La música contemporánea (I)

Sabedores de que Dios y Schoenberg murieron hace ya algunas décadas y el arte vive emancipado y disperso en apartamentos de 25 m2, me atrevo, disculpen la ingenuidad, a volver a mi plano de inmanencia tras el siempre breve intermezzo estival con viejos textos y, tal vez, con gastadas disquisiciones sobre la creación estética, la historia y la buena educación. Sí, antiguas cuestiones, pero que tanto animan el debate en momentos de incertidumbre, aunque, ¿no estamos sometidos constantemente a ese principio físico descubierto por Heisenberg en 1927? Dicen los más mayores del lugar (y comienzo a sentirme uno de ellos) que la única certeza es que vamos a morir, aunque, por supuesto, nunca sabremos en qué posición y a qué velocidad. Ah! La muerte…, apasionante tema, pero no es de lo que iba este artículo.

Del primer personaje no voy a hablar gran cosa, seguramente nada. Nadie ha demostrado su existencia hasta la fecha y bastantes cuestiones importantes tenemos entre manos como para andar por los inextricables caminos de la teología. Del segundo, que caminó del judaísmo al protestantismo, pasando por el catolicismo, y vuelta a comenzar, conversó en la intimidad con más de un dios, sin embargo, siguen interesando algunos de sus posicionamientos intelectuales y artísticos. Es verdad que Schoenberg murió el 13 de julio de 1951, como también lo hará Boulez un día de estos, y como dejó escrito el autor de Moses und Aron “las cosas sólo pueden ser explicadas a fondo cuando ya han muerto”. Qué fatalidad.

Schoenberg dejó constancia de la importancia del valor histórico dentro de la enseñanza. (Basta repasar la introducción de su Harmonielehre) Sólo haciendo comprender a los alumnos el pasado, podrán, más tarde, entrever el futuro y sólo cuando una obra comienza a ser comprendida, se busca el orden y las leyes que, tal vez, la han hecho posible. Por eso la Estética se erige en la gran fagocitadora del Arte, impidiendo el movimiento, el cambio. Schoenberg, compositor, artista y “teórico”, aborrece la teoría y los teóricos que destilan constantemente leyes “eternas”, “cánones” inamovibles, y que tratan de poner trabas y corsés al desarrollo del arte. A estas alturas del baile, resulta paradójico, ¿no creen?

Para el compositor judío “…en todo lo que vive está contenido su propio cambio, desarrollo y disolución. La vida y la muerte están ya en el mismo germen. Lo que hay entre ellas es tiempo. Así, pues, nada esencial, sino sólo una medida que se llena necesariamente.” (Encuentro a faltar espacio) La modernidad y su narratividad y el concepto de progreso marcan inevitablemente el discurso schoenbergiano. Eran otros tiempos. “Con este ejemplo, aprenderá el alumno a conocer lo único que es eterno: el cambio; y lo que es temporal: la permanencia. Se dará cuenta así de que mucho de lo que se ha tenido por estética, es decir, por fundamento necesario de lo bello, no está siempre fundado en la esencia de las cosas. Que es la imperfección de nuestros sentidos lo que nos obliga a unos compromisos gracias a los cuales alcanzamos un orden. Porque el orden no viene exigido por el objeto, sino por el sujeto.”

¿Sigue siendo la fe en el progreso el motor de la historia de la humanidad? Ciertamente, el modelo hubiera dejado de ser operativo si no siguiese vigente esa agotadora idea de los tiempos modernos (“esta sociedad contemporánea avanza que es un primor”, ¿recuerdan?). El progreso tecnológico sigue marcando el frenético compás a un planeta exhausto y al borde del colapso. El desarrollo de nuevos canales e instrumentos de comunicación acercan a la humanidad, se conoce de forma inmediata lo que ocurre en cualquier rincón del mundo, pero no consigue que la vida deje de ser más banal, anodina e insensible que nunca. Hace doscientos años que Goethe criticó y cargó contra un mundo emborrachado de “riqueza y velocidad”, completamente abducido por las comunicaciones y hundido en la mediocridad. Pues, eso, han pasado dos siglos y no parece que las cosas hayan cambiado demasiado. La loca carrera en nuevos y más veloces cacharros continúa.

El profesor de Estética Vicente Jarque hilvana un interesante relato sobre la interpretación historiográfica del arte contemporáneo en su ensayo Historia, progreso y arte contemporáneo. En este texto, se revisa la obra de Gombrich, polémico “comentarista de la historia del arte” que tensionó la discusión más si cabe al afirmar que “la filosofía del progreso en el arte” conduce inevitablemente a “la teoría de la vanguardia”. Y en ese bucle nos encontramos desde hace décadas, ¿no les parece? Jarque parte de la hipótesis de que “la historia del arte carece de sentido sin referencia a la historia del ser humano”, pero advierte de que, si bien la “historia del mundo” es la narración de la lucha del ser humano por su emancipación —y a eso podemos llamarlo “progreso”—, el arte, gracias a la autonomía que le brinda su propio relato, no “progresa” en absoluto. Ahora bien “sólo puede ser entendido y valorado (interpretado y eventualmente narrado) en confrontación con ese progreso que no es del arte, ni tiene por qué serlo, sino de la humanidad.” Este profesor de la Facultad de Bellas Artes de la Universitat Politècnica de València persigue el complejo objetivo de “tender puentes entre la realidad del arte actual, supuestamente emancipado, y esa humanidad, patentemente no emancipada, que lo produce y lo padece o disfruta”.

Hace unas semanas, en esta misma revista, Pedro Ordóñez Eslava nos anunciaba en un artículo la publicación de su ensayo Sevilla y la música contemporánea. Estudio de una historia viva. El musicólogo y guitarrista aprovechaba para lamentarse de la situación actual que atraviesa la creación musical contemporánea y el arte sonoro de nuestro tiempo: la falta de apoyos y subvenciones y la inexistencia de públicos interesados, para acabar arremetiendo contra las instituciones públicas y su falta de sensibilidad ahora que en lo económico pintan bastos. No obstante, Ordónez dedica un último párrafo a la autocrítica y propone “aprovechar esta oportunidad —ya saben… aquello de que toda crisis es una oportunidad, etc.— para dejar de mendigar limosnas institucionales” y cuestionarse “por qué no existe un público atraído por la creación musical contemporánea y qué parte de responsabilidad tenemos en ello”.

¿Cuántas veces hemos leído o escuchado este mismo lamento, reproche y autocrítica? No digo que no sea legítimo y necesario para algunos compositores, pero a estas alturas del siglo XXI, que, ciertamente, ya despertó, aunque se puede seguir pensando que no nos dimos cuenta, no ha lugar a seguir llorando por la música contemporánea. Si la última crisis del capitalismo depredador ha hecho desaparecer festivales, subvenciones, ayudas y centros dedicados a la misma, no cabe continuar con el sempiterno lamento, que, por otra parte, siempre ha acompañado a este género, estilo, estética, escuela o simplemente etapa histórica de la música clásica occidental. Es importante hacer una reflexión profunda sobre ¿qué ha sido y ha supuesto la música contemporánea? ¿A quién interesó realmente?, pero también preguntarse si ¿no convendría pasar página y poner en cuarentena el concepto de contemporáneo asociado al de música o al de arte en general?

Mientras la historia de la ciencia y de la filosofía evolucionan (o transitan) desde el estructuralismo hacia el posthumanismo, la música sigue aferrada a lo contemporáneo, que es como no decir gran cosa en este momento. Son muchos los historiadores del arte y estetas que desde hace años hablan de cambiar de etapa y abordar una compleja post-contemporaneidad sin complejos o escoger algún nuevo concepto que se ajuste más a la mayoría de edad de la creación musical actual. ¿Por qué no? Se cae de manera recurrente en la contradicción de ensalzar la emancipación y autonomía plenas del arte musical, pero sin perder de vista el faro alejandrino del academicismo contemporáneo.

Cabría preguntarse a quién ha beneficiado y beneficia la música contemporánea —cui prodest?— y posicionarse. Vuelvo sobre lo ya andado en este artículo para apuntalar la cita que Walter Benjamin hizo de Goethe en su ensayo sobre el poeta, escritor y teórico germano: “La riqueza y la velocidad, eso es lo que el mundo admira y lo que todos desean. Los ferrocarriles, los correos rápidos, los barcos a vapor y todas las facilidades de comunicación posibles, eso es lo que busca el mundo cultivado para sobre-cultivarse y, así, permanecer en la mediocridad. El acceso general a la cultura tiene por lo demás el efecto de generalizar una cultura media…” Bruno Tackels, autor de un magnífico ensayo sobre Benjamin, lanza una pregunta clave: “¿Cómo conciliar la exigencia de democracia y la exigencia de excelencia?” En cien años, la cuestión no ha evolucionado verdaderamente.

Recientemente, el profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid Carlos Taibo acudía al filósofo norteamericano John Zerzan, impulsor del anarcoprimitivismo y del “decrecimiento”, para meditar sobre “ni no somos víctimas ingenuas de muchas tecnologías aparentemente emancipadoras” (en clara alusión a Facebook, entre otras muchas) y concluir que todas las tecnologías creadas por el capitalismo llevan la impronta de la jerarquía.

 

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