Las músicas y el III milenio
Una serena reflexión sobre la creación musical llevada a cabo hacia el final de la pasada centuria me condujo inevitablemente a la recopilación de abundante documentación y a ciertas conclusiones. El vertiginoso devenir de “ismos” y vanguardias durante el siglo XX, la independencia que disfrutaron artistas y creadores, el apabullante avance tecnológico y su aplicación a la creación artística y a los flujos de información y la definitiva consolidación de un generoso y amplio mercado del arte para su consumo masivo e inmediato, así como el apoyo de lo público hacia todo tipo de manifestaciones artísticas y su difusión generaron una situación de universalización, de globalización y también de banalización del hecho creativo nunca antes conocida.
Lejos quedan ya las primeras fusiones musicales realizadas por muchos compositores durante el primer tercio del siglo pasado, subyugados todos ellos por el jazz, las músicas venidas desde el Lejano Oriente y el retorno a las arcaicas sonoridades medievales. Deslucidos suenan los rígidos formalismos atonales y dodecafónicos de la primera mitad del siglo XX y sus alargadas y severas sombras serializadas tras la segunda guerra mundial. Mustios y monótonos reverberan ahora los minimalismos, los neotonalismos y los juegos de azar.
Se puede hablar de mixturas, de mestizajes, del tan traído y llevado “todo vale”, de las manifestaciones pluri-inter-multi-disciplinares, pero lo que parece estar claro es que las etiquetas ya no sirven para guiarse entre las cada vez más raquíticas estanterías de discos de las ensordecedoras galerías comerciales ni en el laberíntico enjambre de netlabels.
Hace más de una década, me atreví a escribir que, dentro de veinte años, qué duda nos cabrá de que el anterior siglo musical estuvo visiblemente balizado por las músicas afroamericanas y sus más diversos y numerosos derivados, así como por todas las músicas populares del planeta; también por la música escrita para el cine, es decir, por la música incidental compuesta para centenares de miles de películas, y, cómo no, por las músicas de cualquier procedencia estética cuyo principal objetivo hubiera sido la experimentación, la innovación, la búsqueda de nuevos lenguajes, nuevas formas, nuevos sonidos y nuevos discursos sonoros, mediatizados muchos ellos por los nuevos hallazgos informáticos y tecnológicos y los nuevos instrumentos musicales.
De regreso al futuro (aunque desde Paul Valéry hemos comprobado que ya no es lo que era), el comienzo del nuevo milenio musical ha devenido en un proceso creativo caracterizado por su inmediatez, de flujo continuo y obsolescencia planificada, de efímeras y virtuales presencias, de conocidos y recurrentes sincretismos, de eclecticismos sin demasiada substancia y de aciagas ocurrencias. La praxis musical parece haber quebrado definitivamente todas las barreras éticas y fronteras estéticas existentes y se ha revelado como el “arte de jamás”, sujeto a las sucesivas implementaciones informáticas y a la imparable invención de instrumentos. El arte de los sonidos se ha vuelto más rizomático y participativo, holográfico y complejo, pero también más urgente, anodino e inconsistente.
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