Cien años de nueva música (y II)

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1966 es un gran año. No sólo irrumpen Oliveros y el Sonic Arts Union, sino que también aparece en Nueva York el movimiento más alejado de la tradición occidental que se haya producido hasta ese momento: el minimalismo, un movimiento sin historia, sin memoria. Steve Reich, tres años después que el In C de Riley, da el pistoletazo de salida a esta estética con Come out, It’s gonna rain y Piano phase. La austeridad, por un lado, y el trabajo en la parte electrónica, como si de un poema fonético se tratara en el caso de It’s gonna rain, son elementos que ya no se van a repetir en esta estética, que irá hacia una paulatina sofisticación. Las piezas que suponen el acabamiento formal del minimalismo americano datan de 1976, son Music for 18 musicians y Einstein on the beach. A partir de ahí el repetitivismo ya será otra cosa. 1976 será, a su vez, el final de una época, la que ha empezado en 1966 con Oliveros, pero también con Good vibrations de los Beach Boys. Vistas desde la perspectiva actual, las correspondencias entre las distintas manifestaciones sonoras eran continuas en ese tiempo, pero en el momento en el que aquello sucedía no se tenia una verdadera conciencia por parte del público. Como muestra, valga decir que la producción más radical de ese instante solamente era conocida por círculos muy restringidos, así toda la obra surgida en los grupos de improvisación y las primeras piezas electrónicas (Oliveros, pero también el naciente GRM), las piezas delirantes de Jani Christou, las muy abstractas de Haubenstock-Ramati, Schnebel y Riedl o las bruitistas de Ichiyanagi y los músicos adscritos a Fluxus. Solamente las grandes obras de Stockhausen tenían una trascendencia más allá del ámbito normal, como prueba el hecho de que el autor de Colonia figurase entre los rostros que ilustraran la portada del Sgt. Pepper’s de los Beatles, disco inaugural de la etapa de oro del pop. Los dos álbumes con los que se diera a conocer Subotnick, entonces al frente del San Francisco Tape Music Center, se alimentan del fulgor promovido por los hippies en esos años: Silver apples of the moon y The wild bull. Las obras más “duras” de Pierre Henry tienen una aceptación insólita en Francia: La noire á soixante, Le voyage, Variations sur une porte et un soupir. Por otra parte, el ya comentado minimalismo se beneficiará, a la larga, del hecho de que serán los ensembles de los propios músicos los que defiendan en concierto su música, lo que supone un acercamiento a las corrientes más populares, el jazz y el rock, pero esa asimilación del repetitivismo tendrá que esperar unos pocos años. Tanto It’s gonna rain como Music in similar motion, por citar dos piezas de la etapa estrictamente neoyorquina del repetitivismo, no se darán a conocer en Europa hasta 1974, gracias al empuje que experimentan entre la crítica francesa. En este período, pues, transitan al mismo tiempo las siguientes estéticas:

La Avant-Garde: Ligeti, Kagel, Nono, Stockhausen, Boulez, Bussotti, Brown, Cage, Feldman, Xenakis, Berio, Pousseur, Zimmermann, Clementi, Ferrari.

El jazz eléctrico: Miles Davis (Bitches brew, In a silent way) y su escuela (Weather Report, Mahavishnu orchestra, Return to Forever). La novedad, está claro, es la inserción de instrumentos como la guitarra eléctrica, pero además, una multiplicidad rítmica inusual en el jazz.

El free jazz: Ornette Coleman, Bill Evans, Albert Ayler, George Russell, Carla Bley. Se da la circunstancia de que muchas de las composiciones de Coleman y Evans parecen inspirarse en el serialismo, tal es el grado de abstracción que existe en ellas. Las piezas de John Coltrane trascienden el puro jazz: Ascension, Expression, pero no será sino su discípulo Pharoah Sanders quien ofrezca la más colorista pieza jazzística de esta época: The creator has a master plan.

El repetitivismo americano. Además de los autores consagrados casi en el primer instante (Glass, Young, Riley, Reich), sobresale en 1971 un autor que emplea el repetitivismo sólo en dos piezas, pero una de ellas es fundamental: Comin’ together (Frederic Rzewski).

La música electrónica: en Estados Unidos, Oliveros, Subotnick, Ussachevsky, Behrman, Appleton, Davidovsky, Druckman, Mimaroglu, Tudor y, particularmente, David Rosenboom, que compone en 1971 una de las piezas más celebradas y que, al igual que las de Subotnick, conecta perfectamente con el ambiente del “flower power”: How much better if Plymouth rock had landed on the pilgrims, y, en fin, Annea Lockwood, artista sonora que ganará enorme prestigio mucho más adelante, pero que ya en este período presenta dos piezas importantes: Tiger balm y World rhythms.

En Francia, se forma con enorme repercusión el GRM. Los autores más destacados del campo electroacústico son en ese momento Bayle, Barriére, Clozier, Savouret, Reibel, Schwarz, Lejeune, Parmegiani (que estrena una de sus piezas más escuchadas, De natura sonorum, en 1975) y, en fin, Michel Chion, que justamente en este período estrena el Requiem, importante sobre todo por estructurarse como un gigantesco collage, que es una de las nuevas técnicas que aporta la modernidad.

Aunque tampoco trascenderán hasta pasado un tiempo, es en esta época cuando surgen en América las primeras performances. Data de 1970 la presentación de la fundacional I’m sitting in a room, de Alvin Lucier, con la que casi se podría afirmar que nace el arte sonoro.

La música pop alcanza su apogeo en este período 1966-1976. Comienza, como ya quedó apuntado, con Good vibrations (aparición del Theremin como instrumento extraño a la música ligera) y termina con la edición de Rock bottom, el disco crepuscular de Robert Wyatt, el que fuera batería del grupo Soft Machine. En diez años, esta división especial de la música ligera, favorecida a partir de ahora por un fuerte aparato comercial, va a vivir todos los estados posibles: personajes y álbumes que van a formar parte de la leyenda, muertes súbitas, éxitos efímeros… Al principio, conviven los legados del rock and roll y el blues (Cream, Mayall, Rolling Stones, Butterfield, Al Kooper), pero enseguida el disco Sgt. Pepper’s lonely hearts club band, de los Beatles, se presenta como una obra unitaria: las canciones que completan el LP comparten una idea común. Nace un “rock artístico” que durará hasta 1976. Desde América irrumpe la psicodelia, propulsora de un ramillete de canciones extraordinarias: The world’s on fire (Strawberry alarm clock), Alone again or (Love), Comin’ back to me (Jefferson Airplane), I love you more than you’ll ever know (Blood, Sweat and Tears), Serenade to a sweet lady y Man-woman (Eric Burdon and the Animals), Expecting to fly (Buffalo Springfield), Killing floor (Electric Flag)… y un empleo virtuosístico de las guitarras eléctricas; desde Inglaterra el blues (Cream, pero también Fleetwood Mac, que dejan una canción para la historia: Before the beginning) deja paso en sólo dos años al tono sofisticado de Pink Floyd o King Crimson: uso del melotrón y el sintetizador como elementos renovadores.

Sólo entre 1966 y 1970 surgen una serie de piezas (¿o habría que seguir llamándolas “canciones”?) que parecen islotes, pues no se aprecian precedentes en ellos ni consecuencias posteriores, lo que da idea del carácter amateur en el que se movía esta música, impulsada por intereses que en un principio obedecen a un espíritu de revuelta, pero que en pocos años sucumbirá a la comercialización más llana. Algunos de esos títulos que no parecen obedecer a regla alguna son: Going home (pieza de generosa duración de los Rolling Stones, que juega, de manera sorprendente, con la repetición), Sister Ray, el lancinante tema de Velvet Underground en el que el ruido cobra carta de naturaleza, Revelation, primer tema de larga duración de la música pop y que ocupara la cara B del disco “Da Capo”, del grupo californiano Love, Section 43 (Country Joe and the Fish) y, en fin, In-a-gadda-da-vida, el extenso tema de Iron Butterfly.

La banda americana por excelencia de esta época es Mothers of Invention, que se situaba un par de escalones por encima del resto, pues figuraban ahí músicos con buena preparación y un lider carismático, Frank Zappa, personaje que ejemplifica esta característica antes comentada, la de la interconexión entre estéticas, pues el mismo Pierre Boulez, ya como director de orquesta, incorpora en los años ochenta al americano en sus programas: Perfect stranger… El virtuosismo del que hicieron gala Mothers of Invention se vió muchas veces reducido por la obsesión por satirizar el american way of life, pero quedan para la historia muchas canciones memorables. Aunque el grupo abordara con naturalidad la composición electrónica, justo es reconocer que la mercadotecnia acabará disipando toda intención de revuelta.

Sorprende, en este ámbito del denominado “rock artístico”, la facilidad para “quemar etapas” que tienen todas y cada una de las formaciones: a la aparición exitosa de una banda le sigue de inmediato el declive. La necesidad de obedecer a unos esquemas standars, el no poder apartarse de los cánones de la canción, juega siempre en contra de la creatividad de estas agrupaciones. Un ejemplo palmario lo ofrece King Crimson, grupo que comienza en 1970 de manera rutilante (21st. schizoid man) y ya en el tercer álbum muestra signos de decadencia. Lo mismo cabe decir de Pink Floyd, mucho más ingeniosos en los dos primeros discos, comandados por Syd Barrett, que en toda su etapa posterior, demasiado pendientes de las cualidades técnicas de grabación. El tono excesivamente ingenuo de Pink Floyd se verá superado por la que es muy probablemente la banda más completa de esa época, Van der Graaf Generator, comandada por un solista vocal excepcional, Peter Hammill, autor de unas letras delirantes: Killer es su mejor tema, pero también es memorable la extensa A plague of lighthouse keepers y sorprendente el uso de técnicas de la música concreta en Gog-Magog. La generación de músicos que se dan cita en la zona de Canterbury presenta mejores credenciales en el aspecto instrumental. Incorporan el jazz con auténtico virtuosismo. Keith Tippett’s Centipede, Soft Machine, Nucleus y Caravan coinciden en el tiempo con la ola de músicos que provienen de Alemania, capaces de aunar todos los estilos conocidos hasta el momento: rock de aspecto tribal (Amon Düül), electrónica (Can, Kraftwerk), repetición (Cluster, Tangerine Dream) y collage o pastiche (Faust). Los fundadores de Can (Schmidt y Czukay) fueron alumnos de Stockhausen. Siempre argumentaron que el retirarse de la escuela de Stockhausen estuvo motivado por el deseo de crear una música más sensorial. Y el rock significaba para ellos una salida airosa. Can llegaría a grabar temas que no se separan un ápice del arte electrónico que practicara su maestro, Stockhausen (Aumng, Pecking O); por momentos podían rivalizar con cualquier compositor de la Avant-Garde (el mismo Michel Chion los citaba en su libro sobre las músicas electroacústicas). La esperanza de una agrupación como Can era practicar una música electrónica que tuviera como base la rítmica del rock, buscando un público amplio y no circunscrito al ámbito de la vanguardia. Schmidt y Czuckay no serían los primeros en criticar desde dentro las veleidades que se forjaron en la factoría de Darmstadt. Antes que ellos, Nono y Cardew se afirmaron enemigos de un lenguaje abstracto en favor de una comunicación directa con el receptor. Es curioso que, en los dos casos, las soluciones estéticas pasaran por la práctica de una música ampliamente politizada, más abierta al canto popular en Cardew y más abocada al documentalismo sonoro en Nono.

Las críticas al legado de Darmstadt se fundan sobre todo en la concepción de aquella música como algo que obedece a la visión científica del mundo en Occidente, como argumenta Small en “Música, Sociedad, Educación”. Escrito en 1977 y traducido al español en 1990, el libro de Small tuvo una fuerte influencia en aquellos que encontraban ahí una respuesta, por decirlo asi, a las dudas acerca de una música a la que se tachaba de demasiado preocupada por la forma en detrimento del sonido y el placer de la escucha. Las ideas de Small, ahora, con la perspectiva que dan años de escucha, aparecen como un problema. Las soluciones que entonces ofrecía (triunfo de la música que seguía los ritmos de la naturaleza frente a la elaborada en los pupitres de Darmstadt, estructuralista) se caen por su propio peso, son insostenibles e incluso ingenuas. Dividir la música entre racionalismo (Darmstadt) e irracionalismo (Messiaen, los americanos…), para demostrar que los que practicaban el lenguaje del serialismo estaban dando la espalda a los dictados de la naturaleza, que iban en contra de los ritmos naturales del hombre, es una simpleza. Small tomaba partido por las músicas donde lo sensorial se imponía frente a lo intelectual, por tanto, las músicas ingeniosas de Partch, las de Cage, basadas en el budismo zen (sic) o las repetitivas, con su aire danzable, habrían de ser las verdaderas expresiones de nuestro tiempo. Small llega a afirmar que el IRCAM parisino “se ha sobrecargado con un arsenal intelectual de anticuadas nociones científicas que nada tienen que ver con la práctica de la música”. Semejante estupidez desacredita al autor.

¿Por qué Small no reparó en las bondades de las músicas creadas en el foro de Damstadt? Tal vez porque se alineaba en la tendencia de cierta crítica anglosajona, la iniciada por Mellers, que defendía las cualidades de la obra nacida según los ritmos de la naturaleza y a salvo de especulaciones con el lenguaje, pero esta opinión no se podía sostener mucho tiempo, dada su inconsistencia. Es reducir las cosas a un grado mínimo. El problema es que también en Francia, en los años noventa, surgió la convicción de que las obras nacidas en el IRCAM no las entendía nadie y tenían que ser presentadas en los conciertos por analistas a “los que nadie seguía” (Duteurtre). Esta falacia hizo mucho daño a la nueva creación, pero lo que es incuestionable hoy es que tanto el IRCAM como los festivales de Nueva Música gozan de buena salud. Desde la perspectiva actual, parece cada vez más claro que la experimentación no está reñida con el  disfrute de los sentidos. Tomando como base la postura de los miembros del grupo Can, que prefirieron los ritmos del rock antes que continuar bajo el “yugo” de Stockhausen, podríamos establecer que ese tono sensorial buscado por Can ha existido siempre, en realidad, en la Nueva Música. Precisamente, el cuidado por la Forma en los círculos de vanguardia equivale a que la obra moderna se distancie, no ya del pasado y su retórica, sino de la vulgaridad. Voviendo a Small, llama la atención que en ningún momento nombra a compositores “menores” de la vanguardia, a esos nombres que hemos convocado antes aquí, como Earle Brown y Aldo Clementi. Y no los nombra porque en la época en la que se publica el libro esos músicos eran actores secundarios. Una escucha atenta a las piezas de estos dos compositores demuestra que las ideas de Small, como las de todos los contrarios a la vanguardia, estaban erradas. Muy pocas veces el receptor se habrá topado con piezas tan despojadas de material accesorio como las compuestas por estos dos músicos, desde estéticas diametralmente diferentes. Se trata de perlas que parecieran aun pendientes de ser apreciadas, tal es el estado de virginidad que transmiten. Para Small, ¿sería esta una música racional o irracional? La música electrónica, en este supuesto, qué sería, ¿racional o irracional? El debate, pues, se cae por su propio peso. Una buena causa por la cual personajes como Small se equivocan en sus apreciaciones, es la falta de intérpretes del todo fiables de la Nueva Música en el tiempo posterior a los postulados de Darmstadt. En los años setenta, a pesar de que las orquestas en Alemania tocan con cierta frecuencia material moderno y de que surgen intérpretes que trabajan estrechamente con los compositores (se piensa en Tudor, Pollini, Abbado, Rosbaud o los grupos Domaine o Die Reihe), la preparación a nivel global no era la más satisfactoria. A menudo, los conciertos, fuera del marco de un festival especializado, carecían de las más mínimas exigencias. Las grabaciones en disco demuestran que las interpretaciones de gran parte de las obras del período sesenta/setenta son de escasa fidelidad, aparte de una débil calidad de sonido. Con la llegada del Compact Disc, las interpretaciones mejoran a la par que la calidad de las grabaciones, que llegan a un estado de perfección antes insospechada con la implantación, ya en el siglo XXI, del Super Audio CD. Las interpretaciones de la música moderna han alcanzado un valor extraordinario y ahora se puede hablar incluso de versiones distintas de muchas composiciones fundamentales. En este ámbito, la comparación entre las antiguas versiones de piezas como Circles, de Berio o el Martillo sin dueño, de Boulez, dejan clara la evolución de las técnicas. Escuchar ahora las Sequenzas de Berio no tiene nada que ver con las antiguas (y muy limitadas) aproximaciones. Esa penuria de interpretaciones y de sonido muy bien pudieron llevar a algunos musicólogos a confundir estructuralismo con jeroglífico y a negar cualquier valor en las piezas surgidas en los foros de Nueva Música. Una consecuencia de esta fractura entre la obra y su recepción, es la idea demasiado difundida de que lo Nuevo va contra el canon de belleza y contra el gusto del público, cuando, en realidad, el artista va muy por delante del gusto mayoritario. La música sufre una condena que no parece poder arreglarse en ningún caso, al contrario que ocurre con el Arte en general, donde las novedades siempre se han asumido con cierta naturalidad. Al contrario que ocurre con el cine o las artes visuales, la música parece que no puede enarbolar con éxito una propuesta de vanguardia. En el cine, el efimero movimiento de la Nouvelle Vague aun se cita como un momento único y necesario para la renovación del lenguaje cinematográfico. La existencia de un canon en la música, un canon nunca hecho explícito, impide la aceptación de la vanguardia para el público mayoritario. La influencia de la industria del disco y de los promotores de conciertos, que abanderan el clasicismo como canon inmutable, juega un papel tan fundamental como represor a la hora de abordar la Nueva Música.

A lo largo de los años setenta surgieron obras que desafiaban todas las normas, que se impregnaban del espíritu inconformista que flotaba en el ambiente, y ahora atraen poderosamente nuestra atención porque llevan dentro el mismo fulgor con el que nacieron: Great learning, de Cardew, Enantiodromia y Anaparastasis de Christou, Il deserto, de Egisto Macchi (el exmiembro de Nuova Consonanza), Et exspecto resurrectionem mortuorum, de Messiaen, Kamakala, de Eloy o las compuestas por Radigue con material electrónico: PSI 847, Jetsun Mila o Geelriandre. Estas piezas, junto a las que compusiera el mismo Eloy poco después (Gaku No Michi), las de La Monte Young, las obras teatrales de Kagel, las de improvisación de Globokar o las muy ambiciosas de Stockhausen, es muy difícil que se vuelvan a tocar en concierto, pues solicitan de un arsenal instrumental especial, a veces, como en el caso de Eloy, de monjes budistas que se pudieran prestar a permanecer un tiempo entre nosotros para ensayar un canto que no corresponde con su mundo sonoro habitual. Se trata de una música que busca lo insólito. Este espíritu indómito no se repetirá ya en adelante. Las obras de la década siguiente contemplan un asentamiento en los géneros de la tradición (el concierto, la música de cámara, la ópera…); incluso las piezas creadas para ensemble muestran un tono de refinamiento antes insospechado. El Trío de Ligeti, estrenado en 1982, marca un punto de inflexión: la vuelta a una cierta consonancia. Un año antes, el cuarteto de Nono marca el inicio de una Estética del Sonido (plasticidad sonora), que tendrá como grandes valedores a Feldman y Sciarrino por un lado, y a Grisey, Haas y el espectralismo por el otro. 1985 será el año de los grandes estrenos. Coinciden en esa fecha muchas de las creaciones más ambiciosas del período: Tracer, de Brown, Ryoanji, de Cage, For Bunita Marcus y Coptic light de Feldman, Les espaces acoustiques, de Grisey, Scardanelli zyklus, de Holliger, los Estudios para piano de Ligeti, el cuarteto quinto de Scelsi y, en fin, el Prometeo de Nono. Es, como se ve, el apogeo de los grandes frescos sonoros, que solo encontrarán eco posterior en dos ocasiones, en el ciclo Nine rivers, de Dillon y, más recientemente, en Le encantadas, de Neuwirth. Los ochenta se caracterizan por la preeminencia de la Estética del Sonido, que tanto debe a Grisey como a Lachenmann, el compositor más importante en Alemania desde Stockhausen y que tendrá una influencia posterior enorme. En los noventa, las grabaciones discográficas hacen posible el conocimiento de la producción electroacústica, y se dan a conocer frescos sonoros de otra naturaleza, que en cierta manera toman la música concreta (o música de los sonidos fijados) como soporte: Dhomont, Chion, Parmegiani, Therminarias, Radigue, Dockstader, son algunos de los nombres relevantes.

Con la llegada del nuevo siglo, cierto desprejuicio se observa entre algunos compositores de las nuevas generaciones: Romitelli se basa en la pulsación del rock para sus obras elaboradas en el IRCAM, las obras de Neuwirth se abren al campo audivisual y al sampleo (o muestreo) de sonidos, Cendo y Bedrossian continúan el legado de Romitelli saturando el sonido hasta lo indecible; Jodlowski, Sighicelli, Baboni-Schilingi, Moguillansky, Muntendorf, Edler-Copes, Alexander Schubert integran elementos audiovisuales, danza e, incluso, arsenal tomado del pop… Pero la música que más habrá que retener en este comienzo de siglo será la que proviene de la generación de autores que toman como modelo el ruidismo de Lachenmann y el espectralismo de Grisey: una Estética del Sonido que no es sino la continuación de las formas con las que irrumpiera la vanguardia. Iannotta, Nikodijevic, Czernowin, Szlavnics, Andre… son continuadores de esa rama de la música instrumental que procede de Webern y que sigue con Boulez. La tendencia modernista sigue imperturbable. Es por tanto inútil establecer estéticas sin cuento que vendrían a sustituir los postulados de la vanguardia de posguerra. Todas las denominaciones posteriores en la música instrumental (posmodernismo, nueva complejidad, neomodernismo…) son efímeras y no sirven para guiarse en el mapa de los compositores; antes al contrario, espesan el panorama hasta el hartazgo. Lo que prevalece es una sucesión de figuras independientes. ¿Pertenece también la Electroacústica a la tendencia que hemos denominado Estética del Sonido? Así debería ser, al no existir en ella la premisa de una partitura, pero es evidente que la ausencia de rasgos propios de la música instrumental, como el protagonismo del silencio o el refinamiento de los timbres, la hace, desde siempre, una división sonora difícil de clasificar. Ese lado salvaje de la Electroacústica la convierte en una estética refractaria al análisis y, por tanto, merecedora de situarla en un plano casi underground. La Electroacústica, y por extensión, las disciplinas que conforman el Arte Sonoro, no se han manifestado nunca como expresiones de vanguardia, han sobrevolado desde la segunda mitad del siglo XX como artes al margen, sin derecho a acceder a los grandes escenarios. Ni siquiera han reivindicado la grabación fonográfica como fuente de goce y disfrute de los aficionados, pues la obra grabada ha sido, como en el caso de la música instrumental, un fenómeno errático. Al contrario que la instrumental, que necesita del intérprete, la Electroacústica ha tenido la oportunidad de ocupar en el campo fonográfico un lugar semejante al de las grabaciones de jazz, un vivero de músicas, sin embargo a la Electroacústica le ocurre lo mismo que a la instrumental, esto es, está supeditada al capricho de los sellos fonográficos. Consecuencia de todo ello es que buena parte de la música contemporánea está todavía pendiente de escucha.

Las firmas fonográficas han sido más generosas con los músicos que provienen del campo del rock artístico, el que se daba en esa década prodigiosa de 1966-1976. Al término del período, un grupo llamado Heldon pone las bases de una estética que tendrá enorme predicamento en los años siguientes: el rock experimental. Con la poderosa guitarra de Richard Pinhas como estandarte, el grupo agrega una pulsación del rock primitivo alternada con instrumental tecnológico. El álbum Interface es un punto y aparte y detrás de él surgirán agrupaciones que combinarán la herencia de la música de cámara tradicional con aportes tomados del jazz: Univers Zero, Art Zoyd. El breve ruidismo que se observa en estas bandas se convertirá en elemento fundamental de todos los músicos que les siguen: Zoviet France, Esplendor Geométrico, Asmus Tietchens, Throbbing Gristle, Vivenza y, sobre todo, Nurse with Wound, la agrupación más talentosa. Su álbum de 1988, Soliloquy for Lilith, que por momentos parece avanzar sonoridades propias de la obra maestra de Dockstader, Aerial, supone un cierre a una tendencia dominada por la máquina y los tonos sombríos. Esta “Tercera Vía” de la modernidad va a tener una revitalización en este inicio del siglo XXI, lo que viene a limpiar una tendencia que se había amanerado en los años noventa con el uso indiscriminado del drone (mal empleo de la herencia de La Monte Young), que daba como resultado obras anodinas y carentes de musicalidad. En el inicio del nuevo siglo, el término Experimental vuelve a cobrar pujanza y lo hace por medio de obras que no rechazan el lado hedonista del sonido. En algunos casos, se alcanza una grandeza que parecia exclusiva de los primeros discos de Tangerine Dream y Klaus Schulze, así los álbumes Track, de C-Schulz & Hajsch y Only the grains of love remain, de Vanity Productions. El antiguo bruitismo ha sido sustituido por sonoridades altamente evocadoras (Maps, de Ekin Fil, Passage d’eau, de Egyptology) o por la pulsación (Ritual del croix, de Gregg Kowalsky, Espaces timbrées, de Jonathan Fitoussi). Por encima de todos, sobresale la produccion de Markus Fjellström, el malogrado músico sueco, que aporta una originalísima sonoridad granulada en Schattenspieler y Skelektikon.

El mapa de las nuevas músicas se está haciendo y rehaciendo incesantemente. Cien años después de la creación de la Asociación de Interpretaciones Privadas del círculo de Schönberg, habría que decir que, además de la feliz existencia de numerosos festivales y encuentros de Nueva Música, el aficionado dispone ahora de un medio que era impensable en los tiempos de Schönberg: la posibilidad de escuchar, gracias a las nuevas tecnologías, una gran parte de la música que se hace hoy: música a la carta o Asociaciones de Escuchas Privadas…

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