Contra el ruido
En agosto de 1985 Helmut Lachenmann dictó un curso durante 15 días en el Goethe Institut de Buenos Aires, en el contexto de un ambiente musical bastante provinciano, caracterizado por la oposición de lo que en ese momento resultaban las estéticas hegemónicas: por un lado, el formalismo ascetico de Francisco Krõpfl y, por el otro, la estética post moderna “avant la lettre” de Gerardo Gandini.
Constreñido artificialmente entre las Escila y Caribdis que conformaban las dogmáticas estéticas de nuestros antecesores, el discurso de Lachenmann apareció como un espacio de pensamiento. Punto. Espacio de Pensamiento donde hasta ese momento había adhesión, consenso. Entre varias de las ideas que me deslumbraron, como el concepto de aura o su modo de concebir la historicidad del material musical, hubo una manifestación de deseo, una proclama si se quiere, que me impactó profundamente:
“Como compositor quiero ser, al aparato musical -dijo- lo mismo que un turco en Alemania“. …
Argentina salía de la dictadura y si bien era normal enterarse de la violencia ejercida por los neonazis hacia los inmigrantes turcos en Alemania en los noticieros, la frase, de resonancias Althusserianas, pasó bastante desapercibida, en relación a sus implicancias político musicales.
“Webern es Mahler en ruinas” fue otra de los contundentes conceptos que contrariamente a las dicotomías a las que estábamos habituados, crearon ese espacio tan necesario, entre formalismo y semántica, entre exploración sonora y política, en un momento en que las rémoras del miedo inmovilizaban y disociaban.
Probablemente esas polarizaciones simples tan típicas de estas tierras y de ese mundo previo a la revolución de la información parezcan muy lejanas, en todo caso, la extensión e intensidad del aporte de Lachenmann visto en perspectiva sudamericana se acrecienta y nos hace repensar el lugar que ocupa actualmente “El Lachenmanianismo”.
Hace algún tiempo ya, recibí una composición de un exitoso joven compositor, irrigada por todo tipo de técnicas extendidas, de una factura impecable (jamás diré su nombre) dedicada a Pedro Blaquier, un todopoderoso empresario azucarero que organizó un apagón en el Pueblo de Ledesma durante el cual fueron secuestrados y desaparecidos los delegados gremiales del Ingenio.
Blaquier, que actualmente se encuentra procesado por delitos de lesa humanidad en la provincia de Jujuy contribuye activamente a sostener la programación del Teatro Colón a través de su Fundación.
Por supuesto me negué a dar una devolución de la misma hasta que se retirara la dedicatoria. Pero el problema, evidentemente, ya no estaba allí.
El recurso constante a las técnicas extendidas como retórica “ciegamente empírica” y separada de su sentido originario, lejos de confrontar con el “aparato musical”, sostiene una apariencia de radicalidad y de revolución exquisita, a gusto de fundaciones y élites culturales, que funge profundidad y novedad expresiva, donde no queda otra cosa que un “Lachenmann en ruinas”.
Si la definición del ruido según Nattiez, es eminentemente semiológica (no inmanente, sino sujeta a interpretación, simbólica), diría yo que ya no hay nada que haga ruido en el ruido.
Castelar. 15 de diciembre de 2013
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