Quedarse sin palabras

(c) Javier del Real

¿Cómo se hace para que una ópera que “hay que oír” se convierta en una ópera que “se quiere oír”? Cualquiera que quiera saberlo solo tiene que acercarse al Teatro Real de Madrid a ver y oír Moses und Aron de Arnold Schönberg en esa delicada producción que ha montado Romeo Castellucci y que suena a música bajo la dirección de Lothar Koenigs.

Ópera asumida ya como un hito cultural que se sigue considerando música contemporánea. De la que se habla más que se la escucha. Por lo que los melómanos y aficionados a la ópera se obligan a oírla (y no todos). Una especie de rito de paso. Como si tuvieran que tener esta ópera en su background operístico para poder formar parte de la famiglia.

Las circunstancias anteriores hacen que se asista a su representación con una solemnidad que impide un acercamiento espontáneo al disfrute de una música que exige ingenuidad. Aunque la mayor parte de la gente piense lo contrario y llene y rellene con un aparato teórico, o con una conferencia, lo que muchas veces se le escapa por no ser un espectador inocente.

Algo que ha entendido muy bien Catellucci. Exigiendo la concentración de los sentidos en lo que sucede en escena antes que en la música de un Schönberg con mayúsculas. Planteando imágenes que mueven la curiosidad del espectador porque son imágenes incapaces de serlo. O lo son livianamente. Distrayendo esa consciencia controladora, que tan mal se desenvuelve en el mundo difuso de la biología, para que el cuerpo se encuentre con la música y la palabra sin sojuzgarlas. Para que el cuerpo imagine y, parafraseando a la escritora Belén Gopegui, haga. Haga música.

Y es que somos un pueblo sometido, como el pueblo esclavo de esta ópera, a las imágenes. Ellos a las imágenes de los dioses egipcios. Unos dioses que a los que ocupaban los sucios arrabales se les presentaban policromados en grandes columnas y templos. Imágenes imponentes porque se les imponían. Como ahora se nos impone el ruido y la furia de un cine y una televisión comerciales y de consumo en el que las explosiones, la velocidad y, de nuevo, el ruido impiden imaginar, crear imágenes, nuestras propias imágenes. Colores saturados y chillones, que con su ruido, ruido de color, impiden el matiz sutil, la diferencia, el silencio al fin y al cabo.

Silencio necesario para escuchar a Dios. Un Dios que no responde a las preguntas que nos sacuden en silencio, que nos lanzan las cosas y los seres como si no hubiera un mañana. Y que nos empujan a pensar. A crear un pensamiento propio, único y original. Como le ocurre al Moisés de esta obra. Pensamiento condenado a banalizarse cuando se transforma en lenguaje. En algo comunicable. Más, cuando se tiene que comunicar a las masas. Ávidas de un ruido que la costumbre ha convertido en música. Una música que se impone y autoimpone una masa. Ruido imaginario, de imágenes. A la que el silencio y su propia individualidad asusta. Que necesita al mediador de Aaron para que transforme esta inquietud silenciosa en palabras para las masas. Aaron el sucio, el que se ensucia, el que ensucia el pensamiento de Moisés.

Una imposibilidad de la palabra que Hofmannsthal, hijo de su generación gran libretista operístico, ya expresó en La Carta de Lord Chandos haciéndose eco de la inquietud de la intelectualidad de su época. Mientras, como ya se ha dicho, las cosas nos hablan. Nos lanzan palabras. Una tras otra. Generan sus campos semánticos. Sus relaciones por una simple proximidad azarosa. Y nosotros le buscamos a ese azar un sentido. Una probabilidad. Un mundo de luz y color. Pura maravilla ilustrada. El brillo de un becerro de oro, el imponente becerro que Castellucci sube a escena y que la prensa ha querido convertir en un escándalo azuzando a los animalistas españoles, diciéndoles que se tenían que comportar como sus ruidosos compañeros en Francia, sin apenas conseguirlo.

Tal vez sea esta la clave de la música de Schönberg. Que sea una música del silencio. Una música que reclame silencio. Un silencio en el que cada uno se oye a sí mismo. Su propio patrón musical. Su individualidad en soledad. Y comprueba por si mismo lo difícil que es convertirse en pensamiento propio. En decidir lo que está bien y lo que está mal. Y en poder producir una palabra. Una sola palabra que cantar. Mientras todo le habla. Le habla la música de Schönberg. Le hablan las palabras que ha puesto en el libreto y que proceden de la Biblia, de la palabra de Dios. Le hablan las imágenes que ha creado Castellucci. Y no es capaz de producir apenas nada, si acaso, y después de mucho esfuerzo, un pensamiento, en ese mundo probabilístico en el que todo le habla. Un pensamiento que muy pocas personas en el mundo son capaces de acabar. Ni siquiera el propio Schönberg fue capaz de acabar algunas de sus obras. Ni si quiera esta ópera. Y ese final inacabado, por falta de palabras, es el principio de todo.

 

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