Tara Rodgers: feminismo, tecnología y sonido

“La pregunta que le debemos hacer a cualquier poema es «¿qué tipo de voz está rompiendo el silencio, y qué tipo de silencio se está rompiendo?»”
(Adrienne Rich)

Tara Rodgers[1] es una de las teóricas fundamentales con respecto a la relación entre feminismo, tecnología y sonido. Su punto de partida, compartido por tantos teóricos en el siglo XX, se sitúa en plantear que no hay algo así como creación en abstracto. En lo que ella incide y que exige que se añada a esta localización de la creación es no solo el género sino los presupuestos sobre el género que están corporeizados en la tecnología sonora. La tecnología, en términos generales, como ha sido estudiado profusamente por Dona Haraway, no solamente reproduce las exigencias de eficiencia de la ciencia aplicada contemporánea (en la medida en que se requiere que la tecnología sea útil, sencilla, asequible y acotada a un fin concreto; sino también las desigualdades de poder.

Por un lado, el visuocentrismo operativo de la cultura occidental (que ya ha sido tema de esta sección) implica la “distancia de los sujetos… de los cuerpos bajo vigilancia”. La distancia entre sujeto y objeto, establecida desde lo visual, parece que garantizaría la “objetividad y racionalidad” frente a la “emoción y subjetividad” de lo sonoro. Lo sonoro en tanto vibración implicaría cercanía, multiplicidad e interdependencia de cuerpos, impidiendo así la toma de distancia y, por tanto, el dominio del objeto por parte del sujeto. Atender a la vibración, siguiendo Rodgers en esto a Pauline Oliveros y Evelyn Glennie, implicaría una determinada forma de estar de los objetos que harían de la escucha una “forma especializada de tocar [touch]”. Esta ampliación de lo táctil vendría marcada por la interacción de lo que vibra y lo que produce la vibración, que no es captado por lo visual pero queda de alguna forma como resto en el sonido. De este asunto se encarga más en detalle Deniz Peters en su “Touch: Real, Apparent and Absent. On Bodily Expression in Electronic Music”, cuando señala que “se escucha algo del humano haciendo música en el sonido”. Incluso en aquellos casos en los que se podría hablar de sonidos des-corporeizados, porque no provienen directamente de un humano o de un cuerpo cualquiera haciendo sonido más o menos intencionalmente, hay una corporeización justamente a través de la escucha. De esta manera, señala que “escuchar (desde) el cuerpo significa escuchar crudeza y su llegar a ser” donde, al menos, se dan las siguientes “especificidades y aglomeraciones de las [siguientes] cualidades”: identidad, intimidad, hechos existenciales compartidos, tactilidad articulada, género y sí mismo, memoria y disciplina, entre otros (de estas cuestiones hablaré pronto). En definitiva, en lo que estarían de acuerdo Rodgers y Peters es que el cuerpo sonoro no se agota en el cuerpo que vibra, sino que necesariamente se articula en el cruce con otros cuerpos, tanto los oyentes como los que generan vibración. Justamente este carácter relacional es donde Tara Rodgers asume que es lo que hace a los sonidos “políticamente resonantes” en la medida en que son “abstracciones de lo social” que los posibilitan. Para ella, los sonidos fundamentalmente serían corporeizaciones de “experiencias y comunidad”. Su crítica, fundamentalmente, estaría dirigida a reflexionar porqué no hay reflexividad con respecto a la propia experiencia de la escucha como parte de esa interacción que posibilita lo sonoro. Tal ejercicio de reflexividad nos articularía como “transductores sociopolíticos” [sonic-political transducers] en la medida en que: “el sonido y la música son absorbidos por los individuos –en variadas formas de conciencia e interpretación- y, entonces, convertidos en modos cinéticos [kinetic] y sociales de tomar partido [engaging] con los demás”.

Por otro lado, Rodgers señala que la tecnología sonora “cristaliza el conocimiento sobre el sonido en una forma material”. Y este conocimiento, nuevamente, reproduce lo peor de la dominación masculina. Por tanto, esta supuesta ausencia de lo específicamente humano que es enarbolado en numerosas ocasiones por la electrónica es puesto en cuestión por la teoría feminista sobre electrónica musical, que asume que los propios dispositivos portan ya la división de género. Así que la discriminación de género va más allá de la evidente falta de presencia de mujeres en festivales de electrónica o, en general, en cualquier programación de música. Habría muchos aspectos que señalar: por un lado, cuestiona –siguiendo a Abi Bliss- esa exclusión paternalista de las mujeres de la historia cuando se las considera pioneras como si se fuesen algo así como mujeres aisladas que se dedican a probar infantilmente con el sonido. Para ella, esta idea del aislamiento se reproduce en los click-bait que reducen la multiplicidad de creadoras en listas tipo “Las 10 mujeres que hay que conocer en composición” o enunciados por el estilo. Estas mujeres enlistadas, a su juicio, son incluidas brevemente en la historia de la música como “rarezas”, agotando desde tal posición el alcance de su producción. Asimismo, específicamente en lo que atañe a lo tecnológico, Rodgers nos invita a repensar las categorías presuntamente meramente anecdóticas que acompañan a la constitución de los aparatos electrónicos. Para ella, el control de las ondas sonoras toma la metáfora de la “ola” [en inglés, la palabra para onda y ola es la misma: wave] para proponer desde ahí su dominio en paralelo al dominio del mar en la navegación. De este modo, se establece la distancia con respecto a la onda [ola], asumiendo la relación con el sonido como “descubrimiento” y “conquista”, algo que reproduce a nivel micrológico, a su juicio, la lógica colonialista. No hay que pasar por alto la cercanía de desarrollo de la tecnología con los intereses militares. De hecho, en lo sonoro, es fácil establecer líneas que llevan desde el espionaje o los radares hasta la megafonía para comprender la importancia del control del sonido tecnológicamente. Además, los sonidos permitieron articular la imaginación y ansiedades con respecto a la odisea espacial, creando sonoridades específicas de lo extraterrenal mediante theremins o Moogs (por nombrar los más conocidos). La tecnología poco a poco se fue estructurando como aquello que evidenciaba nuestros deseos y sueños sociales, ocultando así el control y el dominio típicamente masculinos. Es verdaderamente complejo traducir algunos de los términos que ella asocia a este impulso subyacente de dominación y que impone un juego de metáforas fundamental en la tecnología sonora. Haré un esfuerzo de traducción pidiendo clemencia por parte de los ojos tras la pantalla:

«”batalla” de DJs, un productor “dispara” un sample con un “controlador”, “ejecuta” un “comando” de programación, escribe “bang” para enviar una señal e intenta evitar un “crash”» [«Djs “battle”, a producer "triggers" a sample with a controller". "executes" a programming "command", types "banf" to send a signal, and tries to prevent a "crash"].

Esta metaforización hace que haya tecnología “dura” y tecnología “suave” [soft], una de hombres y otra de mujeres, respectivamente. Volveremos sobre este tema enseguida.

Pero va más allá. La tecnología está asociada desde su origen, según su lectura, por “hombres en laboratorios”, algo que se ha modificado paulatinamente en la escena electrónica por “el millenial cool” que establece una cierta estética asociada con la electrónica que en el supuesto ejercicio de repensar su masculinidad, en realidad sucede en la mayoría de los casos una apropiación por parte de hombres blancos heterosexuales de las formas y modos de apariencia de otros grupos sociales masculinos. Además, Rodgers denuncia esta relación de la electrónica con lo cool que limita, de nuevo, el acceso a colectivos no hegemónicos a la electrónica. A su juicio –y volviendo al tema de la tecnología “soft”-, que las mujeres hayan sido excluidas de la tecnología sonora tiene que ver con su asociación con la “reproducción” y no con la “creación” en un sentido enfático. Las mujeres son consideradas como “pasivas, receptivas y maternales”. Con respecto a aquellas que tuvieron los primeros trabajos relacionados con la tecnología, en concreto, las telefonistas, asumían esos roles no tanto porque se asumiera una capacidad especial para ello, sino que se interpretaba a las mujeres como “comunicadoras” en el sentido más literal del término. El control tecnológico de las mujeres hacía que su rol fuese ubicuo, pero operasen como fantasmas tras los cables. Lo mismo sucede, por ejemplo, con las guitarras Fender, durante mucho tiempo hechas a mano por mujeres hispanas que eran seleccionadas si tenían unas manos menudas con las que se pudiesen engarzar todas las partes de las guitarras meticulosamente. Pero ellas desaparecían tras el inventor. Esta eliminación de las mujeres en el rol de la fabricación de aparatos electrónicos frente al tratamiento aislado de “algunas” pioneras convierte la historia de las mujeres en la electrónica en una narrativa esquizofrénica.

La propuesta de Rodgers se dirige a pensar la posibilidad de establecer encuentros entre lo humano y la tecnología desde el desplazamiento de la supuesta familiaridad hacia la otredad que genera la electrónica. Esos cuerpos situados que propone lo que vibra, más allá de la imposición de lo visual, implicaría también otra forma de relación entre cuerpos que posicionaría cualitativamente el cuerpo femenino en otro lugar con respecto a la tecnología. Frente a la lectura futurista que une la novedad de los ruidos con la violencia de su aparición, Rodgers rastrea formas de fascinación a través del sonido. La labor sería “escudriñar cómo la electrónica puede (o falla en) expresar posibilidades para encuentros más imaginativos y éticos entre la tecnología y la diferencia” (mi énfasis).

 

Notas 


[1] Me baso, fundamentalmente, en Rodgers, Tara, Pink noises, Durham y London: Duke University Press, 2010 y “Approaching sound”,  en Sayers, Jentey, The Routledge Companion to Media Studies and Digital Humanities, New York y London: Routledge, 2018.

 

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