La bohème, divertir sin emocionar

(c) Javier del Real
Poco o menos que nada se puede decir de la nueva producción de La Bohème de Puccini que se puede ver en el Teatro Real durante todas las navidades. Todo es correcto, pero hay que preguntarse si un teatro de ópera nacional se puede permitir el lujo de ser correcto. Sino tiene la obligación de traspasar los límites artísticos. Ya sea por exceso, como ocurre con los magníficos montajes de Zeffirelli, o por defecto, los magníficos montajes de directores contemporáneos. Desde luego no hay que ir a Reino Unido ni asociarse a Covent Garden para este tipo de montajes.
Como resultado del no saber que decir, excepto repetirse, la crítica sigue a lo suyo. Un poco de contar la historia por aquí. Otro poco sobre la parte artística de la obra con descripción prolija, aunque desganada, sobre la dirección de orquesta, el canto y lo que un crítico de ópera entiende por interpretación teatral. Algo de política o gestión cultural (más o menos crítica en función del sesgo editorial o la cercanía con el teatro del crítico.) Análisis de lo que le gusta a los madrileños, Puccini sí, Puccini no. Vamos, entre un análisis pesudoacademicista de la obra y un poco de sociología de la ópera. De su lectura se concluye que el montaje no está mal, aunque se ceben en lo negativo, por tanto, será que está bien, aunque se ceben en lo negativo, es necesario reiterarlo.
Claro que si se es aficionado o profesional de la ópera es difícil ver la obra sin contaminar. Aceptar la propuesta tal y como se ofrece. Como si fuera la primera vez que se oye y ve. Quien más y quien menos ya la ha visto, oído o ambas cosas. Sin embargo, hay que intentarlo.
Al hacerlo, se descubre que la obra suena a musical, al menos en la dirección que ha elegido Paolo Carignani. Nada que discutir. También, que se habla de la bohemia pero que propone una bohemia muy burguesa en lo que quiere y en lo que desea. A saber, comer y beber todos los días y a todas horas, a ser posible en buenos restaurantes, comprar en centros comerciales lo que se quiera, tener una pareja fiel para toda la vida. No hay nada realmente disruptivo que avise del peligro. Ni si quiera un amour fou, más bien algo lo más parecido al amor conyugal. Combinación de música e historia que explicaría su masiva aceptación allá donde se (re)pone.
Por tanto, es una obra que necesita, reclama, una puesta en escena valiente y decidida para decir algo. No valen medias tintas ni pasar de puntillas. Esa música y esa historia, para dotarse de densidad, piden un contrapunto escénico y no una mera ilustración. Richard Jones, el director de escena, lo sabe, pero parece que trata de eludirlo y a la vez hacerlo. Para eso usa el artificio consistente en poner la obra en un escenario desnudo sobre el que nieva y sobre el que los tramoyistas mueven y colocan la escenografía clásica a la vista del público.
¿Lo elude? Tal vez no. Tal vez lo que hace es mostrar al público que todo lo que está viendo es falso. Que pasar hambre y frío, no tiene nada de glamour. Que morir de tuberculosis, o de cualquier otra enfermedad, mucho menos. Que el amor no es eso que se ve en escena. Que nadie quiere así, ni se desquiere así. Que los artistas verdaderos no se deshacen de sus obras para calentarse, pues significaría deshacerse de sus vidas. Que la nieve que cae del techo no es más que una nieve falsa que ni se derrite ni cuaja en el escenario. Que todos son luces y sombras, incluso aunque esta historia trate de artistas de tres al cuarto que viven y se enamoran en la ciudad de la luz, es decir en París.
Quizás sea mucho imaginar todo lo que se dice en el párrafo anterior. Sea la intención de justificar a un director de escena que viene con la etiqueta de rompedor. Aspecto este que se intuye en la escena en la que Musseta, personaje que junto con Marcello forma el contrapunto gracioso de la pareja protagonista, se desboca en el restaurante. Una escena que convierte a La bohème en toda una comedia que podrían haber firmado los hermanos Farrelly de una olvidada película como es Algo pasa con Mary. Escena que da la clave cómica, de broma, que podría haber proporcionado una mirada irónica sobre lo que pasa en la ópera y hubiera librado al público de tener que irse a casa y tener que convertirse en Rodolfo o en Mimi. En tener que vivir ese amor romántico que, solo hace falta mirar la platea, llena de parejas, para ver que ya no existe, si es que alguna vez existió, pero que se ha convertido en una ficción que rellena la soledad de las tardes de domingo, aunque sea vistiéndose y arreglándose para ir a la ópera. Parejas que prefieren divertirse a emocionarse. A perderse en la alegre diversión antes que en la dolorosa emoción que les recuerda que son un cuerpo con pensamientos, sentimientos con sentidos.
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