Del concepto desintegrado al concepto reflexivo de música

Traducción: Alberto Bernal
Imágenes de portada y cabecera de Trond Reinholdsten, El nacimiento del artista desde el espíritu de la música (2008).

En el presente artículo me gustaría presentar un modelo teórico con el que puedan analizarse y discutirse las reflexiones actuales acerca de la “desintegración” o “ruptura de límites” del concepto de música. En un primer paso aclararemos cómo se constituyó a principios del siglo XX el concepto tradicional de música contemporánea y qué es aquello que podría considerarse identitario en él. En un segundo paso, intentaremos reconstruir los elementos mediante cuyo desarrollo este concepto histórico se fue desintegrando. Y en un tercer paso mostraremos cómo este “concepto desintegrado de música” únicamente constituye un registro momentáneo en el que aquellas numerosas transgresiones de límites conducirían finalmente a un concepto reflexivo de música. Al menos en el ámbito de la música de creación[1], es éste un enfoque que presenta validez, existiendo también un buen número de razones para aplicarlo.

EL CONCEPTO HISTÓRICO DE MÚSICA

El aspecto más relevante de la nueva música contemporánea[2] fue su origen en la atonalidad a principios del siglo XX. La diferencia entre aquella música que había desarrollado el sistema tonal a lo largo de un milenio de historia de música europea hasta sus extremos tardorrománticos, y las primeras obras atonales de la nueva música, es algo que marcó una diferencia inmediata para la escucha. Sobre la lógica de la cuestión (o, mejor dicho: sobre la lógica de nuestro lenguaje) se apoya el hecho de que cuando el género “música contemporánea” pudo determinarse en la diferenciación entre tonal y atonal, el concepto de género adquirió entonces una diferencia normativa: las obras atonales escritas sin concesiones definieron su centro, mientras que aquéllas con restos tonales fueron ubicadas en la periferia. Por ello Adorno confrontó a Schönberg con Stravinsky, por la misma razón se tomó durante mucho tiempo a Shostakovich y a Satie como figuras marginales, y por lo mismo se asocia habitualmente con el término de “música contemporánea” en primera línea a la Segunda Escuela de Viena, Darmstadt y Donaueschingen.

Al mismo tiempo, esta “nueva música contemporánea” permaneció firmemente anclada en la música clásica, pues se seguía componiendo para instrumentos como el piano, el violín o el oboe, pudiéndose desarrollar gracias al amparo institucional de la música clásica. Al igual que esta última, la música contemporánea se componía sobre el medio de la escritura musical, que a su vez hacía necesaria su relación con una editorial musical que imprimiera y distribuyera las partituras y materiales correspondientes. Bajo tales auspicios, las competencias para componer e interpretar música contemporánea únicamente podían adquirirse en los conservatorios, que fueron creados para que intérpretes, compositores y directores fueran capaces de leer e interpretar partituras. Con la fundación de algunos festivales o ensembles especializados, pudo establecerse cierta independencia con las instituciones de la música clásica, si bien el vínculo era tan fuerte, que la música contemporánea aún seguía forzosamente apegada a su principal idea: la idea de que la música, en su esencia y concepto, era música puramente instrumental que renunciaba a cualquier tipo de relación con lo visual, lo programático o con el lenguaje hablado[3].

Resulta sorprendente que la música contemporánea se haya manifestado casi exclusivamente como música absoluta, pues ya en el siglo XIX era la música programática la forma más avanzada de música clásica. Cuando Beethoven empleó texto para el cuarto movimiento de su Novena sinfonía, podía leerse ahí el mensaje secreto de que la música pura instrumental había llegado a sus límites, unos límites que incluso su propio maestro tuvo que trascender por una necesidad interna. ¿Por qué la música contemporánea no se ha relacionado con la música programática, volviéndose, en su lugar, hacia la vieja idea de música absoluta? Para poner bajo discusión tales cuestiones fundamentales, es necesaria una distancia teórica que, en el caso anterior, puede adquirirse si en lugar de analizar únicamente las ideas conductoras y los discursos, contemplamos también los dispositivos que acogen tales ideas. Los dispositivos son, dicho brevemente: constelaciones de poder en las que los discursos y las instituciones se estabilizan recíprocamente.[4]

Las ideas conductoras, como la de la música absoluta, tienen la capacidad de estructurar fuertemente los discursos, al poner en estrecha relación una pregunta descriptiva con otra normativa, y ofrecerles una única respuesta aparente. Con respecto a la música, ambas preguntas serían: ‘¿Qué es música?’ y ‘¿Qué es buena música?’. Al investigar separadamente ambas preguntas puede entenderse mejor, a posteriori, por qué la idea de la música absoluta se agotó en la música clásica del siglo XIX y, sin embargo, pudo seguir viviendo en la música del siglo XX.

La afirmación de que la música, en su esencia, es música pura instrumental, concierne únicamente a la pregunta descriptiva. La pregunta normativa, en cambio, se responde por sí misma hasta bien entrado el siglo XIX, en la medida en que todas las artes eran concebidas como ‘bellas artes’. La ‘belleza’ era, en correspondencia, el valor estético intrínseco que fue atribuido a la música absoluta. No es casual que el canónico texto de Eduard Hanslick acerca de la música absoluta lleve el elocuente título de “De lo musicalmente bello” (1854). La impresión, extendida entre los seguidores de la música programática, de que la idea de música absoluta se había consumido, estaba fundamentada, al fin y al cabo, en el agotamiento generalizado de la ‘belleza’ como idea conductora entre las entonces denominadas ‘bellas artes’.[5]

Por una razón parecida perdió la nueva música contemporánea del siglo XX el interés en la música programática. La música – tal y como la pintura, la poesía y el resto de géneros modernos- descubrió para sí misma una estética de las ‘ya no bellas’ artes. Se comenzó investigando valores estéticos alternativos, tales como el acontecimiento estético, la ambivalencia estética y lo sublime estético en su forma pura (es decir, desvinculado de la ‘belleza’). Dicho de otra manera, el arte moderno se concentró sobre aquellos valores estéticos que en la historia del arte habían jugado hasta entonces un mero papel de valores estéticos secundarios. La música contemporánea era música clásica que podía componerse con estos otros valores estéticos.

A principios del siglo XX, la música contemporánea se adscribió, por los mismos motivos que la música clásica a principios del XIX, a una idea de música absoluta: en ambas ocasiones la música pura instrumental se encontraba en una disposición de innovación, existiendo también una preferencia institucional por ella. Cuando más fuertemente institucionalizada se encuentra una forma artística -por ejemplo para que la ejecución de música escrita pueda tener lugar en instrumentos acústicos- tanto más fuerte es la motivación de todos los participantes de utilizar sus recursos técnicos, personales y económicos. Por ello pudieron constituirse durante los siglos XVIII y XIX los géneros instrumentales de la sinfonía, el concierto para violín o el cuarteto de cuerda, y es precisamente en esos géneros donde comenzó a entreverse la propia autodefinición de la música clásica como tal.

Sólo cuando se hizo evidente que dentro de este marco no podían componerse obras grandiosas ad infinitum, y cuando se dio por hecho que incluso Beethoven ya no veía esta posibilidad para sí mismo, fue entonces cuando Wagner llegó a la idea de poner en cuestión el concepto de música predominante (caracterizando para ello el término de ‘música absoluta’ como un patrón negativo sobre el que su propia idea de música artística podía destacarse). “Wagner alababa a estos compositores [Haydn, Mozart y el primer Beethoven] por haber agotado completamente el potencial de la música pura instrumental, pero al mismo tiempo observaba este potencial como necesariamente limitado. Para Wagner, la música instrumental era una forma de expresión históricamente superada”.[6]

El concepto de música contemporánea fue también inicialmente determinado por dos factores complementarios, a saber: que la música de nueva creación era en el fondo música pura instrumental, pues es precisamente bajo esta forma como el factor de innovación -de desarrollar nuevos valores estéticos- podía mostrarse más genuinamente; y esta idea de música absoluta, vinculada al progreso del material y negando al mismo tiempo la estética clásica de lo bello, que supo sacar provecho de aquellas instituciones derivadas de la música clásica que fueron creadas para la interpretación de música pura instrumental. Así es como la nueva música contemporánea construyó su propio dispositivo, en el cual la idea de música absoluta podía legitimar su forma institucional en unas instituciones que a su vez privilegiaban una música que se adscribía a la idea de música absoluta. El concepto de música contemporánea quedó así anclado, entre ideas e instituciones, en estructuras de poder complementarias, y así permaneció realmente estable durante prácticamente un siglo. La música contemporánea persistió de manera realmente naif en el modus operandi de la modernidad clásica, inmunizándose así frente a los desarrollos conceptuales y postmodernos que en las artes plásticas empezaron a surgir ya durante los años sesenta. En relación a este dispositivo de la música contemporánea pueden trazarse, a posteriori, cuatro demarcaciones, las cuales regulan qué culturas musicales, qué ismos, qué obras y qué compositores habrían pertenecido y triunfado en el campo de la música contemporánea, y cuáles no.

Primero tendríamos la demarcación con respecto a la música clásica. De esta manera, la música demasiado tonal -como la así llamada Contemporary Classical Music- quedaría automáticamente fuera de la música contemporánea. De igual manera, la relación entre la música contemporánea y otros géneros artísticos estaría regulada de manera estricta: los planteamientos transmediales o multimediales, según la idea de música absoluta, quedarían relegados al ámbito disciplinar del teatro musical o del ballet, fuera de cualquier festival de música contemporánea. Así, la diferenciación entre música contemporánea y otras artes habría marcado un límite que los compositores no podían cruzar libremente. Una tercera línea de demarcación separaría la música contemporánea de relaciones directas con lo cotidiano; los ready mades musicales apenas se han visto en conciertos, al contrario de la omnipresencia de los ready mades en los museos de arte contemporáneo; el límite entre arte y mundo real quedaba así apuntalado por un aparato de difusión que resultaba infranqueable para la música conceptual. Una cuarta demarcación se creó automáticamente con la música popular, la cual, por su elemento melódico, rítmico y armónico y sus explícitos y triviales textos, se constituyó en un tabú para la música contemporánea.

EL CONCEPTO DESINTEGRADO DE MÚSICA

En los años noventa, el sistema de la música contemporánea entró en un estado de hibernación que duró dos décadas. Por una parte, cada vez estaba más claro que el así llamado “progreso del material” era cada vez más reducido si lo comparábamos con su anterior desarrollo histórico (incluso Lachenmann estaba ahí falto de respuestas)[7]. Pero, por otra parte, el dispositivo de la música contemporánea continuaba provisionalmente activo, en la medida en que la idea de la música absoluta seguía fijando la atención de las instituciones musicales hacia la música instrumental, y éstas seguían repartiendo encargos a aquellos compositores que seguían obstinadamente adscritos a tal idea conductora. Es por ello que el concepto de música contemporánea permanecía intacto dentro de sus cuatro demarcaciones. La escena salió de su letargo por primera vez debido a un acontecimiento al que al principio no se le prestó la debida atención por su supuesta superficialidad: la revolución digital, por cuyos numerosos e imprevisibles nuevos caminos pudieron crearse y difundirse obras que se oponían claramente a la idea de música absoluta. En particular, la construcción del género “música conceptual” fue aquello que llevó a una desintegración generalizada del concepto tradicional de música contemporánea.

Lachenmann, en su artículo publicado en MusikTexte, despacha esta cuestión con la afirmación de que “el planteamiento conceptual en este grado tan explícito, desde Erik Satie, Marcel Duchamp, Nam June Paik y el movimiento Fluxus, pero también desde Stockhausen, Schnebel y Cage… hace tiempo que puede considerarse historia”; con esto parece ignorar el argumento que habitualmente se esgrime contra esta intransigencia: que estas obras, que desde la perspectiva actual podrían reconstruirse como música conceptual histórica, no fueron entonces ni escritas ni percibidas como música conceptual –hasta hace poco ni siquiera se había establecido el término de música conceptual[8]. En la medida en que las instituciones de la música contemporánea seguían aferradas al modelo de la música absoluta, la música conceptual quedaba institucionalmente marginada, o bien tenía que buscar asilo en otras artes. Para aquellas acciones anestéticas –como el “String Quartet” (1962) de George Brecht, en el que los cuatro intérpretes se sacuden virtuosamente las manos, en lugar de tocar en sus instrumentos- no había ni dinero ni empatía. También existían buenas razones para negar la entrada al escenario a una corriente artística como el Fluxus, una de cuyas especialidades consistía en destrozar instrumentos –Nam June Paik lo mostró de manera ejemplar en su “One for Violin Solo” (1962). No fue hasta el momento en que esta antimúsica encontró en YouTube su propio canal de difusión, cuando la música conceptual adquirió una plataforma desde la que pudo retar la autocomplacencia de la música contemporánea, así como poner en tela de juicio su propia definición.

La música conceptual vuelve a consumar aquella “confraternización idealista de arte y vida”, que en su momento había escrito la vanguardia sobre su bandera. Sus obras superan la diferenciación entre música y realidad en la medida en que renuncian deliberadamente a la totalidad del aparato de difusión musical. En su “El nacimiento del artista desde el espíritu de la música” (2008), la cabeza de Trond Reinholdsten busca un camino hacia la luz entre un libro de Xenakis y otro de Stockhausen, que el compositor coloca delante de su cara. Las obras conceptuales apelan de esta manera al sistema musical y, al mismo tiempo, lo niegan: saltan por encima de las instituciones musicales, de la especificidad de los medios y del concepto musical tradicional, de manera que siempre pueden ser percibidas como crítica institucional, constituyéndose al tiempo como una forzada forma de autorreflexión del sistema musical sobre sí mismo. En algunas obras se produce por ello una comunicación directa con la vida real, como por ejemplo cuando Johannes Kreidler, en su Charts Music (2009), musicaliza datos bursátiles con el software de acompañamiento “Band in a Box”, componiendo así una especie de ready made asistido –las líneas melódicas surgen directamente de las líneas bursátiles.

En el sistema artístico de la música contemporánea, el límite institucional entre la música y el mundo real no fue transgredido hasta hace pocos años a través de la música conceptual digital, que a su vez trajo como consecuencia la aceptación y reconocimiento a posteriori de la música conceptual histórica. Lo relevante aquí es que estas transgresiones han llegado a aparecer en festivales como Donaueschingen y Darmstadt, cuando inicialmente habían sido obras producidas como vídeo y que sólo pudieron difundirse virtualmente. La música conceptual es la forma reflexiva más radical de la música de creación, la cual rompe el concepto tradicional de música contemporánea por su parte más débil: concretamente allí donde hasta entonces se había dado por supuesto ingenuamente que la música es un acto estético a priori.

Entretanto, no sólo es ya que se haya establecido como género, sino que, con obras como el Minusbolero (2015) de Johannes Kreidler o el concierto para piano de Trond Reinholdsten, Theory of the Subject (2016), la música conceptual ha llegado a un extremo. En ambos casos se trata de grandes obras de encargo de festivales para (o, mejor dicho, contra) orquesta sinfónica, cuyo corpus sonoro es transformado en corpus reflexivo: así en Minusbolero la orquesta toca el Bolero de Ravel sin (minus) la melodía, y en el concierto para piano de Reinholdsten, la parte para piano es tocada en su mayor parte por un piano automático. En menos de una década, el género de la música conceptual ha pasado de los estudios de pequeño formato para YouTube –como los Complete Music Performance Videos (2008) de Reinholdsten o los kinect studies (2011) de Kreidler- a obras de gran formato como las comentadas, en las que podría decirse que Kreidler juega el papel de lo apolíneo y Reinholdsten de lo dionisíaco.

Antes de que la revolución digital realizara varios bypasses sobre el anémico sistema de la música contemporánea, la música de nueva creación siguió sobreviviendo durante dos o tres décadas en el modus operandi de la modernidad clásica, convirtiéndose en una forma artística de historia ralentizada. En las artes plásticas, por contra, y debido a sus escasas exigencias institucionales, pudo construirse ya desde los años sesenta un arte conceptual y un arte específicamente posmoderno. En la música contemporánea, tales planteamientos fueron, bien marginalizados, bien reducidos a posiciones periféricas, o bien se llevaron a cabo únicamente con medias tintas -tal es el caso de la posmodernidad musical.

Existen unas cuantas obras que, en el contexto de la música de nueva creación, pueden tomarse como canónicamente posmodernas: La Sinfonia (1968-69) de Luciano Berio, la primera Sinfonía (1972-74) de Alfred Schnittke o el tercer Cuarteto “Im Innersten” (1976) de Wolfgang Rihm. Sin duda alguna, en todas estas obras se manifiesta una abierta ruptura con el concepto tradicional de música contemporánea, en la medida en que la diferenciación fundamental entre música clásica y contemporánea es trascendida mediante el uso de citas clásicas, las cuales implican la inclusión, irónicamente reflexiva, de la música tonal. Berio utiliza el tercer movimiento de la segunda sinfonía de Mahler como una especie de música de fondo sobre la que se van declamando textos junto a fragmentos de Schönberg y Debussy. Schnittke, en su primera sinfonía, desarrolla un específico estilo posmoderno mediante su característica composición “poliestilística”, que le permite la utilización vanguardista de música clásica, música popular y jazz en un tejido sonoro de música contemporánea. Rihm, por su parte, al final del segundo movimiento del citado cuarteto, compuso un pasaje que en su aspecto melódico y armónico suena como una obra de Schubert o Mahler, cumpliendo con la función de conmover de una forma completamente clásica, “im Innersten” [desde lo más profundo]. Pero a pesar de esta clara ruptura con la vanguardia de la música contemporánea, no estamos aquí ante ningún ejemplo de una posmodernidad musical plenamente desarrollada, algo que resulta evidente si echamos la vista sobre las obras de referencia de la posmodernidad de las artes plásticas. Las citadas obras de Berio, Schnittke y Rihm están separadas por un abismo de las icónicas obras de Warhol, Lichtenstein y Koons, pues, al contrario que estas últimas -con su preferencia por los cómics, la pornografía o el kitsch-, no mantienen una relación equivalente con la cultura popular, sino que se limitan a citar en primera línea fragmentos de la alta cultura de la música clásica.

Además, el procedimiento de la cita en la historia de la música y del arte es un criterio posmoderno no especialmente relevante; los indicativos verdaderamente relevantes radican en el hecho de que tales obras son populares, irónicas y juegan a un doble código, estando estos tres elementos presentes en todas las obras icónicas[9]. Tomando tal medida en consideración, podemos ver que no ha sido hasta hoy en día cuando esta importante demarcación con respecto a la música popular ha comenzado a trascenderse artísticamente.

Un ejemplo paradigmático para esto es la obra para orquesta Muzak (2016) de Moritz Eggert, que, como un Warhol o un Koons, cumple en la misma obra con estos tres criterios posmodernos: se trata de un popurrí de imitaciones de estilos musicales –es decir, únicamente se escucha música de más allá de la demarcación de la música contemporánea tradicional-, siendo la obra al mismo tiempo tocada por una gran orquesta sinfónica en un festival de música contemporánea, y participando además el compositor mismo como cantante de hits en la propia obra –¡Chapeau![10]

La cuarta demarcación constitutiva de la música contemporánea, su diferenciación con respecto a la música clásica, ya fue transgredida, como hemos dicho, mediante esta posmodernidad a medias tintas de los años setenta. Hoy en día, la conexión con la tradición puede establecerse, más allá del uso de las citas, mediante la tecnología. Desde hace varios años es posible sonorizar partituras clásicas mediante orquestas virtuales, tal y como atestiguan diferentes audiciones a ciegas. En la música contemporánea surgen en este sentido posibilidades muy diferentes al poder trabajar con samples instrumentales, lo cual conduce al hecho de que estas obras sólo puedan ser tocadas  parcialmente por intérpretes, así como que la elaboración de la partitura y las partichelas se pueda hacer a posteriori. Cuando estos samples instrumentales son utilizados como medio compositivo, la denominación de “orquesta virtual” resulta inadecuada. Mi propuesta para ello fue denominar a tales composiciones “obras para ePlayer”, por el hecho de que algunas de las voces no son tocadas por músicos sino por ePlayers[11]. Algunos ejemplos de estas sobras serían Sideshow (2009-15) de Kazuo Takasugi o el Sinaida Kowalenko de Thomas Hummel, para 6 instrumentos y ePlayer.

Menos espectacular que la música conceptual, pero igualmente eficaz, es el resultado de disponer del ordenador como punto de enlace universal de una composición con imágenes, textos, voz hablada, notación musical, sonidos cotidianos y del mundo natural y samples musicales. Con cada actualización de los sistemas computacionales crecen las posibilidades de acceder a otros medios en el proceso compositivo, lo cual conlleva automáticamente la creación de una práctica musical que ya no se rige por el modelo de la música absoluta. No obstante, la música que así surge ya no sería estrictamente programática. En el siglo XXI existen unas posibilidades técnicas completamente diferentes a las del siglo XIX para crear tales vínculos. Es por ello que es necesario buscar un contratérmino al de música absoluta más contemporáneo. Mi propuesta es que, en este caso, hablemos de “música relacional”[12].

Por supuesto que en el repertorio de la música contemporánea hubo siempre obras que, de una u otra forma, se relacionaron con otras artes o medios artísticos. No obstante, bajo la idea conductora de la música absoluta, los elementos extramusicales (ruidos, habla, imágenes, narraciones…) acababan siempre siendo “musicalizados”, es decir: eran transferidos a elementos musicales a través del proceso compositivo. Las connotaciones con la vida real que los ruidos, palabras, imágenes o narraciones poseían en sí mismos, acababan siendo disociados en estructuras musicales. Esto es algo que aplica a la mayoría de las obras de música concreta de Pierre Schaeffer, compuestas con ruidos, así como en el caso de la “música concreta instrumental” de Helmut Lachenmann, donde el lenguaje hablado es fragmentado en material fonético, perdiendo con ello su función comunicativa; incluso en el teatro instrumental de Mauricio Kagel, las tramas escénicas eran habitualmente escenificadas como tramas musicales, cuyo sentido y cuya finalidad se constituía en forma de cómicos e irónicos gestos de producción de sonidos.

La oposición entre música absoluta y música relacional no radica únicamente en el hecho de que se trate o no de música pura instrumental. Su característica más específica tiene que ver con el hecho de que los elementos extramusicales conserven o no en las obras su alteridad (es decir, su otredad frente a la música). Cuando los ruidos, palabras, imágenes, gestos o narraciones utilizados pueden ser percibidos únicamente en referencia a la música, entonces estaríamos más bien ante una ampliación del concepto de música absoluta. Cuando hoy en día se discute acerca de la cuestión “música: ¿ampliar o desintegrar?”[13], puede decirse en primera línea que el “concepto ampliado de música” siempre se refiere a un concepto ampliado de música absoluta, mientras que el concepto de “música relacional” determina una música categorialmente diferente.

Podemos, por tanto, emitir el diagnóstico de “concepto desintegrado de música”, y reconstruir el modelo en correspondencia; habría que añadir también aquí, que aquello que se ha desintegrado no sería tanto el concepto histórico de música, sino más bien el concepto histórico de música contemporánea. Hay al menos cuatro líneas de demarcación que habían constituido inicialmente este concepto de música: las separaciones con respecto a la música clásica, a la música popular, a la vida real y las otras artes. Sobre cada uno de estos cuatro recintos exteriores se han venido realizando claras transgresiones, gracias ante todo a la creación de una música relacional, a la retardada aceptación de la música conceptual, a la profundización en una posmodernidad más afín al pop que a la música clásica, y a la creciente utilización de ePlayers en la música contemporánea.

EL CONCEPTO REFLEXIVO DE MÚSICA

La cuestión relevante que Johannes Kreidler plantea surge de la desintegración del concepto de música: “Manifestaciones de una música en desintegración pueden verse por doquier […] Mi pregunta sería, por tanto: cuáles serían los criterios inamovibles para la diferenciación de las diferentes prácticas artísticas”[14]. Y en relación a este cuestionamiento, Kreidler desliza una brillante propuesta: “Desde un punto de vista constitutivo, conceptos como pintura, escultura, música y teatro estarían a disposición del medio, y sólo serían considerados como disciplinas de acuerdo a tales categorías y cualidades específicas”[15]. Se refiere aquí a cinco diferenciaciones: tiempo/espacio, mercantilizable/no-mercantilizable, auditivo/visual, material/inmaterial y participativo/no-participativo. En última instancia: “los artistas y los receptores siguen teniendo preferencias por los diferentes modos de presentación, por arte que se pueda o no comprar, por lo que se escucha, por lo que se lee, por lo participativo… De acuerdo a ello se clasifican también las instituciones, y de ahí surgen sistemas sociales. Es ahí donde radican todas las demarcaciones transmediales, las convencionales y las nuevas. Una correspondiente reestructuración de la educación artística debería ofrecer enseñanzas para los diferentes parámetros [enseñanza de la composición del tiempo, composición del espacio, composición del color, composición del sonido, composición del lenguaje y el significado, conceptualismo]”.[16]

Con ello se plantea un amplio proyecto de reforma para los conservatorios y las escuelas de arte, que conduciría a la salida de la música de creación de los conservatorios, así como a su separación de la música clásica.  A buen seguro surgirán tales escuelas de arte transmedial, tal y como vaticina Kreidler (si es que  no existen ya), pero se trataría de instituciones de alta especialización, orientadas hacia el conceptualismo. La transmedialidad está ya implícita en las obras conceptuales, pues cuanto más anestética es una obra, tanto más fácil es pasar de un medio perceptivo a otro. El conceptualismo, desde el punto de vista de su constitución, es un arte sin un medio específico. Pero ello no quiere decir que, en el futuro, las manifestaciones artísticas vayan a perder la especificidad de su propio medio. Esto sería sólo una consecuencia legítima en el caso de que el conceptualismo se convirtiera en el fin de la historia del arte, hacia el que todas las artes avanzadas tarde o temprano se dirigirían[17]. Pero el conceptualismo no es el fin, sino más bien el punto cero de la historia de la distinción del arte, allí donde la experiencia estética del arte es reducida a una percepción cotidiana.[18]

Si el conceptualismo, en su transmedialidad e inespecificidad del medio, no puede generalizarse como concepto de arte universal (música inclusive), ¿cuál sería entonces la alternativa? ¿Cómo definimos los límites de la música de creación cuando, por ejemplo, ya no podemos tener como criterio para la diferenciación de la música contemporánea la dualidad tonal/ atonal? Creo que en un punto como éste deberíamos cambiar la idea que tenemos de lo que es un concepto de música, y transformar la teoría desde el concepto ontológico hacia el concepto reflexivo de música. Incluso en los casos en los que no podamos determinar inmediatamente en la escucha si una obra pertenece o no a la música de creación, aún podríamos determinar reflexivamente tal diferencia. Los límites de los sistemas sociales son límites comunicativos. En el caso concreto, esto quiere decir que el subsistema “música de creación” genera con sus propios medios -es decir, con sus propios discursos y sus propias obras- la diferenciación entre sistema y entorno.

En lugar de las características mediante las que la música histórica contemporánea trató de distinguirse como atonal, absoluta, estética o irónica (en el sentido de su relación reflexiva con la historia de la música), ahora aparecen, tras la disolución y superación de todos aquellos límites, las correspondientes diferencias (tonal/atonal, absoluto/relacional, estético/anestético, irónico/naif) como elementos históricos que pueden comunicarse como tales. Con ello, las demarcaciones estáticas de entonces son sustituidas por demarcaciones dinámicas, que seguirían manteniendo una función clasificadora. En este discurso, aquellas obras que transgredieron en su momento un límite, adquirirían una función clave, pues mediante tales casos extremos de la historia de la música puede apelarse ahora a una transgresión histórica. Tal discurso musical no es simplemente pluralístico, sino que se orienta desde sus extremos. “Desde los extremos se establece el concepto”, dijo Benjamin, y en este sentido el concepto de música contemporánea se define también en una constelación entre manifestaciones extremas[19]. Es por ello que para comprender lo que es la música de creación no únicamente son necesarios aquellos clásicos como el Gran Torso de Lachenmann, las Atmosphères de Ligeti o Kreuzspiel de Stockhausen, en los que se manifestó el descubrimiento de valores estéticos alternativos, sino que al concepto de música de creación pertenecen ahora también aquellas obras como las de Kreidler, Takasugi o Reinholdsten, que transgredieron los citados límites.

La desintegración del concepto histórico de música no conduce necesariamente a una práctica artística transmedial sin ningún tipo de límite, sino más bien a un concepto de música reflexivo sobre sí mismo, que lleva escrita su propia historia de transgresión y diferenciación. Si tomamos en serio la “exigencia hacia la reflexión sobre la verdadera substancia del concepto europeo de arte y música”[20] lanzada por Lachenmann, entonces tendríamos que decir que tal substancia radica en una permanente autorreflexión de la historia de la música sobre sí misma, y no en la mera elaboración de una sutil y singular estética. Justamente en tal observación hacia sí misma de la historia de la música es donde también radica el concepto reflexivo de música que estamos proponiendo, que se desarrolla tanto sobre negaciones simples como sobre negaciones dobles (y también como negación de esta primera negación). En lugar de pensar sobre un concepto de arte no-específico del medio, este modelo se aferra a un concepto específico del medio musical. La música relacional no es ningún sinónimo de arte transmedial: el concepto describe la transmedialidad bajo el horizonte histórico de la música. El concepto de música relacional se impregna como categoría estética al ser introducido como contratérmino del concepto de música absoluta.

La música contemporánea del siglo XX operó bajo un paradigma que relacionaba estrechamente la pregunta descriptiva “qué es música” con la pregunta normativa “qué es buena música”. La nueva música contemporánea fue, en su esencia, música atonal, absoluta e impopular, la cual halló su valor artístico específico en el proceso de crear nuevas experiencias estéticas de escucha mediante el desarrollo de nuevas técnicas de composición y de ejecución. Este modo de innovación específico del medio se agotó ya en su sustancia en los años setenta. Aquellas transgresiones hacia formas relacionales, anestéticas, populares o tonales, ya no tienen nada que ver con aquel ideal histórico de la estética del material, sino que plantean nuevos grados de libertad en la música de creación más avanzada. Es muy probable que, en los años venideros, la experimentación con formatos musicales relacionales y con innovaciones técnicas se convertirá en algo extremadamente atractivo para los compositores, y no únicamente se compondrácon ePlayers, sino también con avanzados programas de inteligencia artificial.[21]

Pero cuanto más fuertemente se imponen tales técnicas al amparo de la revolución digital, tanto más urgente se impone la pregunta normativa acerca de la calidad de los obras. Desde el momento en que el sistema musical deja de orientarse en torno a aquel histórico concepto de música, con sus rígidas demarcaciones, es cuando comienzan a potenciarse las posibilidades de articular relaciones con el mundo real y otras temáticas. En la música de creación en proceso de formación, los contenidos estéticos inmateriales funcionan como atractores evolutivos, pues, al igual que en las artes plásticas y en la literatura, responden de manera muy definida a la pregunta de valor: lo nuevo, es el nuevo contenido estético inmaterial que una obra articula.

El citado concierto para piano de Trond Reinholdsten, Theory of the Subject, estrenado en 2016 en el Ultima Festival, es un ejemplo paradigmático para una música de creación reflexiva sobre sí misma.  Las cuatro demarcaciones constitutivas del concepto de música contemporánea son articuladas en la obra como diferencias. Con sus proyecciones de textos, reproducciones de vídeos y dispositivos actorales, el concierto para piano es, en primera línea, música relacional; pero al mismo tiempo aparecen pasajes en los que, de manera irónica, se apela a una escucha como música absoluta. El límite entre arte y realidad es trascendido mediante grabaciones en vídeo de trayectos en taxi, autobús o barco, de forma que también la diferenciación entre estético y anestético toma su lugar. La obra contiene música pop, que bien podría ser parte de cualquier festival de pop, si no fuera porque la soprano, con una cabeza de duende, cantara en el registro agudo; la obra es así llevada también hacia el pantano de lo posmoderno. También la diferencia entre música clásica tonal y música contemporánea atonal se hace evidente cuando, por ejemplo, la pianista comienza a tocar oscilando entre Strauss y Stockhausen. En este concierto se dan nuevos grados de libertad y posibilidades de expresión, precisamente porque no se presupone una diferenciación entre tonal/atonal, absoluto/relacional, estético/anestético o irónico/naif, tal y como pasaría en la música contemporánea convencional; todas estas diferencias son empleadas de forma reflexiva. Por supuesto, esto son sólo apuntes generales sobre la estructura de la obra, Theory of the Subject es, además, una obra magnífica y excelente, cuya valía no podemos ya tratar aquí.

De manera retrospectiva, la historia de la música contemporánea puede reconstruirse como la historia de dos procesos de distinción, es decir: de liberación de diferencias. El primer proceso tuvo lugar en los límites de su concepto histórico, llevando a la formación de nuevas posibilidades de expresión mediante el desarrollo de nuevos estilos compositivos y nuevos ismos. El segundo proceso abre el acceso al allí llamado “material extramusical”, que, hasta el momento actual, se hallaba en la parte exterior del concepto histórico de música[22]. Entretanto, puede observarse cómo no es sólo que la fase de progreso del material se haya agotado, sino que también la fase de transgresión de límites ha alcanzado un punto culminante. Y es precisamente esto lo que nos lleva a esta situación de crisis desde la que hoy en día se plantea la pregunta acerca del concepto de música contemporánea.

El siguiente vídeo corresponde a la conferencia impartida por Harry Lehmann “The Identity Crisis of New Music”, de contenido muy similar al presente texto. 24 de mayo de 2017, MUSICA ELECTRONICA NOVA FESTIVAL, University of Wrocław.

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Notas 


[1] Kunstmusik [música artística], que optamos por traducir en lo sucesivo como “música de creación” o “música de nueva creación”, por ser un término más extendido en castellano [N. del T.].

[2] Neue Musik [nueva música] en el original. Dado que en castellano es el término “música contemporánea” el que se ha empleado de forma casi sinonímica con el anterior, utilizaremos este último siempre que sea posible [N. del T.].

[3] He desarrollado esta tesis, así como también puesta en relación con la obra y escritos de Helmut Lachenmann, en el capítulo “Música Absoluta” de mi libro Die digitale Revolution der Musik. Eine Musikphilosophie, Mainz: Schott Music 2012, p. 94-105). Entretanto ha surgido un brillante estudio musicológico de Mark Evan Bonds que llega a la misma conclusión: “En la segunda mitad del siglo XX, la música absoluta fue … una premisa generalizadamente aceptada y fuera de toda discusión… siendo fundamental para el mainstream de la estética musical europea y americana” (Mark Evan Bonds: Absolute Music. The History of an Idea, Oxford 2014, Kindle Pos. 397 (trad. Harry Lehmann)).

[4] cf. el capítulo “Dispositivo” en Harry Lehmann: Die digitale Revolution der Musik, p. 9-15.

[5] La belleza es un valor propio de la percepción, basado en relaciones de orden y contraste, que se intensifican dentro de una clasificación estilística del medio. El sistema tonal se fundamenta en una tal clasificación, funcionando en paralelo a los parámetros de alturas y duraciones, y facilitando así la experiencia de lo musicalmente bello en la música. Con el sistema tonal se alcanza un punto final de la clasificación mediática, de manera que la experiencia de la belleza en la música clásica ya no pudo seguir intensificándose a partir de ahí. Tal y como Hegel pronostica en su “El fin del arte”, lo que en realidad el describe es el “final de las Bellas Artes”. Cf. los capítulos “Belleza” y “El fin de las Bellas Artes” en Harry Lehmann: Gehaltsästhetik. Eine Kunstphilosophie, Paderborn: W. Fink 2016, p. 33-50 y 130-137.

[6] Mark Evan Bonds: Absolute Music. The History of an Idea, Oxford 2014, Kindle Pos. 251.

[7] “No veo absolutamente ningún acercamiento que haya llegado tan lejos como lo que hemos hecho nosotros. […] Sin embargo también veo que en este momento estoy, en cierta manera, dando vueltas sobre lo mismo”.(Helmut Lachenmann: »Musik als existentielle Erfahrung. Gespräch mit Ullrich Mosch«, en: Musik als existentielle Erfahrung, Wiesbaden 1996, p. 219).

[8] Cf. Harry Lehmann: Música conceptual. Catalizadora del giro hacia la estética del contenido inmaterial en la música contemporánea, traducción al castellano en: Sul Ponticello #32-34.

[9] Una teoría postmoderna específicamente musical ha sido establecida por mí en el texto »›Muzak‹ oder wie die Postmoderne die Neue Musik heimgesucht hat«, en: Neue Zeitschrift für Musik 3/2017, p. 14-23, esp. p. 17.

[10] Ib. p. 18-21.

[11] Cf. el capítulo “ePlayer” en Harry Lehmann: Die digitale Revolution der Musik, p. 22-28.

[12] Cf. el capítulo “música relacional” en Harry Lehmann: Die digitale Revolution der Musik, p. 115-126.

[13] Johannes Kreidler: »Musik – erweitern oder auflösen?«, p. 25-28.

[14] Johannes Kreidler: »Musik – erweitern oder auflösen?«, p. 25.

[15] Johannes Kreidler: »Der aufgelöste Musikbegriff«, p. 94.

[16] Ib.

[17] Tal concepción es algo que sugiere, por cierto, el concepto de “arte posmoderno”, tal y como lo emplea Peter Osborne. Cf. para ello mi crítica al concepto de “postconceptual” de Osborne en Harry Lehmann: Gehaltsästhetik. Eine Kunstphilosophie, Paderborn: W. Fink 2016, p. 203.

[18] Tal objeción fue realizada por Tobias Eduard Schick en »Ästhetischer Gehalt zwischen autonomer Musik und einem neuen Konzeptualismus«, Musik & Ästhetik 66/2013, p. 47-65.

[19] Walter Benjamin: »Erkenntniskritische Vorrede«, en: Sprache und Geschichte. Philosophische Essays, Stuttgart 1992, p. 74.

[20] Helmut Lachenmann: »Komponieren am Krater«, en: MusikTexte 151, p. 3.

[21] Cf. aquí el capítulo “música virtual” sobre David Cope en Harry Lehmann: Die digitale Revolution der Musik, p. 31-42, así como el capítulo “KI-Ästhetik” en Harry Lehmann: Ästhetische Erfahrung. Eine Diskursanalyse, Paderborn: Wilhelm Fink, Octubre 2016.

[22] En los discursos en lengua inglesa suele trazarse la diferencia entre moderno y posmoderno en estas dos distinciones, perdiéndose así las diferencias características entre la estética de modernidad clásica, la estética vanguardista y la estética posmoderna.


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