Faust, que pase la siguiente

(c) Javier del Real

Comienza la temporada en el Teatro Real. Lo hace con una producción de Faust de Charles Gounod que proporciona argumentos que sirven tanto para defenderla como para denostarla. Esto es lo que ocurre cuando se trabaja un programa artístico con equidistancia que no se llega y que no se pasa. Eso sí, el espectador, cuando salga, puede irse tranquilo a cenar o a la cama.

La primera sorpresa es el comedimiento de La Fura del Baus en el montaje. Es su cuarto Fausto y, por fin, se han dado cuenta que hace tiempo que han dejado de ser los malotes del escenario y que mantenerse en ese rol simplemente es sonrojante en una compañía tan longeva como esta. Como cuando uno ve al padre de un amigo, o a su propio padre, queriendo actuar y ser el adolescente que ya no es. Parece que con este montaje aceptan que son mainstream, al menos en el mundo de la ópera, pues no hay coso operístico que no quiera tenerlos en su programación.

Comedimiento que se acompaña de experiencia. Una experiencia que se ve en muchas de las imágenes pero, sobre todo, en la creación de ese Méphistophélès. Atractivo y repulsivo a la vez. Tan reconocible y anacrónico y eterno. Creación que exige al cantante que lo interprete grandes dotes actorales. Una combinación difícil de encontrar en el mundo de la ópera, donde todavía se sigue premiando la formación vocal frente a la actoral. Tal vez sea esta la razón por la que los aficionados y críticos de toda la vida no aprecian la composición de personaje que hace Luca Pisaroni (en el primer reparto). Un trabajo de presencia escénica y, por tanto, de voz y de actitud sobre el escenario. No hay voz sin cuerpo, sin movimiento, sin acción. La ópera es carne antes que espíritu. Y eso es lo que busca esta dirección escénica, la carne.

Peor parada sale la dirección musical del otrora cantante Dan Ettinger. Su entusiasmo, solo hay que verle en el foso dirigiendo la orquesta, trabaja a la contra. De nuevo sirve la imagen de un adolescente para describirlo. Ese adolescente que se entusiasma con su cantante o grupo preferido y pone la música a todo meter, tanto que deja de apreciarse. Esto pasa en varios momentos de la función. Esa necesidad de sacar todo la potencia del sonido hace que lo suba hasta límites que a veces ocultan las voces, las amilanan o las exigen subir unos decibelios por encima de lo necesario.

A lo anterior se añade que hoy en día es difícil de entender tanto sufrimiento en una mujer adolescente por quedarse embarazada, y menos en una protagonista como la que se ve en escena, tan moderna que lleva el pelo verde, y de ese nivel social, en tiempos post-Juno de Jason Reitman. Como también resulta difícil de entender que un viejo se vea fuera del mercado del sexo, si no es por voluntad propia, por lo que difícilmente vendería por ello su alma al diablo. Por lo que el libreto, el argumento, queda un poco demodé, fuera de onda y la manera en la que se cuenta tampoco permite contextualizarlo para, al menos, establecer un debate público, una posición política de los espectadores, que tuviese que ver con lo que cuenta la obra.

Después de decir todo lo anterior ¿qué queda? Queda un producto amable. Un producto en el que cada parte hace lo que tiene que hacer con competencia e incluso con entusiasmo. Donde lo de menos es la historia, lo que se cuenta, que se usa como mera excusa para escucharse una música agradable en directo en condiciones adecuadas (de ahí la incorporación de Piotr Beczala en el papel protagonista). Y la certeza de que cuando La Fura se olvida de lo que fueron y trabajan desde lo que son, una experimentada compañía, que ya tiene sus años, normalizada en el circuito, se convierte en una potente máquina de imaginar, de crear imágenes. Los hooligans, las barbies, las mammas y sus excesivos pechos y, sobre todo, su Méphistophélès, lo demuestran.

 

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