Hommage à Boulez: fetiches y misterios musicales
Las navidades del 2016 terminaban de luto por Pierre Boulez, una de las figuras más fascinantes (en todos los sentidos) y fundamentales para entender la música experimental. Al igual que muchos otros compositores desde el siglo XIX (un fenómeno absolutamente genuino de aquellos años, el del compositor que no solo escribe música, sino también sobre ella), Boulez dejó unos cuantos textos teóricos sobre su propia obra, la de otros y cuestiones de estética. Hay dos de esos artículos que quizá nos permitan obtener, de un vistazo, un mapa de sus ideas principales o, al menos, el enfoque de sus reflexiones. El primero de ellos sería «L’esthétique et les fétiches», publicado en Panorama de l’art musical contemporain, Paris: Galimard, 1962; y, el segundo, y «Nécessité d’une orientation esthétique», en Mercure de France, Abril-Mayo 1964, n. 4 y 5, pp. 623-39 y 110-22. Ambos provienen de dos conferencias, la primera de 1961 y la segunda de 1960. La puesta en diálogo de ambos textos permite arrojar luz sobre el punto de partida crítico desde el que parte y su propuesta.
Su ataque a los fetichistas es motivado por el endurecimiento experimentado por los reticentes ante la música contemporánea. Según él, hay cinco fetiches principales que articulan la crítica a la composición contemporánea:
- “Es demasiado científico, no hay sensibilidad (demasiado arte, nada de corazón)”. Según él, tras este fetiche se esconde la idea de que lo que interesa es lo que “el compositor tiene que decir” por encima de la compleja relación entre “vocabulario y expresión”. Y es que, para Boulez, la música es “al mismo tiempo, un arte [en tanto “medio de expresión”], una ciencia y un oficio [métier]”. Por tanto, no exigirle una parte “científica” es, para Boulez, eliminar una de sus partes constitutivas fundamentales. Otra cosa (aunque aquí no entra), es qué se considera en cada caso eso científico y cómo se relaciona con el resto de elementos atribuidos a la música. ¿Es, por ejemplo, la matematización de las formas de componer parte de lo científico o del oficio? ¿Se justificaría una pieza por su potencial cientificista o su relación con medios científicos?
- “Deseo de ser original a toda costa, de ahí la artificialidad y la exageración”. Lo que se desprende de este fetiche es, para Boulez, en realidad uno sobre la historia y la “nostalgia de un pasado mejor”, ese tipo de sentencias que suspiran de que todo tiempo pasado fue mejor y que los jóvenes ya no saben lo que se hacen. En la música, tal pasado es el de la música tonal. La renuncia al sistema tonal no solo afecta a la lógica de composición, sino también al propia concepto de música, en la medida en que, por ejemplo, se articula una posición crítica con respecto a la organización jerárquica del sonido o a la forma preestablecida, planteando la posibilidad de que la forma sea emergente y en constante evolución, algo que impide la “generalización inmediata”. La imposibilidad de tal generalización implica, entonces, que todo sea “artificial” y “exagerado”, pues no existía previamente. Todo es exceso de lo preestablecido, pues es ése precisamente su cometido crítico. Esto es fundamental sobre todo porque Boulez no solo achaca esta posición de renuncia al sistema tonal a la música contemporánea, sino también a la posibilidad de escuchar otras músicas, que ponen en jaque el canon europeo occidental. Quizá esté ahí lo “artificial”, que hace pasar un ritmo de semicorcheas mantenido por la lluvia.
- “Pérdida de contacto con el público debido al excesivo individualismo”. Para profundizar sobre este asunto, quizá habría que acudir a su conversación al respecto con el filósofo Michel Foucault, algo que excede este texto. Pero, en breve, lo que Boulez destaca es que tal pérdida de contacto puede ser una ganancia. Para ello, se remite a Proust, que se da cuenta de que “cuando miramos a retratos del pasado, lo que más nos llama la atención es la forma de vestir, la forma en que llevaban el pelo o se acicalaban el mostacho”, pues hay otras características que nos han dejado de hablar. Para Boulez, invirtiendo la época, habría que considerar cómo aquellos elementos que parecen más alejados de lo que se considera el común de la sociedad puede, en realidad, hablar de y con ella de una forma muy íntima. «Puede pasar», dice, » que la sociedad no se reconozca a sí misma inmediatamente en sus propios representantes». Quien expresa a una sociedad es, para Boulez, aquel que «asuma las responsabilidades históricas» de ella. Por tanto, lo que critica Boulez, es que no existe tal cosa como una colectividad o que, al menos, ésta está dañada. El público responde a tal colectividad problemática que se resiste a verse representada por los individuos que, de alguna forma, ponen en jaque a la propia sociedad de la que proceden.
- “Rechazo a aceptar la historia y la perspectiva histórica”. El problema, para Boulez, consiste en saber a qué historia hacen referencia: a la canónica, limpia y pulcra o a otra(s) posible(s). ¿Dónde hay más historia, más tradición? ¿En Mozart o en Webern? ¿Una visita crítica a la historia no es ya la aceptación de tal historia? Lo que Boulez plantea es, desde la asunción del legado occidental en el que está inmerso, plantear la posibilidad de lo inesperado, donde no solo un concepto de evolución sea válido para comprender la composición, sino también la multiplicidad de temporalidades y su relación con la(s) historia(s).
- Falta de respeto por el orden natural. Aquí se concentran la mayoría de los críticos y teóricos de la música del siglo XX: no hay tal orden natural y, cuando se han dibujado en cada cultura, ha sido desde su propio concepto de naturaleza, en ningún caso uniforme. En este sentido, habría que recuperar el concepto benjaminiano y adorniano de “historia natural”, es decir, que no hay “naturaleza” sin “historia” y viceversa.
La “necesidad de una orientación estética” es, para Boulez, la clave del estado de la composición en los años 60 (en Europa). No es de extrañar. La trastabillada recuperación de las primeras vanguardias y las creaciones de las nuevas generaciones que comenzaban a articular su espacio tanto institucional como –por así decirlo- espiritual de creación dejaba todas las preguntas abiertas.
La cuestión de base es desde donde es legítimo pensar la música. La estética, que es desde hace años la hermana desgraciada de la filosofía, poco más o menos que una tierra de nadie entre la historia del arte y la reflexión filosófica, y para algunos incluso a duras penas filosofía. Boulez da cuenta del “peligro” de salirse del asunto cuando interviene la estética en el pensamiento de las artes, es decir, pensar desde arriba las propias obras, dejando de atender finalmente a la creación. La concentración exclusiva en el aspecto teórico hace, entonces, a las obras meras instancias o excusas para el pensamiento, pero no su objeto. Pero, además, según Boulez, hay un desierto en el ámbito del pensamiento y su relación con la música. Parece una exageración, y puede que así sea, pero dedicarse a la reflexión sobre la música, en un mundo cada vez más visual, sigue siendo marginal –con suerte una extravagancia de algunos teóricos-. Así que algo de su diagnóstico sigue estando plenamente de actualidad.
Este pensamiento puesto desde arriba afecta, según él, a la propia concepción de las obras. Hay, a su juicio, una tendencia cada vez más acusada -desde el romanticismo- de que la reflexión sobre la música se concentre en la justificación de la idea detrás de la obra, y no de la exploración del material y construcción de la misma: «la tendencia de cualquier obra, su verdadero significado, ha sido elegido deliberadamente antes de cualquier consideración del vocabulario a emplear». Esto, siguiendo con la estela romántica, hace que «la inspiración garantice automáticamente la calidad del lenguaje». Esto sigue pasando cuando un autor adquiere un nombre: es “un” Picasso, “un” Goya o “un” Beethoven. La confianza en sus ideas hace que, directamente, su ejecución deba estar a la altura de tales ideas. Es decir, Boulez denuncia la tensión entre el “querer hacer algo” y el “hacerlo efectivamente”. En realidad, Boulez está lidiando con un tema tan antiguo como la música desde que comenzó a poner en jaque sus propias lógicas formales: la tensión entre construcción y expresión, la fina línea entre lo que se cuenta y cómo se cuenta.
Tal tensión le lleva a la cuestión de la técnica que, según él, ha sido “despreciada, ignorada corrupta y distorsionada”. O bien, precisamente, por esta “idea poética” que se asume como legitimadora de la pieza y que, por tanto, deja en un segundo plano el trabajo técnico o bien porque éste es insuficiente. Es demasiado técnico, se dice en ocasiones, como si eso significase inmediatamente algo peyorativo. ¿Cuál es el valor de la técnica si se la separa del esfuerzo por dar cuenta de la inspiración? ¿Cómo se confronta? ¿Desde la descripción o desde la legitimación?
Dos corrientes representan las dos formas que, a su juicio, han marcado las formas de aproximarse a la música: desde el exceso de lo científico y desde el exceso de lo filosófico. El enfoque científico se caracteriza por la búsqueda de un lenguaje totalmente objetivo, en el que el músico es un científico que tiene un mapa acabado de todos sus pasos y estructuras. Esta postura, aunque Boulez no lo reconoce, se mueve entre la corriente formalista, donde la forma o cómo se ha llegado a ella serían lo más relevante; y la misma en la que se inserta el Boulez de estos años, a saber, el serialismo, acusado de ser una matematización de la composición, su mecanización. También va algo más allá. La descripción científica -que, tal y como lo indica, sería más bien positivista- busca la descripción de la pieza desde elementos objetivos y/o objetivables, como “el sonido, la duración o el material en crudo del compositor”. El intento de no caer en la “idea poética” la haría desaparecer por completo, algo que contradiría el proceso de composición o, al menos, la experiencia individual del compositor que sí que considera importante tomar tal idea poética como base de la pieza. A veces pasa que la idea poética, en realidad, solo aparece una vez terminada la pieza, cuando el compositor se da cuenta de que era aquello lo que estaba buscando en realidad. En cualquier caso, este enfoque científico se encargaría de dar cuenta de la obra como resultado de ciertas manipulaciones de un material analizable.
La tendencia a lo filosófico, en realidad, se refiere al pensamiento excesivamente abstracto (con la carga peyorativa que le da Hegel a lo abstracto). Por tanto, sería injusto incluir ahí a todo lo filosófico. El exceso de filosofía cae en teorías que son valiosas por sí mismas, como “ideas de ideas”, pero no en tanto realmente considerables para comprender las piezas musicales. A su juicio, algunas teorías pueden ser “refrescantes”, pero sobre todo para plantearlas en una discusión, no para la música. Es decir, la filosofía, en este sentido, sería una especie de entrenamiento cerebral, pero sería incapaz de dialogar con los objetos musicales. Ya se imaginarán que no estoy de acuerdo, pues es justamente mi trabajo demostrar lo contrario. Pero es cierto que la filosofía ha demostrado durante siglos ignorar la música dentro de sus trabajos y ha cumplido más un papel externo, como denuncia Boulez, que interno. Ya es hora de cambiar eso.
En cualquier caso, adonde se dirige Boulez es a pensar modelos desde la propia música para la música. Esto coincide plenamente con las peticiones de análisis inmanente de Adorno y algunos escritos de Dahlhaus. Boulez no critica la posible influencia de otras disciplinas, pero sí la imposición de alguna de ellas -como por ejemplo, la historiografía o un determinado tipo de análisis que reduzca lo que la música es a lo que la disciplina puede abarcar-. Ya no se trata, como indicaba Schönberg, de que la música dice cosas que solo pueden decirse a través de la música, sino que “el fenómeno musical requiere un tipo especial de pensamiento, aunque cómo describir tal fenómeno suponga un problema”. Aunque Boulez no consigue profundizar en este asunto, en realidad su planteamiento tiene una actualidad absoluta. Coincide, en cierto modo, con algunas peticiones de la artistic research, que se preguntan qué tipo de conocimiento específico surge de la práctica artística, así como si solo desde tal conocimiento específico es posible aproximarse a las artes sin convertirlas en algo diferente de lo que son, haciéndoles encajar en conceptos y lógicas de otras disciplinas, como la sociología del arte. «”¿Qué quieres expresar?” La típica respuesta de broma es, por supuesto, “nada” -o “nada aparte de mí mismo”. En ese caso, ¿Qué es ese “mí mismo”? ¿Significa que me estoy describiendo conscientemente mediante la música o que la música me describe más o menos sin yo saberlo?»
Boulez rechaza, por tanto, el abuso de hablar sobre música, y plantea, para su orientación estética, el pensar “en” música . “El músico alcanza la idea de música solo mediante la música en sí misma, que es su medio personal y propio de comunicación […]. La fuerza específica del compositor se encuentra en lo “no significativo” de la música, su carencia de “significado”». Propone, por tanto, un radical “desde dentro” para la música. Pero, ¿hay un dentro sin afuera? ¿No es ese adentro, al teorizarse, ya un afuera?
Su propuesta, su “orientación estética”, encaja a la perfección con el deseo por lo desconocido de los poetas franceses. Por un lado, frente a los fetichistas, clama -con un talante político- que habría que oponerse a los que piden «moderación en originalidad, en la propiedad, en la claridad, en las leyes eternas, en los derechos imprescriptibles…». Por el contrario, se pregunta, «¿Cómo se puede vivir sin tener por delante lo desconcido?». Y eso, lo lleva también al propio compositor que, según él, tiene en sí un “núcleo de oscuridad”, tanto como la música, que mantiene siempre algo de “misterio”. Este misterio no es el contenido de la música, sino el reto que plantea cada vez. Así que la reorientación estética que propone Boulez es bastante similar a las propuestas filosóficas alemanas y francesas que surgen a partir de los años 30, en las que se plantean hacer filosofía “sin suelo”, sin tierra firme. Boulez no revela, siendo fiel a su modelo, qué significa hacer música sin suelo. No queda claro que la suya sea ejemplo de tan atrevida afrenta.
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