Gloriana, una ópera que suena a musical

(c) Javier del Real
Las expectativas con Gloriana de Britten que se representan en el Teatro Real eran altas. Los motivos eran varios. El primero que parecía que el teatro le tenía cogido el aire después de la magnífica Billy Budd del año pasado, con la que dicho teatro acaba de conseguir el prestigioso International Opera Awards 2018 a la mejor producción. El segundo por el equipo artístico con Ivor Bolton en la dirección de la orquesta, David McVicar en la dirección de escena y Anna Caterina Antonacci en el papel protagonista. Y el tercero que coincidía con la celebración del World Opera Forum, la primera reunión mundial de teatros y profesionales de ópera, que también se celebraba en el Real y cuyos congresistas estaban invitados a la representación de esta ópera.
Sin embargo la producción decepciona. Hace aguas por muchos lados. Para empezar la música suena más a musical que a ópera, al menos en la lectura que hace Ivor Bolton de la partitura. Continuando con una dirección de escena rutinaria, más ilustrativa de la historia que de contarla. Construyendo imágenes antes que sentimientos. No ayuda que las capacidades actorales de los cantantes principales dejan bastante que desear, a no ser que se entienda por actuar trabajar desde la emoción y no desde el sentimiento. Y, por último, por esa escenografía de esfera armilar, que se mueve para arriba o para abajo, que gira a un lado y a otro. Algo que suele pasar cuando no se sabe qué le pasa a los personajes en esa historia, desde donde cantan, cuál es el punto de vista y cuál es el arco dramático de la misma.
Bien, hay que ser consciente de que hay un público para los que muchas de las cosas que se dicen en el párrafo anterior no tienen esa connotación negativa. Los hay que piensan que lo que ocurre en el escenario solo ocurre para ilustrar la música. Tal vez, la culpa la tenga la educación musical recibida. Esa que se ha basado en la escucha de CD en vez de ver y oír las óperas en un teatro. Las óperas se escriben y se escribieron para ser representadas, es decir, para ser montadas en escena. Y cuentan algo por abstracto que sea.
De hecho, según comentaban los profesionales en el World Opera Forum de la semana pasada, el problema que tienen para que se compongan nuevas óperas contemporáneas y llevarlas a escena es porque faltan buenos libretistas. Dramaturgos que sepan contar historias de hoy como esos guionistas que están renovando las series de televisión y, además, sepan escribir para que esas historias se monten con los recursos que hay hoy y para que se canten para una sensibilidad de hoy.
En cualquier caso, esta historia de una reina, Isabel I, que prefiere reinar a amar o a dejarse llevar por sus deseos, se ve y se escucha como mera anécdota. Resulta un marco incomparable para sacar vestidos y bailes bonitos. Y en ese pasar modelos se pierde el sentimiento y el sentido dramático de la obra. Nada sucede en escena, excepto agitación y movimiento. En el aire queda el porqué la todopoderosa reina, que canta algo así como que ella dice y se la obedece, no ejerce su derecho de pernada con el Conde de Essex, su conocido objeto del deseo, sino que lo mata. Ese es el misterio que esta producción debería haber construido, el misterio de la vida incongruente de los reyes y las reinas, de los soberanos, que, hay que recordarlo ahora, son los pueblos, el común, cualquiera, usted mismo, querido lector.
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