La música contemporánea (III)

El arte contemporáneo continúa instalado en su encrucijada finisecular, caracterizada por la pluralidad estética y por innumerables vértices artísticos. En su imprescindible ensayo Historia, progreso y arte contemporáneo, ya citado en el anterior artículo, el profesor Vicente Jarque nos recuerda que el arte “habrá de seguir jugándose su destino en el marco de ese conflicto”, que no es otro que el litigio entre la conquista “irrevocable” de su autonomía, fruto de la modernidad, y la soberanía del artista, consecuencia directa de las vanguardias y posvanguardias.

En realidad, estamos hablando de un choque de trenes entre el arte auténtico, puro, único e irreproductible, fruto de la larga tradición cultural burguesa, y el arte emancipado, que sólo atiende a nuevos conceptos;

un choque entre la inamovible ortodoxia y las veleidades heterodoxas;

entre el apego a la disciplina y la interdisciplinariedad;

entre los límites de la forma y el desbordamiento rizomático;

entre la cotidianeidad artística y el arte de lo cotidiano;

entre el objeto y el sujeto;

entre los materiales y la técnica;

en fin, una colisión entre un arte atrapado en su propia historia, tradición y leyes y un arte posthistórico, postmoderno, y sometido al imparable avance tecnológico, a la globalización, a la uniformización y, por qué no, también a la banalización, impuesta por una insaciable industria cultural y del entretenimiento que todo lo deglute sin pestañear, sin cuestionarse el sentido ni el origen de su alimento.

Llevamos décadas buscando y necesitados de una nueva clasificación del arte, de una calificación, gradación, clarificación, taxonomía y reconceptualización del arte de los sonidos, de la música, en definitiva. Si no somos capaces de definir las cosas que somos y hacemos en un comentario de facebook, mal andamos, me trasladó hace unos días un colega precisamente a través de esta popular red social. No sé si darle la razón por lo frívolo del planteamiento, pero bien es verdad que si no somos capaces de explicar en unos pocos caracteres lo que somos y hacemos es que no lo tenemos nada claro y estamos intentando engañarnos o confundir a los demás, y, por supuesto, no podríamos explicarlo ni aun disponiendo de un centenar de folios en blanco.

Desde finales del pasado siglo, el mundo del arte, cada día más huérfano de crítica y de reflexión en los medios de comunicación, ha ido profundizando en el temor a llamar las cosas por su nombre. Y todo sería mucho más sencillo si echáramos mano de vez en cuando del famoso test del pato atribuido al poeta norteamericano James Whitcomb Riley: “Si parece un pato, nada como un pato y grazna como un pato, entonces probablemente sea un pato”.

Apliquemos el test a una situación habitual en el ámbito del arte de los sonidos, música, creación sonora, composición musical… Entramos en una sala donde va a tener lugar un concierto, sale una persona, camina hacia una mesa, se sienta frente a un ordenador y una serie de dispositivos electrónicos, comienza a manipularlos y a lanzar sonidos por el sistema de amplificación instalado en la sala. ¿Qué es? ¿Qué hace? ¿Se trata de un músico electrónico, un compositor electroacústico, un artista sonoro, un técnico informático, un intérprete…?

Alguien podría preguntar, pero ¿qué tipo de sonidos está manipulando y difundiendo? Pues, sonidos pregrabados y manipulados en tiempo real, sonidos sintetizados, sonidos generados por él mismo, sonidos prestados y/o encontrados, que, posteriormente, han sido manipulados, filtrados y dispuestos de una determinada manera, etc. Esta persona parece un músico electrónico, un compositor electroacústico o un “organizador sonoro”, anda con electrónicas e informáticas y grazna como un músico electrónico, un compositor electroacústico o un “organizador de sonidos” electroacústicos. Probablemente sea un músico electrónico, un compositor electroacústico o un “organizador de sonidos” electroacústicos, y, tal vez, lo que hace pueda ser considerado arte o simplemente una mera repetición, copia, calco o sucedáneo de otras músicas, composiciones u “organizaciones de sonidos” electroacústicos concebidas anteriormente por otros músicos electrónicos compositores u “organizadores de sonidos” electroacústicos…

Existe la tendencia a inventar y crear nuevos conceptos para referirse a cosas que ya tienen un nombre. ¿Es apropiacionismo, oportunismo o simplemente ocurrencia? El arte sonoro, en su búsqueda de una entidad que le sea propia, revisa su breve historia, propone construir una historiografía a su medida y pretende relegar, reducir y tildar erróneamente a la música de lenguaje. Más lejos de la realidad: la música no es un lenguaje. Lachenmann se considera un constructor de sonidos y para él componer es “una aventura que te lleva a descubrir nuevos paisajes sonoros con sus propias leyes”. Me parece una interesante definición. Años antes, Cage se consideró un organizador de sonidos. Hablemos, pues, de técnicas y materiales, de objetos y texturas, de colores y de ruidos, de ideas y procesos…

El profesor Miguel Molina se aventura a afirmar que, aunque “el arte sonoro haya surgido en el contexto de las artes visuales, y se desarrolle en los espacios destinados a él, no entraría en contradicción que, en un futuro, sea asimilado también el arte sonoro como una categoría o subgénero dentro de la música, en la medida que pueda entenderse como nuevas formas musicales de “poner” y “componer” los sonidos, así como de interrelación de la imagen y el sonido, de la misma manera que lo fueron también el ballet y la ópera, como sincretismo de distintos lenguajes a través de la música”.

No debemos olvidar que la música existió antes de la notación y sigue existiendo después de ella; que, desde tiempos inmemoriales, los músicos han trabajado codo con codo junto a dramaturgos, arquitectos, escenógrafos, bailarines, artistas plásticos (ahora, visuales), poetas, escritores… Que la música y el cine y demás manifestaciones audiovisuales siempre han ido de la mano.

Tal vez, no estemos tan necesitados de inventar nuevas definiciones para aquello que hacemos y somos. Seguramente, lo que hacemos sea música y que basta con que echemos una mirada larga sobre la historia del arte, en general, y de la música, en particular, para comprobar que disponemos de un generoso repertorio de muchas y muy acertadas definiciones del arte de los sonidos y de quienes hacen música atendiendo a alguno de los numerosos géneros, subgéneros o estilos.

Volviendo a Jarque, “hoy el arte y el discurso sobre el arte se entremezclan a veces inextricablemente, y no sólo se acompañan en uno al otro. La obra de arte se ha convertido, apoyándose en Harold Rosenberg, en una especie de centauro, mitad materiales artísticos, mitad palabras, en donde al discurso se le atribuye una suerte de poder taumatúrgico capaz de transfigurar un objeto cualquiera en obra de arte. Todas esas cosas son ciertas, pero se nos ofrecen todas de golpe y sin orden alguno, de modo que el resultado, más allá del improductivo ensimismamiento, no puede ser más que la incertidumbre”. Historiadores, filósofos y críticos de arte tienen la responsabilidad, exige el profesor de la Facultad de BB AA de Valencia, de “asumir también sus límites y reconocer que su tarea es interpretar críticamente, dialogar con el presente y con la tradición, desde el presente y desde el pasado, aferrando provisoriamente jirones de experiencia y haciendo memoria entretanto”. George Kubler sugiere que “en lugar de mirar el pasado como un anexo microscópico de un futuro de magnitud astronómica, tendríamos que considerar el futuro como un espacio limitado para cambios, y éstos, de tipos de los que el pasado poseía la clave”.

 

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