigidos por Armando Merino.

En un momento como el actual, donde se ha hecho definitivamente patente la importancia del cómo presentamos la obra de arte de nuestro tiempo y no únicamente del qué presentamos (algo difícil de separar, de algún modo también aquí hablamos de forma y contenido), articular un concierto en torno a un estreno de importancia, con unas características que aluden al espacio y al movimiento (aspectos indispensables de todo orden escénico), no parece mala idea a priori. Si  además, el qué es una pieza de uno de los compositores esenciales de nuestro tiempo, la obra de Sciarrino que hemos mencionado, escrita para cuatro saxofones solistas y 100 saxofones en movimiento –con las expectativas que genera la puesta en escena de una propuesta así-, y los intérpretes principales son de la calidad del mencionado cuarteto SIGMA Project, nos encontramos ante unas condiciones bastante propicias para el éxito.

Antesala

En el contexto del concierto, programar no es otra cosa que organizar una serie de obras musicales para una situación determinada, es decir, algo de algún modo emparentado con el acto de componer: organizar bloques de contenido elaborado y muy concreto pero cuya entidad deja de ser cerrada para empezar a ser afectados por el contacto con los otros bloques, las obras que estarán próximas en un tiempo previamente acotado. Esta selección y ordenación con la que se estructura un programa, podría parecer algo relativamente sencillo, pero no lo es en absoluto. Teniendo en cuenta la importancia del aspecto espacial de la obra principal del programa y que el Auditorio Nacional de Música es un lugar que se adapta bastante mal a todo aquello que no responda al formato tradicional de concierto (espacial y acústicamente, por no hablar de la total ausencia de cualquier infraestructura escénico-teatral que pudiera ayudar en una puesta en escena no convencional), podemos concluir que la empresa no resultaba sencilla. Sin embargo, SIGMA Project tuvo una visión inteligente del programa, iniciando la propuesta fuera del auditorio, en la plaza pública que da a la entrada de la sala de cámara, con dos obras seleccionadas para cumplir una función introductoria (“antesala” fue el término que aparecía en el programa de mano) sobre lo que después se iba a poder vivir en el interior del recinto, algo de lo que me ocuparé más abajo. Pero comencemos por el principio.

Ablauf, pieza de Magnus Lindberg para saxofón soprano/barítono (originalmente escrita para clarinete/clarinete bajo) y dos bombos sinfónicos se presentaba como una llamada al ritual. Obra de sonoridad potente, cumple a la perfección el rol de convocatoria casi salvaje, planteando una especie de primitivismo sonoro que en este caso ayudó a iniciar el espectáculo de una forma muy directa. Sin solución de continuidad, pudimos escuchar (y ver) Música clandestina, pieza de Pedro Guajardo para 24 saxofones. De escritura muy abierta, la lectura escénico-musical que hizo SIGMA Project planteaba un juego de objetos que se atraen y se repelen, un proceso que comenzaba con el aglomerado de intérpretes formando un todo orgánico, como un cuerpo que respira, cada vez más profundamente; después, una repentina fragmentación los diseminaba por toda la plaza, rodeando y mezclándose con el público, formando grupos y disolviéndose, corriendo y deteniéndose… para finalmente ir reagrupándose poco a poco y volver al punto inicial: de nuevo un cuerpo en respiración, cada vez más lentamente… hasta su extinción. Fin de la antesala, un interesante comienzo.

Interior en movimiento

Al margen de la dificultad interpretativa en la parte solista, La bocca, i piedi, il suono requiere un montaje complejo, no tanto por la numerosa plantilla instrumental requerida (que también) sino porque la obra es exigente en su planteamiento espacial y sonoro, ambos aspectos presentados en estrecha relación. No hablaré aquí sobre la poética compositiva de Sciarrino porque es de sobra conocida, y esta sugestiva pieza no se sale del particular lenguaje del compositor siciliano. Pero sí lo haré sobre cómo se abordó la obra en el contexto escénico.

El espacio que plantea Sciarrino en La bocca, i piedi, il suono es un espacio expectante. El fluir del sonido transforma de alguna manera el espacio (o si se quiere, lo interviene); y es esa mediación provocada por el tránsito la que, poco a poco, va conformando la imagen espacial-sonora en el espectador-oyente. No se puede decir que sea una obra teatral, pero tampoco se podría decir que no lo es. Se mueve en esos límites donde todo intento de clasificación queda enseguida en evidencia, ese terreno donde habitan tantas y tantas valiosas obras.

Como he comentado antes, la sala de cámara del Auditorio Nacional resulta un tanto hostil a todo lo que se salga de lo convencional. Sin embargo, en este caso se dio con una solución ingeniosa que consistía en hacer que los 100 saxofonistas se movieran por los pasillos de toda la sala –tanto los del patio de butacas como los distintos anfiteatros y el fondo, la galería a la altura del órgano-, entrando y saliendo, volviendo a entrar y salir, ocupando los distintos espacios cada vez de una forma diferente. Una imagen que por momentos podía recordar los interiores fantásticos de Piranesi (desde luego, sin su componente tenebroso), o quizá mejor, al que seguramente fue uno de sus admiradores contemporáneos, M. C. Escher. En definitiva, un montaje que, sin traicionar un ápice la intención de la obra, se adaptó perfectamente al espacio donde se desarrollaba. Obviamente, hay cuestiones insalvables, como la propia acústica de la sala, pensada para una emisión frontal desde el escenario y que en su expansión por el espacio produce una envoltura que no favorece el relieve, la percepción del movimiento del sonido cuando las fuentes emanan de lugares diferentes. Sin embargo, una bien medida planificación –insisto, nada sencilla de trazar- hizo que el resultado fuera magnífico, que el discurso poético envolvente de la obra lograse cautivar a un público que dio buena muestra de su satisfacción en el saludo final.

Así que, volviendo a la idea inicial, la dificultad de conformar un buen programa se podría resumir en lograr una propuesta diferenciada de las demás a partir de una combinación de obras dispuestas con sentido y una intención concreta, que además tenga la virtud de producir la agitación necesaria para no salir indiferentes. Y aquí había propuesta.

 

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