Música y mal, misterios hechos de carne y huesos

Música y mal, el ensayo escénico y musical de la dramaturga Lola Blasco y el pianista Alexis Delgado que se puede ver en el ambigú de El Pavón Teatro Kamikaze, es una de esas pequeñas joyas que brillan entre la ganga de teatro musical que se puede encontrar en Madrid. Lo es por diversos motivos. Posiblemente el más interesante de todos sea su acertada ambigüedad. Una ambigüedad concreta que trata de buscar una respuesta a la pregunta ¿cómo puedo amar, disfrutar y ponerme cachonda con la música creada por la mente de compositores con una mente tan perversa? ¿Cómo me pueden hablar del amor y de la vida a través de sus composiciones con ese grado de conocimiento a pesar de que justificaron lo abominable e incluso lo ejercieron?

Muchos pensaran que son dos preguntas de salón, de las que se hacen los sufridos sufridores del spleen baudeleriano, para animar en algo sus aburridas vidas una oscura tarde de invierno o una larga y calurosa noche de verano. Sin embargo, no deja de ser una pregunta profundamente humana porque si soy capaz de entender a esa otra mente, si soy capaz de resonar (musicalmente) con ella, ¿es que mi forma de pensar tiene la misma estructura? ¿Es posible que yo también sea capaz de justificar y cometer los mismos delitos contra los míos, los seres humanos, no reconociéndolos como de mi raza, mi condición, mi ser? Y, cuando esas mentes, pertenecen a seres humanos que son capaces de reconocer lo sagrado que hay en otros seres humanos ¿yo también soy capaz de reconocer ese sagrado que hay en los otros incluso el que hay en los que hacen el mal?

Hablamos de mentes y compositores musicales que son palabras y músicas mayores como: Wagner, su Tristán e Isolda y su ensayo El judaísmo en la música (en el que recoge lo que le molestaban las voces judías); Bach, su triste y pobre vida y sus Variaciones Goldberg; Debussy y su Claro de Luna; Richard Strauss y su Caprice (escrito los últimos años del nazismo, cuando se dio cuenta que el nazismo se aplicaba a todos, incluida su suegra, judía, y a sus nietos, medio judíos); Gesualdo (que asesinó por celos a su mujer y a su hijo) y su Moro Lasso; Anton Webern y muchos otros.

Porque aunque es un espectáculo de una hora, da para mucho. Sobre todo da para pensar a través de la música y la palabra (palabra que no solo traen los músicos, sino que también llega de la mano de Nietzsche o de Stefan Zwieg). Reflexionar juntos de una forma poética, una forma dramática. Pues Lola Blasco se empeña en que el espectáculo sea música, palabra y acción, es decir, interpretación en escena. Una acción de gestos sencillos como ese dar la mano al espectador, que ella entiende como saludarse mientras se mira francamente a los ojos, algo que se hace entre dos, con el otro.

Por eso nada se deja al azar, aunque lo parezca. Como esa mesa profesoral y académica que preside el escenario sobre una alfombra clásica de aspecto regio. Un posible despacho de rector o profesor universitario decimonónico que ha caducado. Lugar necesitado de aire fresco, necesitado de la cálida luz del sol como las atufadas salas de concierto y los grandes cosos operísticos que representan una cultura, la cultura del traje y el visón. Todo ello acompañado de un piano de salón, de casa señorial. Y al lado la simple pizarra en la que se irán marcando las etapas del viaje musical y literario del espectáculo  a la vez que se dibuja un collage que pone paisaje a lo que se escucha en escena. Un paisaje que ejemplifica una cadena de transmisión (musical) que va desde Luis II de Baviera, el rey músico, a Anton Webern. Un conjunto de notas masónicas a partir de las que varios de los grandes escribieron.

Un espectáculo que recuerda que esos compositores y todos aquellos personajes históricos que se movieron alrededor de la música son de carne y hueso y no los santos en hornacinas en los que las vidas de artistas (y los estudios profesorales) les han convertido. Por eso, se agradece esa foto explícita de Alma Mahler follando con Kokoschka que se pone en el collage de la pizarra poco antes de que Lola cante Sonata Erótica de Erwin Schullhoff, que no es otra cosa que una composición para voz que canta un orgasmo. Composición que produce un momento realmente divertido, y no es el único momento divertido de la propuesta, pues no le falta humor ni sensibilidad. Ya que sobrevuela sobre todo él la idea de ser ligero, volar o navegar suavemente a los ojos y oídos del espectador como lo hace la música que se utiliza en escena.

Al final, la conclusión es que los (grandes) músicos, los (grandes) compositores son eso, gentes de carne y hueso. Personas que andaban y andan sobre la faz de la tierra. Sometidos a los vaivenes de este mundo. En el que se posicionan políticamente y, también, afectuosamente entre la heroicidad y la ingenuidad. Vidas pendientes de un metrónomo que les marcaba el paso del tiempo, de los tiempos musicales y de su época. Capaces de hacernos sentir lo mejor en nosotros mismos ¿cómo lo consiguen cuando la vida nos les acompañó? ¿Cuándo su posicionamiento ante los acontecimientos del mundo fue tan equivocado? ¿Cómo pudieron sobrevivir a la infamia o la desgracia que les rodeaba? ¿Cómo fueron capaces de crear incluso cuándo lo más básico para la supervivencia les faltaba? ¿Cómo somos incapaces de ver todo eso en sus composiciones? ¿Cómo son ellos capaces de hacer que nos abandonemos, que nos dejemos llevar? Es un misterio. O tal vez no. Tal vez sea ese simple acción que hace Lola Blaso cuando Alexis Delgado toca al piano Tristán e Isolda al principio y ella mete la cabeza la caja del piano, como si fuera una composición contemporánea, y va y grita: “¡Amor!”

 

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