Los últimos días de la humanidad, en busca de una música en presente

Cada vez más la música sale de los auditorios o de los lugares consagrados a ella y se incorpora a otras propuestas artísticas, sobre todo escénicas. Varios son los que han pasado recientemente por esta sección (Grand Applause de Jorge Dutor y Guillem Mont de Palol en Naves Matadero y Música y mal de Lola Blasco en el Pavón Teatro Kamikaze) y ahora llega Los últimos días de la humanidad propuesta escénica creada por Susana Gómez a partir de textos del inclasificable escritor y periodista Karl Kraus para el ciclo del Teatro de la Abadía Partir|Venir|Quedarse sobre las masas de refugiados que vagan por el mundo. Obra a la que la Wiener Kammersymphonie le pone música. La que se oía en el momento en el que Karl Kraus escribía.

La primera impresión que se tiene del espectáculo es la actualidad de los textos irónicos y sarcásticos que escribió este autor. Textos que perfectamente se podrían haber escrito ahora. Textos que muestran esa simbiótica relación que se establece entre las guerras y el periodismo que nos informa de la misma. Esa connivencia que promueve entre el común de los mortales su ardor guerrero y patriótico. Esa falsificación de los hechos que produce el fotoperiodismo por conseguir una foto impactante o bonita. Ese marketing, capaz de mercantilizar (aún más) la muerte, con poder de convicción para hacernos creer que sus órdenes son nuestros deseos. O esos médicos borrachines que hacen revisiones a los soldados antes de que vayan a la guerra dando burlonamente aptitudes al azar. Y tantos otros sketches que se suceden entre una y otra composición musical mientras se proyectan en la pantalla imágenes de la Primera Guerra Mundial. Un intento de recordar que no, que no han sido escritos ahora, sino en un momento que se puede pensar ya lejano.

Frente a ellos, una música, la de la época del autor. La de Gustav Mahler, Hans Gál, Wolfgang Korngold y Ernst Krenek interpretada con ganas y con conocimiento por la Wiener Kammersymphonie que hace muy atractivo el espectáculo tanto para melómanos como para los que no lo son. Una música muy presente en el espectáculo de tal forma que algunas veces se tiene la impresión de asistir a un concierto de cámara antes que a una obra de teatro. Una música ligera y agradable que los personajes protagonistas de la obra escuchan atentamente sentados en un silloncito estilo Luis XIV seguramente fabricado en serie. Epítome de la vida burguesa y ordenada. Donde las cosas son como tienen que ser, antes de ser cómo realmente son.

Música que lleva al espectador a aquella época. Lo hace mediante un viaje agradable, sin ser meloso, y nostálgico de tiempos que siempre se creyeron mejores, pero que, sin embargo, no lo fueron. Tiempos capaces provocar y producir la Primera Guerra Mundial y las formas masivas de matar al individuo gracias los gases venenosos y otras armas similares. Sin embargo, esa misma música es incapaz de contar el mundo de hoy. Anclada en su tiempo sigue sonando mientras nuestros Titanics se hunden tras chocar con los muchos icebergs que se encuentran en el camino. Capaces de acompañar al ahora, como otras músicas incidentales creadas en nuestros días, pero no de mostrar el ahora. Una música técnicamente buena (para tocar) pero insuficiente (para contar). Encorsetada en sus formas, en sus maneras. Poco dúctil y maleable a la interpretación, por mucho espacio que dejaran sus compositores al talento de los intérpretes.

Limitación musical que choca con la ductilidad de la palabra. Una palabra que accionada, actuada, por los actores, recorre el tiempo que hay desde que fue escrita hasta que se sube a un escenario para rejuvenecerse en contenido, en lo que cuenta, en el momento que se interpreta frente a una música que cambia, a pesar de todo, poco. Con la que lo músicos que la interpretan poco pueden jugar en escena. Una limitación de la que posiblemente son conscientes muchos compositores contemporáneos o de las últimas décadas por lo que se han preocupado por introducir el azar y dejar libertad a los directores de orquesta y a los interpretes para que metan o dejen entrar en las obras el tempo y los lugares en los que son interpretadas. Dotarlas de un valor contemporáneo independientemente de cuándo y dónde se interpreten. Convertirlas en herramientas muy humanas que sirvan, entre otras cosas, para que sus auditorios entiendan lo que pasa y lo que les pasa. Más allá de que puedan apreciar un mundo que ya pasó.

Lola Blasco en Música y mal se hacía en voz alta la misma pregunta que se hacía Richard Strauss al final de sus días: ¿la música o la palabra? Mientras que a Strauss le resultaba difícil de responder, ella, tal vez por su (de)formación de dramaturga y en humanidades, se decantaba por la palabra. Ha llegado el momento de recuperar esa dificultad para poder decidirse por una o por otra. Ha llegado el momento en que un clásico musical lo sea no porque gusta a los seres humanos en cualquier época, sino porque les habla, les cuenta el mundo en presente, su mundo, se haya escrito cuando se haya escrito. Una música que siempre esté hablando de los últimos días de la humanidad. Los más recientes.

 

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