Ligeti y las ardillas
21 de diciembre de 2015. Al fin, después de diez días de encierro, consigo salir del hospital: para celebrar la proximidad del Fin de Año, siempre hay algún familiar que decide ponerse gravemente enfermo y a uno le toca pasar las noches y sus días durmiendo en camas abatibles y alimentándose de la basura que venden las grandes superficies comerciales, ya sean hospitales privados ya sean cadenas de fast food que se localizan siempre con proximidad a los lugares de sufrimiento humano -así como vibrando ambos por simpatía-, aunque el asunto es que en esta ocasión mi cadena de hamburguesas favorita (uno tiene favoritos para todo) ha decidido regalar muñequitos de plástico de mis personajes fetiche de la infancia: Alvin y las Ardillas. Y nada de esto tendría importancia si no fuera porque, en mi memoria sonora, las dichosas Ardillas tienen parcela propia en un sector privilegiado de mi hipocampo.
Supongo que cualquier nacido en la década de los primeros 80 podrá recordar los desayunos con aquella sintonía rockera de dibujos animados entonada por tres ardillas musicales, aunque en realidad casi cualquier generación a partir de 1960 ha podido disfrutar de lo simpático de sus voces procesadas, desde su origen como muñecos o a través de sus dos serie televisivas y sus sucesivas encarnaciones cinematográficas. Creadas en 1958 por Ross Bagdasarian como una excusa visual que justificara el uso de voces manipuladas en el estribillo de su canción comercial The Witch Doctor, al principio estos roedores no aparecían acreditados en firme, aunque a escasos meses del tremendo éxito de la canción Bagdasarian las dio a conocer al público en forma de marionetas que él mismo manipulaba mientras cantaba. Sencillamente, se sacó de la manga la utilización de unos muñecos de trapo que le permitían explotar industrialmente en TV una idea que ya había conseguido el éxito un par de décadas atrás: la alteración de las frecuencias de la voz humana mediante la aceleración de la velocidad del magnetofón en 1939 había supuesto un verdadero impacto para el gran público a través de las superproducción cinematográfica The Wizard of Oz, siendo en aquella ocasión los grotescos munchkins los portadores de tan singular aparato fonador. Año 1939, el mismo en que John Cage da a luz su Imaginary Landscape Nº1 y se inaugura la corriente de la electrónica en vivo: la simiente está ya en la tierra, y mientras que la música de inspiración zen cambiará para siempre el entorno de la composición académica, los enanos deformes de Oz revolucionarán el mundo entero dando lugar a un terrible axioma, el de que las innovaciones en el ámbito sonoro han de referirse siempre a alguna realidad tangible y visual si quieren incidir en la sociedad de una manera global y palpable.
El problema derivado de la percepción de nuevos sonidos, sonidos creados-en-laboratorio o sonidos jamás antes escuchados, ha sido una de las reflexiones más interesantes en generaciones de creadores anteriores a la nuestra, dado que si bien nosotros hemos asimilado una buena parte de estos sonidos “extraños” (más bien, hemos asimilado la posibilidad de que se produzcan), para los pensadores de la primera mitad del siglo XX todo este nuevo campo sonoro era absolutamente desconocido y, por lo tanto, un ámbito a analizar en profundidad. De entre toda la literatura acerca de la cuestión en manos de decenas de autores consagrados como Berio, Ligeti, Stockhausen, son escritos como los de Boulez y muy especialmente todo el legado de Schaeffer en torno a los problemas de la música concreta y esa visión suya sobre la acousmatique, los que pusieron de relieve que la audición de un objeto sonoro más o menos tradicional conlleva implícita la imagen de dicho objeto (escucho un violín, ergo imagino un violín) y, aún en los casos en los que esto no sea así, el sonido será asumido con mayor facilidad si de alguna manera remite a cualquier referente externo aunque lo haga a un nivel simbólico: un neumático frotado con un arco de contrabajo jamás podría ser asumido como objeto sonoro de pleno derecho pero si de alguna manera dicho sonido se identifica con una especie de mugido-de-vaca-aullante, el éxito está asegurado – las vacas de Walt Disney lo atestiguan. Y todo ello conlleva otro axioma terrible que de alguna manera es casi el mismo que el primero: la música, el sonido, es insuficiente para el ser humano. Ese ser humano que, dicen, debe su evolución a su vista de manera primordial, es el mismo que necesita VER siempre representada de alguna manera la imagen del sonido, por lo que esta problemática podrá extenderse mucho más allá del entorno electroacústico y aplicarse a casi cualquier innovación formal, tímbrica, estructural, del tipo que sea.
Nos lo dicen los maestros y la experiencia: podremos desarrollar cualquier tipo de sonido en cualquier tipo de contexto sonoro, pero, sin una imagen acompañante (real o provocada por la propia abstracción del oyente), su incidencia social será escasa o, casi con seguridad, del todo nula. Llamémoslo “arte sonoro con proyección de vídeo” o “música programática”, la innovación sónica necesita de una excusa para su existencia y a los músicos nos cuesta admitir esto: nadie aceptará de buen grado el hecho de que la Cultura para la posteridad le deberá más a Alvin y las Ardillas que a Ligeti, pero lo cierto es que no ha sido Ligeti por sí mismo quién ha extendido ninguna de sus ideas. Ligeti es básico en la Historia de esa Cultura, porque la ha permitido con sus avances, con sus investigaciones, pero no ha sido el eslabón final del asunto. El eslabón final es la asunción o no de las innovaciones, y hasta en eso Ligeti debe al cine de Kubrick su permanencia más destacada en la memoria colectiva a través de la presencia de sus partituras en películas como 2001 o The Shining. Pero insisto en que le ganan las Ardillas a través de los anuncios televisivos: The Witch Doctor, nuevamente, reconvirtiendo su célebre “Oo-ee, oo-ah-ah, ting-tang, walla-walla, bing-bang” en “Toma Lacasitos”, ha tenido mucho más alcance que cualquier Lux Aeterna. Habría que verlo todo con perspectiva histórica, por supuesto, y analizar la permanencia de unos y otros dentro de 200 años, aunque personalmente considero que ante verdades tan reveladoras lo mejor sería seguir cerrando los ojos y dedicarse a componer sin pretender trascender demasiado socialmente. En todo caso, y siempre y cuando uno decida entregarse a las vicisitudes de los lenguajes más innovadores y agresivos, la colaboración con los editores de vídeo podrá ser contemplada como un bien noble y admisible, ya sea con el entusiasmo propio de las adicciones, ya sea como la asunción de un condicionamiento necesario con la misma resignación con la que uno asume las prescripciones médicas – tratando en cualquier caso, por supuesto, de hacerlo así como vibrando ambos por simpatía.
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