El oro del Rin, la obra sucede en el foso

Llega al Teatro Real una producción de El oro del Rin de Richard Wagner que ya tiene diez años. Una puesta en escena de Robert Carsen que tiene éxito allá donde se muestra. Montaje que incluye un mensaje ecologista pues este oro se esconde en un Rin lleno de residuos, de desperdicios, que la prisa del hombre moderno deposita en cualquier lado. Idea que le permite crear una potente imagen para la obertura.

Pero a medida que la obra pasa uno se da cuenta que va perdiendo el interés por lo que sucede en escena. Curioso porque la actualización y contemporización es de libro, para estudiar en las escuelas de arte dramático y en los conservatorios. Los enanos los representan cantantes y actores que se arrastran por el suelo o van de rodillas. Para los gigantes se han buscado actores y cantantes grandes, muy grandes. El lugar en el que se construye el Vallhalla, como toda construcción que se precie, está rodeado de bloques de hormigón y palés para usar y un mobiliario embalado dispuesto para amueblar la fortaleza, el castillo, en el momento que sea entregado. A todo esto, se añade que los cantantes están bien o muy bien. Y que si falla algo es algún que otro movimiento en escena, a penas apreciable.

Si está todo bien ¿por qué no funciona? Esa es la pregunta que surge no solo en el crítico, sino también en el público corriente y moliente. Un público que no se la hace de esta manera. Sino que la describe como agradable, con un “no está mal”, con algún pero por allí y por allá. Aunque en general, no le disgusta.

Así va pasando la obra hasta que uno se da cuenta que su cuerpo y su alma, sin quererlo y sin beberlo, se va colocando en el foso. Y aunque quiere ver lo que pasa en escena. La historia, el famoso plot de las películas americanas, no puede por menos de sentirse atraído y meterse en el foso. No solo porque Pablo Heras Casado siempre es un espectáculo dirigiendo, al que se le ve cantar y moverse con la energía de los bailarines.

La explicación parece compleja, sin embargo es fácil. Lo que se ve en escena es simplemente una ilustración, afortunada, es cierto, de la historia. Pura anécdota, como casi toda la ficción actual que llena la televisión, las novelas (sobre todo si son best sellers, incluso best sellers literarios), el cine y el teatro (más si se habla de teatro musical). El teatro de verdad es sugerencia. Es alguien que dice algo o canta algo sobre un cuadrilátero iluminado y lo hace real ante el espectador. Esa es la potencia de todo teatro.

Mientras, Robert Carsen simplemente dice el libreto con su propuesta, Pablo Heras Casado y la orquesta hacen que la obra suceda. Es decir, que el primero relata la anécdota de la búsqueda de un hipnótico anillo que da el poder a quien lo tiene a la vez que le quita la posibilidad de amar (¿o es de hacer el amor? ¿hace impotente al que posee el anillo?), sin que nada les suceda realmente a los personajes. Algo que se nota en la forma en la que los interpretes ocupan el escenario, es decir, interpretan, poniendo sus voces y no estando presentes, exceptuando a Ronnita Miller y su diosa Erda que a pesar de su corto papel, su casi incidental escena en las dos horas y media sin descanso que dura el espectáculo, se lleva uno de los mayores aplausos del público.

En el foso ocurre todo lo contrario, los músicos y su director están presentes y se nota. Por eso la atención del espectador se mueve al foso, a penas salta a un escenario que no le entusiasma, ni si quiera le molesta, tampoco les lleva a pensar(se) en lo que son, en lo que hacen, en como viven su poder (de amar) y su impotencia (amatoria). Eso no ocurre con el Wagner que se oye en el teatro, ese Wagner hace todo lo contrario.

 

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