La excentricidad de la ópera contemporánea

(c) Javier del Real
¿Qué se pretende favoreciendo la creación contemporánea de óperas? ¿Cuál es su objetivo? Las preguntas se refieren tanto sobre el objetivo de las instituciones culturales que las promueven como de los artistas que se embarcan en estas empresas. Son preguntas que surgen viendo el estreno mundial de Brokeback mountain en el Teatro Real de Madrid. Su compositor, Charles Wuorinen, tiene una trayectoria musical tal que a estas alturas le queda poco por demostrar. Aunque su producción operística no es muy abundante, el resto de su producción musical, sí. Además de ser ampliamente reconocida con premios, interés crítico, invitaciones de instituciones y de otros colegas, tal vez, más famosos o populares. Así que, a parte de la remuneración que pudiese percibir por su trabajo, es de suponer que una ópera así solo puede ofrecer un reto profesional, un reto artístico, para quien la acepta y para quien la produce.
¿Sólo? Tal vez no. El musicólogo Gabriel Menéndez ha expresado muchas veces que el impulso y el avance de la ópera suele venir de los márgenes, de aquellos lugares donde la ópera no tiene tradición. Es en esos lugares donde suele encontrar unos profesionales que quieren crear para su país un tipo de obras musicales que no tienen, a modo de una identidad nacional en el género. Siempre pone como ejemplo paradigmático el caso del británico Britten en el siglo XX. Puede que Wuorinen y otros músicos, dramaturgos y artistas norteamericanos estén siguiendo este paradigma, consciente o inconscientemente.
El caso es que el espectador se sienta ante esta historia de amor entre dos vaqueros homosexuales en un entorno hostil a dicha relación, tanto geográfica como socialmente, y se le muestra una naturaleza llena de bestias, que amenazan las propiedades del hombre. Y una sociedad, también llena de bestias, que rechaza lo que no considera natural, el amor entre personas del mismo sexo. Un rechazo que en esta ópera es más contado que explicado, más que hecho sentir desde un punto de vista sensual, sensorial, para el espectador, incluido el espectador ávido de nuevas experiencia musicales en los teatros de ópera, el que cree que el arte de hoy tiene que ofrecer un reto, una pregunta, para entender su hoy y entenderse y no para conocer su pasado, cosa que se lo explican mejor en los libros de historia. En definitiva, que la propuesta sea simplemente aburrida, es sin duda responsabilidad de todo el equipo artístico, comenzando, tal vez, por el libreto de Annie Proulx y siguiendo por la música que ofrece el compositor. De los que se salvan, al menos para los que escuchan, la orquesta y su director (Titus Engel) y sus cantantes (destacando Daniel Okulitch y Jane Henschel), pues el Teatro Real ha entendido que el repertorio contemporáneo tiene que ser ofrecido con mucha calidad por la especial dificultad que supone para el público, ya sean por su novedad al no haberlo escuchado antes o por la vinculación de la obra a lo que se entiende por contemporáneo, aunque las obras que el público y los periodistas entienden y clasifican como contemporáneas haga ya más de un siglo que fueron compuestas.
En cualquier caso, el problema no es tanto el aburrimiento que produce, categoría artística inexistente, sino la incapacidad para poder decir algo sobre lo que ofrece la obra, aunque ese algo sea un claro rechazo razonado de la propuesta. Los profesionales del periodismo musical lo intuyen, solo hay que escuchar la digresión que José Luis Téllez hace sobre el cine de temática homosexual para rellenar su introducción, por cierto, un análisis muy pobre y lleno de lugares comunes que nada aporta a la comprensión de la obra a la que se enfrenta al público. Lo mismo que pasa con el programa donde se trata de justificar al autor por su currículo más que por la propuesta concreta ante la que se va a sentar al espectador.
Menos mal que hay un momento en el que gracias al trabajo de todos los implicados el espectador se olvida de la música, de los cantantes, de la orquesta, del libreto, de la puesta en escena y se centra en lo que ocurre sobre el escenario. Un momento que deja intuir que de haber seguido por ahí, otra cosa hubiera sido posible. Momento accesible a aquellos espectadores que siguen alerta, que no han dimitido de la propuesta al no haber encontrado nada de interés o al haber confirmado sus peores expectativas. Espectadores que se pierden ese momento de felicidad conyugal que la realidad, esa realidad hostil que les rodea, se empeña en arrebatar en forma de trabajo y salario. El trabajo y el dinero que Ennis del Mar necesita para seguir manteniendo el rol de vaquero pendenciero y solitario amante del güisqui del tres al cuarto, en definitiva, de hombre, que Jack Twist, su pareja, no quiere a aceptar. Momento al que suceden las escenas más emotivas de la obra: el conocimiento de la muerte de Twist, el encuentro de Ennis con sus padres, el diálogo de Ennis con la madre. Una pena que en la escena final este momento desaparezca, cuando Ennis jura, I swear, dice, que se mantendrá fiel, letra que recuerda al pop mecánico e industrial que se escucha habitualmente en las radiofórmulas y en los canales de vídeos musicales, música pop que Wuorinen dice no gustar y evitar expresamente en sus composiciones.
El caso es que al final, el público asistente aplaude, aunque sin entusiasmo, seguramente por la calidad, como ya se ha dicho, de orquesta y cantantes, aplausos que no flaquean, aunque tampoco se intensifican, cuando el anciano Wourinen sale a saludar en las primeras representaciones. Incluso, en algunas sesiones se escuchan bravos, procedentes de un público que no parece el habitual del coso madrileño, de aspecto casual y trendy, pretendidamente descuidado, entre el que predominan las parejas de hombres. Y entre el público de butaca una mujer vestida como de excursionista americana a punto de hacer trekking o de salir de la caravana en la que vive. Personaje nada habitual del teatro y que se parece a Annie Proulx. También aplaude y escucha, entre atenta e interesada, la reacción del público un domingo por la tarde. La misma que antes de que empezara el espectáculo permanecía de pie mirando quien entraba en el patio de butacas. Y, si fuera la autora, es la misma que rechazó la popular película que Ang Lee rodó basándose en su relato, con música de Gustavo Santaolalla, y responsable, aunque no le guste, de que este Brokeback mountain se haya subido a escena y de que entre el público asistente se vean caras nuevas que, tal vez, aplaudan acordándose más de la película que de lo que han visto y oído en el escenario que parece tan alejado de sus gustos habituales. Un éxito que encontró una situación muy actual para mostrar los mecanismos del amor, ese amor que nos pone en peligro, en riesgo de perderlo todo, hasta a nosotros mismos, igual que en las novelas del XIX hacía que se perdieran las protagonistas de Ana Karenina, Madame Bovary o La Regenta. Esa excentricidad de los humanos y trasunto, una y otra vez, de la ópera que busca en cada época los límites de su marco de referencia para contarlo.
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