La ópera blanda

(c) Javier del Real
La recuperación de La prohibición de amar de Wagner por parte del Teatro Real es todo un acontecimiento. Algo que ya se podía intuir en la multitudinaria rueda de prensa previa. Al acontecimiento se puede añadir el beneplácito del público y de la crítica que la han recibido con los brazos abiertos y con muchos aplausos. Seguramente porque más que un Wagner es una ópera de fuerte rasgos italianos, lo de menos es que se cante en alemán. En la que predominan lo festivo y lo cómico, al menos en el montaje que ha realizado Kasper Holten, el director artístico de la Royal Opera House. Y su contenido dramático procede de Medida por medida de Shakespeare que proporciona la anécdota de la obra. Una verdadera ensalada europea.
Ópera ligera que ha sido, además, aligerada en su partitura quitando recitativos y reiteraciones musicales. Acortada para complacencia de los públicos de hoy. Nada que decir. No se puede olvidar que la ópera es teatro y el acortar, alargar, estirar, son herramientas que los responsables de las distintas producciones usan y han usado desde que el mundo teatral es mundo teatral. Algo que el purismo musical radical suele llevar mal, lo que va siempre contra las obras a las que se fija en un canon para las que no fueron escritas.
Porque si hay algo que pide esta obra es libertad. Libertad frente al juicio severo que dictan las ideologías sin alma por el simple hecho de dictar. Libertad que estas ideologías se dan así mismas para ser ejercidas sin piedad. Y frente a ello se ofrece comodidad, entretenimiento, un agradable pasatiempos. Una tarde o noche confortables. Afeada, tal vez, por esa aparición fuera de tono de una sosias de Ángela Merkel, la actual presidenta alemana, repartiendo dinero en el eurocasino, mejor dicho, la eurotimba que tiene montada la Unión (Económica) Europea. Un chiste o un comentario que no viene al caso con el espíritu general de la propuesta. De niño bueno que quiere mostrarse malote.
Claro que la obra suena bonita. Incluso más que bonita independientemente del irregular reparto vocal. Wagner es Wagner. Y el trabajo de concreción de la partitura realizado por Ivor Bolton, el director musical de esta ópera y del Teatro Real, al mejor estilo teatral (sí, teatral, han leído bien), consigue que el público la aprecie en lo que vale. A lo que se añade, una orquesta que se encuentra más que cómoda en lo que hace y que va entusiasmándose con la música a medida que la representación avanza al igual que su director. Un entusiasmo que sale del foso e inunda el teatro.
Según comenta José Luis Téllez, Wagner escribió en su autobiografía que esta obra se le ocurrió un verano en la que se entregó “[…] al materialismo, la belleza física, el humor y la despreocupación […]”. Anhelos que sirven para describir a Wagner como si fuera un adolescente en plena revolución hormonal. La realidad era que ya tenía veintiuna primaveras en una época en la que a esa edad ya se era un adulto hecho y derecho pues estaba punto de alcanzar la mitad de lo que el común de los mortales esperaba vivir entonces. Consciente, pues, del deseo sexual y sus consecuencias. De la imposibilidad de que la ley escrita de los seres humanos pudiera prohibirlo por decreto y de la ridiculez de condenarlo. Que la mejor postura es entenderlo y, si es correspondido, aprender a disfrutarlo y celebrarlo. Y, también, conservarlo, pues todos los protagonistas de la obra acaban emparejados con el o la responsable de su deseo amoroso. El resto es culpa, frustración, dolor, tristeza, llanto. Si es que las leyes divinas no lo convierten en pecado y las leyes humanas en delito.
Todo lo anterior está en la obra. Está en la historia y está en la música. Pues son sus protagonistas una monja, una persona que voluntaria e irracionalmente rechaza todo deseo, y un juez, que racionalmente con una ley cree ponerlo a raya, marginarlo de su vida y de la vida pública. Pues bien, no se ve. No se entiende. No se escucha. Ocultos en un montaje y en una interpretación musical que apela a la satisfacción inmediata de los sentidos antes que a despertar una sensibilidad. Una sensibilidad que la maquinaria del consumo desaforado mantiene más que dormida, anestesiada o en coma con inventos como el Día de San Valentín o de los Enamorados que se acaba de celebrar. ¡Qué bueno hubiera sido haber vivido aunque solo fuera durante dos horas y media aquel verano wagneriano!
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