El timbre y lo demás

ARSIS

Este texto trata de poner en cuestión la idea del timbre como paradigma y, por alusión, la idea del no-timbre como antiparadigma. Soy consciente de la paradoja que constituye hablar de una música sin timbre, pues todo sonido posee algún tipo de timbre o color. Con “no-timbre” me refiero aquí algo parecido a aquello que podamos entender cuando decimos que una fotografía “no tiene color”. Toda imagen tiene un color, pero cuando éste se halla reducido a un único tono (por ejemplo, grises), este tono queda automáticamente descartado como color, pasando a ser “otra cosa”. Del valor de esta “otra cosa”, de este no-timbre, es de lo que quiere hablar este texto al poner en cuestión el timbre como paradigma indiscutible.

TESIS

Una de las definiciones más interesantes del fenómeno timbre, es ésta que encontramos en el compendio de teoría musical elaborado por el software de educación auditiva Earmaster: “El timbre se refiere a todos los aspectos de un sonido musical que no tienen nada que ver con la altura, la intensidad o la duración de ese sonido”. La ingenuidad de la definición es, a la vez, una genialidad por su clarividencia: el timbre es esa diferencia que percibimos, pero que no sabemos definir muy bien, cuando no percibimos diferencias en lo demás. Y a las obras más genuinamente tímbricas me remito: casi todo Scelsi, el Schönberg de Farben, el Wagner del preludio del Rheingold, el Ravel del Bolero, el Grisey de Partiels, todo Niblock, todo La Monte Young… en todas estas obras y autores se produce una manifiesta potenciación del elemento “timbre” gracias, principalmente, a una extrema limitación en la variabilidad de todos los demás elementos: el melódico, el armónico, el rítmico, el gestual, el conceptual…

Invirtiendo la pragmática descripción anterior podríamos decir, ingenuamente pero con convicción: cuando el timbre no cambia, percibimos con más fuerza todo lo demás.

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La música contemporánea lleva más de 60 años escarbando en la materia sonora y descubriendo nuevos sonidos y timbres. Ya los conocemos todos.

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Si el timbre fue el adalid del paradigma de un discurso sonoro basado principalmente en la materia (es decir, el de la música contemporánea desde 1945), es lógico que los discursos que intentan salir del callejón sin salida en el que se halla sumido lo matérico, traten, a su vez, de minimizar la relevancia del timbre.

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Que la música pueda ser maravillosa sin tener demasiado en cuenta el timbre ya lo demostró Bach, cuya propensión a trasladar obras de unos a otros instrumentos denota que su obra no está en el timbre.

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El timbre no lo es todo. También tenemos alturas, ritmos, estructuras, texturas, procesos, silencios, espacios… y también tenemos ideas.

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Disponer de una paleta tímbrica tan desarrollada y establecida como la que tenemos ahora, así como de unos intérpretes capaces de dominar con precisión los recursos de sus respectivos instrumentos, no significa que su uso se convierta automáticamente en un valor.

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El timbre es como una salsa. ¿Se ha convertido esta salsa en el glutamato monosódico de la música contemporánea del siglo XXI?

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En la era de la quasi absoluta fidelidad cromática de las cámaras de foto y vídeo, ¿por qué el blanco y negro?

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Michel Chion decía que cuando presenciamos un sonido junto a una imagen, no lo escuchamos, lo “audiovemos”. El timbre es como la imagen: en igualdad de condiciones, tiende a ponerse por delante del resto de elementos, y no sólo es imposible no percibirlo, sino que en ocasiones es muy difícil que nos llegue lo que hay detrás.

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Sin color, la imagen es todo lo demás. Como en Cartier-Bresson. Como en August Sander. Como en —permítanme una incursión hacia la imagen en movimiento- el Eraser Head de David Lynch. Como en On Kawara: cuán diferentemente sería percibida su plástica sin esa extrema sobriedad cromática.

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Adelgazar lo tímbrico para escuchar más allá.

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Sin timbre, la música es todo lo demás.

CODA

Todo lo demás: todo lo comprendido entre el negro y el blanco, entre el silencio y el ruido blanco; sin color, sin timbre. Este texto propone, a fin de cuentas, un elogio de todo ello, de lo compuesto y de lo mucho que aún está sin componer. Y el elogio de algo no implica el rechazo de su otro. Nunca debería implicarlo per se, ni en música ni en lo que no es música. El elogio de la quietud no tiene por qué implicar un rechazo del caminar. Adoro tanto el caminar como el estar quieto. Y adoro obras y compositores genuinamente tímbricas como casi todo Scelsi, el Schönberg de Farben, el Wagner del preludio del Rheingold, el Ravel del Bolero, el Grisey de Partiels, todo Niblock, todo La Monte Young… Pero este texto es un elogio de lo demás.

 

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