Confundir la gimnasia con la magnesia

(c) Javier del Real

Sirve la expresión castiza que titula este artículo para contar lo que está pasando en el Teatro Real con La fille du régiment de Donizetti. Eso que tiene excitados a los que se autodenominan aficionados a la ópera de toda la vida. Los mismos que consideran que la ópera ha vuelto. Y no les falta razón, ha vuelto a la repetición de lo que fue pero que en su momento era vanguardia, innovación, cambio, avance, no lo mismo y lo mismo, una y otra vez, y otra vez. Que introducía discurso y opinión y debate. Cuando la ópera importaba y ser de uno u otro teatro de ópera, como se puede ver en la comedia de Liceistes i cruzados de Pitarra en el Teatre Nacional de Catalunya, era una cuestión que condicionaba matrimonios ya que suponía diferentes visiones y actitudes ante la vida.

Pues bien, a lo que asiste el público, siempre y cuando vaya un día que le corresponda el primer reparto, es a un espectáculo convertido en un ejercicio gimnástico. En el que en vez de saltar el plinto o dar no se sabe cuantas vueltas sobre el potro, se encuentran con un cantante de ópera, desconocido para la masa, que muestra calidades técnicas, explicables por factores anatómicos, puramente azarosos, y otros factores como el trabajo y el esfuerzo. Un gimnasta de la voz. Excitación que se completa con el número de Dos que es capaz de dar. Y, ahí comienza, una discusión que de nuevo suena a vieja, por no decir absurda, sobre si es mejor o no que Juan Diego Flórez, el otro divo a la antigua que recorre los teatros de ópera y auditorios musicales del mundo con el beneplácito del que paga la entrada y de la crítica y que también ha cantado el mismo montaje. Polémica que se acompaña, de nuevo por la masa operística, con la sensación de estar en la pomada por haber descubierto al nuevo Pavarotti, como este hizo pensar que se había descubierto al nuevo Carusso. Y en esto se entretienen y les entretienen mientras lo que sucede en escena aburre. Y, si la propuesta del Real se mantiene, es gracias a que el director de orquesta hace sonar a esta de tal manera que la experiencia sonora no es percibida al uso y a lo que nos tiene acostumbrados. No. Trabaja en otros niveles sensoriales más cercanos al deleite y al disfrute, en el que hay que hacer un esfuerzo para escuchar críticamente, conscientemente, la música. No es que pase desapercibida, pues, seguramente la excitación y el entusiasmo que se pone en el cantante, sea debida en gran medida al trabajo que hace Bruno Campanella en el foso.

Lo demás es rutina. La aglutinación del coro sobre el escenario que parece que han olvidado cómo se ocupa el espacio, algo que hasta la temporada anterior sabían hacer perfectamente. Los movimientos de los cantantes que saben qué hacer con sus voces para cumplir, con la excepción de Camarena que sabe que hacer para destacar, pero no con sus cuerpos como si fueran otra cosa. El histrionismo en su actuación, de su performance, a la que se añade la de los actores que participan como Ángela Molina. Y, bueno, la propuesta ofrece dos respiros, concentrados en el segundo acto: el salón del castillo en perspectiva y sin paredes, cuyo efecto se pasa en lo que dura una tos, y el ballet de las criadas que limpian dicho salón en la apertura del mismo acto.

Confundir esto con la ópera es como confundir la gimnasia con la magnesia. En lo visto, oído y leído esta confusión se produce y se echa de menos la ópera, que es lo que siempre debería estar presente. Afección que el Teatro Real de Madrid no tiene en exclusiva. Es internacional pues el montaje es una coproducción con la Metropolitan Opera House de Nueva York, la Covent Garden Royal Opera House de Londres y, sí, la Wiener Staatsoper austriaca. Así que hay que quitarse complejos. El mal de la ópera es global. Un mal que afecta a un cuerpo anciano, como son en su mayoría los asistentes a las representaciones. Cuerpos que soportan peor que los jóvenes las afecciones, las infecciones, las enfermedades por lo que es más frecuente que fallezcan, pasen a mejor vida, cuando las sufran.

Así que, qué aburra a unos cuantos, o a muchos, no es importante, pues ¿desde cuándo el aburrimiento es una categoría artística? A lo que hay que responder ¿desde cuándo la diversión y el entretenimiento lo son? ¿No son estás últimas, acaso, maniobras de distracción, a veces infligidas voluntariamente, pero las más de las veces infligidas desde arriba? El caso es que ni con esas, ni con una obra popular, ni con un cantante de bis, ni con una obra nunca antes representada logra el Real poner el cartel de no hay billetes con suficiente antelación para pensar que la obra es un éxito. Entonces, ¿quién gana con esta operación comercial, ya que no parece artística, si ni siquiera es capaz de producir beneficio económico o el beneficio económico esperado?

 

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