Street Scene, unas escenas callejeras de salón

(c) Javier del Real

Se estrena Street scene de Kurt Weill en el Teatro Real. La polémica está, pues, servida. Ese sempiterno y cansino debate sobre si este tipo de espectáculos son óperas o musicales, que ponen en evidencia que no se sabe ni lo que es una ópera ni lo que es un musical. Lo difícil que resulta delimitarlas cuando hay libretistas (mejor dicho, dramaturgos) y compositores de calidad, como es el caso. Falso debate que algunos intentan remediar introduciendo un término nuevo el de teatro musical.

Bien, sea una cosa u otra, ¿qué ofrece esta nueva producción? Ofrece una historia que sucede en la calle, como su nombre indica. La historia de un populoso y hacinado barrio neoyorkino, Brooklyn, en el que sucede la vida corriente y moliente de las clases menos acomodadas. Formada en su gran mayoría por los inmigrantes europeos y sus hijos nacidos y criados en EEUU. Un barrio que ridiculiza a los ricos Rockefeller y los ricos Vanderbilt, igual que despelleja a los vecinos y sus miserias. Un barrio en el que la tragedia está a la orden del día. Una tragedia que rellena sus horas de calor. Donde el amor imposible es tan posible como en las óperas que tradicionalmente se incluyen en el repertorio.

Sí, también ofrece otra ópera de fuerte carácter americano, lo que ha producido en la prensa especializada cierto comentario sobre la abundancia de este tipo de óperas en el coso madrileño. Como si la ópera americana fuera un género en sí mismo. En vez de fijarse la gran actividad operística que hay allende los mares que contrasta con la desconfianza que produce el género entre los compositores del viejo continente.

En esos debates se pierde, habitualmente, la discusión sobre el espectáculo que ofrece el teatro. En este caso, hay que reconocerle una factura impecable. Un reparto bien seleccionado. Una escenografía impactante pero que acaba aburriendo por mantenerse sempiternamente en escena sin apenas cambios. Aburrimiento al que se añade la dirección musical anodina de Tim Murray que no saca esas pegadas que habitualmente tienen las composiciones de Kurt Weill. Lo mismo que la dirección escénica, que premia una disposición de los cantantes tradicionalmente operística (la que los americanos describen como park and bar, algo así como pararse y cantar). Ni si quiera entusiasma ese baile que hay en mitad de la función, que es bueno y está bien hecho.

Quizás la razón de dicha sensación se deba a la seriedad con la que se ha tomado la producción al querer mostrarla como una ópera de verdad. Tratando de evitar cualquier elemento que pudiera justificar la calificación de musical, a parte de los diálogos hablados o parlamentos que están en la obra y que hay que dejar porque hacen avanzar la trama, son parte sustancial de la obra.

Todo eso a pesar de que esta ópera plantea el tema de los feminicidios, pues la protagonista muere a manos de su marido. Y se cantan muchas de las frases que se oyen recurrentemente en televisión cuando los asesinos hablan. Cosas como “yo la quería”. Y, también, cuando los que les rodeaban hablaban “La quería, pero ella ya no está aquí”. Una historia con una actualidad que ni se escucha en la forma en la que la interpreta la orquesta ni se ve en la forma que se cuenta en escena.

Una oportunidad perdida para hacer que la música y, concretamente la ópera, haga pensar a partir del sentir y participe en el debate público. Sea parte de la polis y no se quede en un asunto de salón, en un debate espurio sobre lo que es o no es ópera, un debate que es más académico o profesional que público. Un debate que sobra cuando a un producto cultural se le describe como americano. Descripción que lleva implícitos el entretenimiento y la educación (o transmisión de conocimientos, valores, ideas, etc.) al público. Pues la cultura americana no entiende lo uno sin lo otro. Y eso lo supo componer muy bien Kurt Weill, pues ya lo practicaba con Brecht en Europa. Una música, como todo el mundo sabe, que fue calificada de degenerada porque incluía la vida, la vida humana, con sus miserias y sus alegrías, que haberlas, haylas, como las meigas.

 

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