Tecnologías sonoras como artefactos sociales: aproximación a Jonathan Sterne

El ya clásico libro de Jonathan Sterne The Audible Past (2003) termina con unas reflexiones sobre “audible futures” (futuros audibles), donde reflexiona sobre algunos aspectos que tienen vigencia absoluta pese a los quince años que separan la actualidad de la publicación del texto.

Una de las cuestiones clave es la relación con la tecnología, que deriva en un imperativo. No solo en la publicidad, sino también en la construcción de los sujetos consumidores, donde se transforman los deseos en necesidades. Es como este ordenador desde el que escribo, herramienta que se ha vuelto tan fundamental que, sin ella, gran parte de mi trabajo sería impensable. Hoy en día, ya no se pueden enviar manuscritos a editoriales, sino que se resuelven tales cuestiones por email. Lo que pone Sterne sobre la mesa ante esta obviedad epocal es la pregunta por lo qué está detrás de que ciertas tecnologías aparezcan ahora y «qué formas sociales, qué relaciones sociales encapsulan» (337). De este modo, lo que propone es entender las “tecnologías sonoras” [sound technologies] como “artefactos sociales”. Así, el supuesto progreso que las tecnologías implican se cruza con la dificultad de hablar de progreso en términos sociales. Dos temporalidades se entrelazan en la consideración de tales tecnologías. Y, de hecho, lo que explícitamente quiere ofrecer Sterne es la posibilidad que abre el sonido en tanto su historia «contiene múltiples temporalidades y una variedad de cronologías interseccionales» (341), algo que pone en jaque la propia noción de historia como construcción coherente de “continuidades”.

Su aproximación a las cuestiones sonoras resulta relevante, justamente, porque elabora una arqueología al revés de lo que suele ser lo común entre los académicos que se ocupan de estas materias. Mientras que tratan de encontrar en lo sonoro o en la música marcas o huellas de lo social, Sterne se posiciona en el punto de vista de aquellos procesos sociales que han derivado en determinadas tecnologías sonoras, así como ciertas creencias y certezas sobre el sonido. Por ejemplo, señala que para entender los dispositivos de sonido portables con auriculares (él cita el walkman, aunque podríamos pensar en el móvil con Spotify premium) habría que trazar su historia desde el “paisaje urbano moderno” [modern cityscape]. Otros teóricos dirían, por el contrario, que el walkman es una consecuencia de tal paisaje urbano. El acento y la novedad de Sterne está en partir del fenómeno relativo a lo sonoro para comprender lo social: «las teorías sobre el sonido son responsables de las teorías de la humanidad y de la sociedad que articulan» (344).

Lo que Sterne trata de hacer es desubicar, al igual que se ha hecho con la música a lo sonoro de su supuesto carácter como “no-histórico” o “transhistórico”, es decir, como una “constante”. Este proyecto, en realidad, se cruza con algo que ya intentaron algunos miembros de la teoría crítica: criticar la filosofía construida en base a conceptos tratados como invariables, como la verdad, la belleza o lo bueno (siguiendo la estela platónica). Su trabajo consistía, por tanto, en poner en movimiento tales conceptos detenidos. Desde la propuesta de Sterne se podría pensar, por tanto, en un concepto de sonido que ponga en duda la abstracción en la que deriva, sobre todo, por parte de algunos artistas sonoros, que hablan simplemente del sonido como “material”, al igual que lo son la madera o el mármol para los escultores, como si eso agotase la cuestión. De hecho, indica que cuando se habla de algo así como de una “historia del sonido” es como si los teóricos de la imagen o de la cultura visual hablasen de la “historia de la luz” (10). El sonido, por tanto, tiene que entenderse desde una perspectiva crítica en el cruce de naturaleza-sociedad, en la medida en que en el sonido se constituye desde la tensión entre un tipo de sonido que se oye (en términos de posibilidad fisiológica) y un tipo de sonido que se podría [might] oír (en términos de adscripción de una carga cultural específica y, normalmente, en base a un modelo antropomórfico).  Como vemos, son dos asuntos los que se abren aquí: por un lado, qué significa tal núcleo temporal (Zeitkern, en términos adornianos) de los ‘grandes’ conceptos filosóficos y en qué consiste específicamente el sonido desde la negación de su carácter constante.

Uno de los pasos para tal “re-historización”, por decirlo así, de lo sonoro, lo lleva a cabo en el marco de la reformulación del cuerpo a través de lo sonoro. Para ello, pone en duda la agencia de la voz. A diferencia de lo que creían los teóricos de la música hasta el siglo XIX, la música ni intenta imitar a la poesía ni la ensalza. La voz, en el sonido, no es agente según Sterne porque ésta se define en torno a una “relación social que hace posible el momento de la comunicación sónica” (Sterne, 2003, p. 344). Tal relación social, según sus palabras, implica la simplificación de la voz -o, en términos generales, del sonido- como agencia y el sonido como “su ausencia”. La voz, convertida en discurso [speech] como “lugar metafórico o real de la agencia”, se basa en un concepto de cuerpo como “base para toda posible experiencia”.  Tal agencia se constituye, entonces, en la conversión de la voz en la base del diálogo; algo que, como tal, no tiene cabida real en grandes sociedades y prescinden de otro tipo de herramientas críticas, como modelos alternativos de escucha. Hay, por tanto, un privilegio del sujeto capaz de emitir sonido. Para ello, reconstruye brevemente la historia de la sordera: los sordos, al menos en el siglo XVI, eran considerados como desalmados, “pues no podían hablar”. La tradición que vincula la voz con el alma es al menos tan antigua como Platón, de ahí que la música -cantada- fuese potencialmente peligrosa: provenía de y afectaba directamente al alma. El proyecto que propone Sterne parte, entonces, de eliminar o reubicar el privilegio del cuerpo sonoro. De hecho, podría entenderse desde esta perspectiva sus preguntas iniciales, a saber, la motivación social hacia el desarrollo de ciertas tecnologías relacionadas con lo sonoro. El micrófono o los auriculares, que articulan un espacio sonoro privado, serían mejoras de tal privilegio de lo sonoro. De esta forma, las tecnologías de lo sonoro no son “impostoras o sucedáneos de la interacción real” ni “disturban o infrarrepresentan una realidad previa” (349), no hay una “cosa en sí misma antes de la grabación” o la reproducción, es decir, no lo mide en términos ontológicos, sino que propone si habría que pensar si se dirigen a legitimar un modelo político que privilegie lo sonoro. Por tanto, como ya anunciaba en las primeras páginas del libro, “la historia del sonido implica la historia del cuerpo” (12).

“Lo sonoro”, concluye, “deja huellas”. Aunque define como su objetivo es entender esas huellas como “hechos de la vida moderna” (351), parece que hay una consecuencia aún más radical: cómo se dejan esas huellas, si en forma de herida, de grieta o de cicatriz y qué gestos sociales acuden a taparlas.

 

Jonathan

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