Cien años de nueva música (I)

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La primera vez que los músicos se reúnen oficialmente para crear un círculo privado, ajeno a las opiniones de crítica y público poco interesados en la modernidad, es en Viena a finales de 1918. Tras el escándalo que provocara el estreno de los Altenberg Lieder en 1912 y el posterior protagonizado por Stravinsky en París con Le sacre du Printemps, el grupo de Schönberg, ya terminada la Gran Guerra, era consciente de que la única salida a las obras de nueva creación pasaba por apartarse de los aficionados y críticos aferrados a la tradición y fundar una Asociación de Ejecuciones (o Interpretaciones) Musicales Privadas (la “Verein für musikalische Privatauffürungen”) con la que se pudiera formar una “élite dentro del público melómano”. En la asamblea general del 12 de Diciembre de 1918, Schönberg asume que la asociación es “un evento europeo único (…) nosotros pretendemos educar a un público que poseerá un conocimiento de la música moderna como no ha poseído ningún público antes en el mundo”. El consejo de administración lo integran 18 músicos, entre los cuales figuran Webern, Berg, Steuermann, Max Deutsch y el musicólogo Roland Tenschert. El 29 de Diciembre de 1918 tendrá lugar el primer concierto de la Asociación, cuyo primer objetivo era realizar el número suficiente de ensayos de las obras a interpretar para poder así ofrecer con claridad y comprensibilidad a los oyentes el repertorio moderno. Este carácter elitista sólo encontrará una réplica en todo el siglo XX, el Domaine Musical creado por Pierre Boulez en 1954. El concierto inaugural de la Verein vienesa contemplaba obras de Scriabin, Debussy y Mahler (la transcripción al piano de su Séptima Sinfonía). Las obras que más veces se tocaron a lo largo de los 113 conciertos que acogió la Asociación fueron la Sonata opus 1 de Berg, los Nocturnos de Debussy, los Frühe Lieder de Mahler y el Pierrot Lunaire.

El 29 de Diciembre de 1918, por tanto, pasa a ser una fecha fundacional, pues ahí, y no en otro sitio, se puede decir que nace la Nueva Música; es el momento en el que se tiene conciencia de que una nueva sonoridad se pone en marcha y va a desarrollarse y expandirse en los siguientes decenios. Han transcurrido cien años de aquel evento. La huella de la música que se pergeñó en la Viena del decenio 1910-1920 llega hasta hoy; sus consecuencias son numerosas, pero una duda nos asalta: ¿No fue en realidad aquella Asociación de Interpretaciones Musicales Privadas un adelanto de las fracturas que se han sucedido desde entonces entre el compositor y el público? ¿Fueron premonitorias de este estado de cosas? El primer paso no puede ser más desalentador: la Sociedad se disuelve en 1922, Schönberg se terminará exiliando a América con la llegada de los nazis al poder en Alemania; Berg y Webern mueren de forma desgraciada y, mientras eso sucede, la música que genera el favor del público es la que hoy llamamos Neoclásica. Stravinsky ha tomado en los años veinte las riendas del gusto popular y, aunque se han estrenado algunas obras para orquesta de la Escuela de Viena (uno de ellos, el del Concierto para violín de Berg en Barcelona en 1935, es particularmente célebre), la tendencia pasa por revisitar las formas del pasado, a veces en forma de pastiche o con elementos tomados de los nuevos géneros, como el jazz. Los músicos americanos o los exiliados son los que presentan las obras de tono más flexible: Copland, Gershwin, Eisler, Weill…

La llegada de la Segunda Guerra Mundial  va a suponer un vacío en la composición, un vacío del que se va a salir con un espíritu diferente, renovado. Los títulos de algunas de las composiciones de esos años de oscuridad son explícitos: Canti di prigionia, Cuarteto para el Fin del Tiempo, Coro di Morti… Los ecos de la barbarie llegan hasta finales de la década de los cuarenta: Il prigioniero, Un superviviente de Varsovia, Noche oscura… En 1948, se mueven los músicos en direcciones en principio opuestas, pero que a la larga van a converger. Habrá que esperar bastantes años para que los experimentos de ese momento cristalicen: en París, Schaeffer da el pistoletazo de salida a la Musique Concrète, en Méjico, Nancarrow comienza a tirar del hilo de sus Estudios para pianola; en Nueva York, Cage inventa el piano preparado para dar un tono percusivo al instrumento con el que acompaña al bailarín Cunningham; en Roma, Scelsi da los primeros pasos en pos de un estilo que se llamará “sonido único”; en América nace el long play, el disco de vinilo de larga duración gracias al cual se podrán escuchar las piezas extensas del repertorio, la cinta magnetofónica jugará un papel primordial en las búsquedas por parte de Schaeffer… y en una ciudad alemana devastada por la reciente guerra nacen los cursos de Nueva Música. Es en efecto en Darmstadt donde el término Nueva Música aparece como oficial para designar las obras de nuevo cuño. Pero la apuesta allí por lo nuevo es, en realidad, un acto de sabotaje, una pequeña rebelión, toda vez que la determinación de realizar unos cursos de música contemporánea, en pleno corazón de una Alemania en ruinas, proviene de la iniciativa de una de las fuerzas de ocupación, la representada por el ejército americano, que destinó en aquel momento una gran cantidad de dinero para el restablecimiento inmediato de la vida cultural en Alemania, especie de Plan Marshall. Se da la paradoja de que esa iniciativa partía, en un primer momento, como plataforma para dar a conocer en concierto la música compuesta en América en los años precedentes. Los músicos que acudieron a los cursos desaprobaron aquellas iniciativas y se decidieron por crear desde cero. Las consecuencias de esos encuentros de Nueva Música en Darmstadt serán múltiples. De un lado, el mundo musical va a enriquecerse desde todos los ángulos, pero el formato instrumental va a seguir siendo prácticamente el mismo que el que instauraran los músicos en torno a Schönberg, es decir, las obras se escriben para solistas o pequeños grupos, los que están en ese momento más cerca de los compositores, con lo que se lleva a cabo una tarea conjunta de creación e interpretación.

Como ocurriera en la época de Schönberg, el público mayoritario vuelve a estar alejado del músico, que se instala en su taller y experimenta con los nuevos sonidos. Las obras que se tocan en primicia en aquellos cursos de verano, y de las que pronto habrá réplicas en otras ciudades de Europa, no se tocarán en los auditorios convencionales hasta pasado algún tiempo (y no todas las obras), lo que quiere decir que se fragua, en esos años cincuenta y sesenta, un ambiente de hermetismo en torno a la obra de nueva creación que va a persistir hasta nuestros días. En el momento en que empiezan a estrenarse las obras del nuevo estilo y los teóricos comienzan a escribir análisis sobre una música que explora en nuevos territorios, los oyentes siguen instalados en la escucha de la música inmediatamente anterior y, cada vez más, en la recuperación del legado clásico. Una de las razones de esta situación reside, efectivamente, en el rechazo que produce en el público mayoritario el formato de la mayor parte de las obras de nuevo cuño. Simplemente, en los auditorios, montados para escuchar a las grandes formaciones orquestales, no tiene cabida la pieza de nueva creación, compuesta para una plantilla de 5, 10 o 15 músicos tan solo. Se la ignora. Sin embargo, en la propia Alemania brotaron a lo largo de los años sesenta y setenta las formaciones orquestales que asumían la interpretación continuada de la obra de vanguardia. El término “vanguardia” aparece en ese momento como sinónimo de música que lleva dentro el sello de la experimentación y de lo distinto. Las emisoras de radio contribuyeron al afianzamiento de esta nueva cultura, contribuyendo a la difusión de la Nueva Música por medio de la grabación de los conciertos y en la creación de laboratorios de electrónica musical que servirán para la experimentación con la materia sonora. En poco tiempo, esta actitud de defensa de la Nueva Música se extiende a otras emisoras estatales de Europa. Estocolmo, Milán, France Musique en París, donde había nacido la Música Concreta en 1948 de la mano de Pierre Schaeffer… No al principio, sino ya en los años setenta, la obra de nueva creación se puede escuchar en disco en grabaciones editadas por los más importantes sellos (Philips, Deutsche Grammophon, Decca…), pero también en las pequeñas firmas que surgen en Europa y en América. De pronto, la llamada Avant-Garde se impondrá como una tendencia respetable. A este importante repunte contribuye el tono de modernidad que toman muchas de las obras compuestas en los ámbitos del jazz y la música pop. Llegan a coexistir, en un momento determinado, sellos discográficos que graban, indistintamente, piezas de free-jazz e improvisación, pop sofisticado y Avant-Garde (los sellos Actuel, Shandar o Nonesuch). Ha costado tiempo para que la Nueva Música encuentre un público fiel; por ejemplo, en Francia, ha hecho falta que a mediados  de los años cincuenta el mismo Boulez exigiera al gobierno de su país la formación urgente de un grupo estable para estrenar con regularidad allí las obras de la modernidad, el Domaine Musical, mientras que en España, las iniciativas aisladas de compositores como Barce y De Pablo, en torno a agrupaciones y foros diversos, contribuirían a que al menos un público minoritario tomara contacto con lo que se hacía en Europa. Un aporte fundamental de esta Nueva Música es el empleo del color sonoro, algo que ya Schönberg dejó claro en sus búsquedas cromáticas influido por las prácticas pictóricas de Kandinsky. El concepto del color del sonido empieza a tomar una importancia capital, en efecto, a partir de la Klangfarbenmelodie, la melodía de timbres de la Escuela de Viena. Posteriormente, la vanguardia de la segunda posguerra anima a la creación de efectos sonoros y de timbres inauditos. Conviven la obra de signo exploratorio (las Sonatas de Boulez, las piezas para conjunto de Stockhausen -Refrain, Zeitmasse), las experiencias con grupos de improvisación y asunción del azar en la interpretación (Globokar, Cardew, Cage), un nuevo trato del material heredado del clasicismo (la Sinfonía de Berio, las piezas orquestales de Maderna) y el empleo de masas sonoras (Ligeti, Xenakis). El carácter de hermetismo que ha perseguido a muchas de aquellas obras sólo hay que entenderlo desde la poca apreciación que han tenido durante demasiado tiempo y a la escasa predisposición de los intérpretes. Una escucha atenta de muchas de aquellas piezas, nacidas con el marchamo de especulativas o que, asumiendo el azar, parecieran despegarse de lo que entendemos por disfrute de la música, deja claro que, detrás de ciertos prejuicios, existía una rigurosa elaboración y estaban pensadas para que el sonido se manifestase contrario a cualquier connotación de frivolidad: la finalidad de los autores que se daban cita en Darmstadt, que pasaba por liberar a la obra nueva de toda contaminación (estética, expresiva, sentimental), se hacía realidad: ante todo, lo que persigue esta vanguardia es un Ideal Sonoro, que es también un Ideal de Escucha.

Los postulados provendrán de músicos como Boulez, pero el compositor que aglutina el rosario de novedades que surgen en Darmstadt y, por extensión, en Europa, no es otro que Stockhausen, quien se libra de toda atadura formal para ofrecer piezas que no guardan relación más que con la intuición, con el sentido de la improvisación y el deseo por alcanzar al público más amplio posible: música universal (Hymnen, Stimmung, Tierkreis, Aus den sieben Tagen, Mantra…). Esta música irrumpe con fuerza en los años sesenta y coincide con la época del fulgor del pop y el free jazz. Los estilos se mezclan y a veces los músicos intervienen en formaciones ajenas al ámbito del cual proceden: Henry compone para el grupo Spooky Tooth, los Mothers of Invention realizan piezas de música electrónica, Parmegiani graba piezas de tipo funcional, los Moody Blues integran una orquesta sinfónica en sus primeros álbumes, los Beatles experimentan con la electrónica (Revolution) e insertan material orquestal (A day in the life). Es posiblemente la época más feliz del siglo, pues de pronto ha llegado a la composición o al terreno del pop una generación que no vivió la guerra. Los años sesenta suponen la mayor floración de estilos que haya visto nunca la música. Y eso es también consecuencia del surgimiento de una sociedad más rica, que ahora se preocupa por el bienestar, por el hedonismo. Tras las piezas que nacieran en la posguerra, con títulos que hacían referencia a unos tiempos convulsos, y tras el período de inestabilidad del lenguaje que acogían tanto Darmstadt como la música concreta durante los años cincuenta, con títulos como Etudes, Pieces, Stücke, Structures, que demostraban aún la impericia de los músicos con los nuevos materiales, los sesenta serán unos años en los que la abstracción dará paso a un tono expansivo. Sin embargo, no hay que considerar que las composiciones nacidas en aquel período “oscuro” han de ser forzosamente ignoradas, como si fueran simples balbuceos. Ocurre simplemente que están compuestas con un lenguaje de gran austeridad y hoy día aun conservan el aire de lo experimental y, desde luego, no estaban contaminadas por ningún tipo de influencias extramusicales. Los títulos que todavía interesa recuperar son, por ejemplo, Folio de Brown, las 14 Arten den Regen zu beschreiben de Eisler, el Quartet de Wolpe, la  opus 2 de Goeyvaerts o la Composition for 12 instruments de Babbitt.

La gran preocupación entre los músicos que se dan cita en Darmstadt, como quedó dicho, es la consecución de un Ideal Sonoro. Se busca una Pureza del Sonido que suponga la verdadera conquista del músico frente a lo que considera despropósitos de los tiempos anteriores: borrón y cuenta nueva. Boulez lo intenta desde la serialización de los parámetros, Stockhausen desde la libre asunción de materiales diversos y la adopción de un estilo que englobe a todos por igual: Arte Total (un poco a la manera de Wagner), Nono desde el material entendido como documento sonoro, Berio y Zimmermann desde el collage, Ligeti y Xenakis con el uso de manchas sonoras, Kagel desde el gesto teatral y, a partir de su aterrizaje en Europa, Cage con el uso desinhibido de un material que acoge cualquier formación o evento sonoro y, en el caso de Feldman, por medio de un lenguaje dominado por la introspección. Sin embargo, entre los europeos habrá pronto fisuras y los estilos registrarán cambios importantes y se abandonará aquella búsqueda de la pureza en favor de una sofisticación: Ligeti, Berio y Boulez, por ejemplo, entrarán de lleno en la Gran Forma y escribirán para las orquestas sinfónicas. Mientras que los americanos continúan fieles a su estilo, los europeos, aquellos que pretendían derribar las barricadas de los tradicionalistas, irrumpen en el Gran Auditorio y, en el caso mismo de Boulez, se llega a la dirección de orquesta y de ópera, justamente los estilos sobre los que él mismo vituperaba en los años de furor en Darmstadt. Dos estéticas surgidas en aquel círculo han permanecido imperturbables a lo largo del tiempo, las protagonizadas por Earle Brown y Aldo Clementi. En ambos casos, estamos ante un ideal sonoro que pasa por la abstracción y la fidelidad a unas pautas que nacen en la radicalidad de Darmstadt y que nunca claudicarán ante cualquier atisbo o amenaza de cambio. Al contrario que sus compañeros de generación, proclives a giros inesperados en sus estilos y a incluir materiales de muy distinta procedencia, a Brown y Clementi les interesa solamente la Forma. Es por eso que sus obras han pasado muy bien la prueba del tiempo y, como quiera que no han sido nunca visitados con frecuencia por los intérpretes, sus respectivos legados permanecen frescos como el primer día. Brown irrumpe de manera torrencial en 1961 (Available forms) y ya jamás  se apartará de ese lenguaje sumamente abstracto pero también de lineas muy finas, siempre en busca de la Pureza. ¿No será, en realidad, Brown el auténtico continuador de las formas breves “descubiertas” por Webern? Clementi irrumpe con no menos estrépito en 1964 con una pieza que, para escarnio del mundo musical, ha permanecido oculta demasiado tiempo: Varianti A. Si Clementi representa el mayor grado de esencialidad en la música europea nacida con Darmstadt, su pieza Varianti A supone uno de los mayores toques de atención dados a la uniformidad del lenguaje que se buscaba en la Nueva Música. El material eruptivo de Variante A le da la espalda al puntillismo impuesto por Boulez. Compuesta trece años después que Matastaseis y tres años antes que Lontano, la pieza de Clementi aporta algo que está ausente en las partituras de Xenakis y Ligeti, como es la ausencia total de refinamiento de escritura. Su tono magmático es casi una premonición de algunas de las propuestas que se van a dar en los años sucesivos y que provendrán de fuentes muy diversas. Puede hacerse una reflexión más preocupante alrededor de esta obra de Clementi: la imposibilidad prácticamente absoluta de que se pueda volver a interpretar esta pieza en el futuro, dado que los intérpretes de ahora prefieren un tipo de material bien distinto, en donde pueda brillar más su virtuosismo. El que sólo se haya conservado una grabación radiofónica del estreno de la obra habla por sí solo de este particular estado de cosas. También la música de Brown permanece en el limbo: es la suerte que les toca a los quiméricos. El arte de Clementi no se apartaría ya, salvo en algunas piezas al estilo antiguo, de ese continuum expresado en Varianti A. Ese estado febril lo retoma el músico en Parafrasi (1981), donde la voz tratada con ordenador toma un tono fantasmagórico que se despega de toda la música hecha en su época. Tal vez solamente en las piezas acusmáticas de Francis Dhomont pueda rastrearse una sonoridad tan inquietante como la expresada aquí por Clementi.

El planteamiento de la obra musical según parámetros totalmente desconocidos hasta entonces, serán moneda corriente ya entrados los sesenta. Se ha dicho antes que conviven en este tiempo las estéticas del pop y el jazz, pero no sólo con las obras nacidas desde la vanguardia impuesta en Darmstadt, sino también con las diferentes estéticas que permite el nuevo empleo del material, que se hace más rugoso en los grupos de improvisación europeos (Musica Elettroniva Viva, Nuova Consonanza) y definitivamente denso en Sonic Arts Union. Aun hoy asombra escuchar piezas provenientes de los integrantes del Arts Union, como Gordon Mumma: Pontpoint, Hornpipe, Rainforest: no se sigue ninguna regla. La música electrónica, que empezara balbuciente, va tomando una sonoridad cada vez más plena: Stockhausen ha compuesto Mikrophonie en 1964, con lo que se emparenta, por decirlo así, con la estética ruidista del grupo de Ashley, Mumma y Lucier y, en cualquier caso, adelanta la que es la muestra más original de la composición electrónica en América, la que lleva a cabo Pauline Oliveros en tan sólo un año, 1966. Oliveros irrumpe con una fuerza inusitada con I of IV, Big mother is watching you, The day is disconnected the erase head and forget to reconnect it y Angel fix, un grupo de piezas que no han perdido nada de su valor, antes al contrario se erigen como las mayores aportaciones a este ámbito sonoro por parte de Oliveros, que aun no había moderado su lenguaje con la Deep Listening band. Al contrario que el estilo de Subotnick, que nace sofisticado y con un oído puesto en las sonoridades promulgadas por los hippies del área de San Francisco, Oliveros se salta las reglas y con sus trabajos de primera hora pone tal vez el mejor ejemplo de lo que caracteriza a la música electrónica, como es la posibilidad de expresar lo inexpresable.

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