Die Soldaten, la ópera en carne viva

Montaje a partir de una foto de Javier del Real (c)
Con exasperante parsimonia se va cumpliendo con las deudas en la programación de los teatros líricos españoles con la ópera modernista del siglo XX. Dicho así es una exageración, porque prácticamente solo el Teatro Real de Madrid y, en mucha menor medida, el Liceu de Barcelona hacen algo por normalizar una situación que todavía nos sitúa muy por debajo de cualquier coliseo centroeuropeo de ciudad de tamaño mediano. Ello unido a una política de estrenos errática y muy endeble termina por dibujar un mapa ibérico lírico abrumadoramente conservador.
De forma espaciada, en los últimos años han ido desfilando por la cartelera títulos, entre algunos (pocos) otros como Le Grand Macabre, de György Ligeti; Saint François d’Assise, de Olivier Messiaen; Neither, de Morton Feldman; Luci mie traditrici, de Salvatore Sciarrino; Aura, de José-María Sánchez-Verdú (las tres últimas en el contexto del fenecido y añorado ciclo Operadhoy), Wozzeck y Lulu, de Alban Berg; Moses und Aron, de Arnold Schönberg y La ciudad de las mentiras, de Elena Mendoza, última obra de nueva creación y gran formato presentada en España, en el Real. Ni ha estado ni se espera que aparezca algunos de los episodios de Licht, de Karlheinz Stockhausen, seguramente una de las propuestas operísticas más sobresalientes de todo el siglo pasado. En cambio, una gotera que sí ha sido subsanada es la presentación de Die Soldaten (1965), de Bernd Alois Zimmermann (1918-1970), una obra que el Teatro Real acaba de estrenar –53 años después de su composición- y que, en buena medida, sirvió de motor para que las vanguardias no dieran definitivamente por enterrada la ópera.
Cuando en Darmstadt asumían, no sin cierta obviedad, que la música debía buscar nuevos formatos, Zimmermann edificaba una obra que, en términos periodísticos, vino a significar “el más difícil todavía”. La ópera total. Y que en el titular de trazo grueso pasa siempre por ser la ópera con más efectivos, más truculenta, más compleja de montar, rechazada inicialmente por irrepresentable… Es lógico que así el desenfoque se produzca. Die Soldaten es el paso adelante que debía dar el género tras los visionarios aportes líricos de la Segunda Escuela de Viena. Una obra, por temática y expresión, estricta hija de su tiempo pero que llega a nuestros días con un potencial musical y dramático extraordinario.
Es tal la fiereza textual del libreto basado en la obra homónima de Jakob Lenz que este parece despistar en exceso a cuantos se han acercado a su representación. Harry Kupfer (Stuttgart, 1989) sigue ahí, como referente en cuanto a la visceral teatralidad de los personajes, aunque su regie resulte hoy desfasada, Alvis Hermanis (Salzburgo, 2012) se desenvuelve en exceso naturalista, no toma el pulso a la obra, hurtada además del componente electrónico en el final. La Ópera de Baviera llevó la obra al género del horror sin paliativos con la electrizante y mórbida recreación de Andreas Kriegenburg (Múnich, 2014). Pablo Maritano (Buenos Aires, 2016) hizo un estupendo trabajo con aires de musical descarriado y lograda sordidez. Peter Konwitschny (Núremberg, 2018) contextualiza unos Soldados de oficina con violencia de guante blanco, en una producción excepcionalmente asequible para coliseos más modestos y Carlus Padrissa (Colonia, 2018) acaba de presentar un montaje en escenario circular y con una visionaria, alucinada y sorprendente relectura excepcionalmente fiel a la aspiración de simultaneidad de Zimmermann.
Por medio, Calixto Bieito (Zúrich, 2013), producción retomada por el Real, construye una representación enormemente parcial de la obra que resalta por la ocurrencia de ubicar en lo alto de un alambicado andamiaje amarillo a toda la imponente orquesta. La, en principio pueril idea de ataviar a los músicos con ropa militar, no acaba molestando, aunque la aburguesada y decimonónica apariencia de una orquesta sinfónica ya es de por sí suficientemente potente como para tener que recurrir a disfraces. La forzosa presencia del apuntador –toda vez que el director musical está en las alturas- para los cantantes no hace sino añadir aun más protocolaria teatralidad al conjunto. El lento movimiento de plataformas que, como tanques, emergen con arsenales de instrumentos de percusión y la radicalmente soberbia iluminación (Franck Evin) redondean algunos de los mejores aspectos del montaje visto.
Bieito, con un lenguaje astutamente propio, rubrica instantes de una pegada emocional intachable. Como el final del segundo acto, con la madre anciana de Wesener asida a un gotero y desapareciendo quejumbrosa mientras el telón cae y las luces del Real certifican el intermedio. O el efectista y magnético final, con un baño de sangre de Marie que evoca el que se llevó involuntariamente Sissy Spacek en la película Carrie (Brian de Palma, 1976) mientras que, a la vez, Madame Roux destroza a martillazos los palcos a ras de escenario. También resultaron especialmente notables las filmaciones en directo que se mostraron en las distintas pantallas y que ahondaron en el tono grotesco del relato.
Falla la producción en las escenas tumultuosas, mal calibradas, bruscas en su torpeza, y con una sexualidad más que incómoda y violenta, teatrera y de folletín. Tampoco la dirección de actores consigue algo más allá de cuando se propone el hieratismo militar de algunos secundarios. El manido, innecesario y reprobatorio recurso de incluir animales –un gallo, que vemos vivo y, posteriormente, muerto en una proyección- es otro de los instantes sobrantes, de relleno, en un montaje lleno de grises; tampoco el arranque, con una Marie de candidez insoportable parece estar a tono con la maquiavélica actitud y la inconmensurable desdicha en la que luego devendrá.
En cuanto a la Orquesta del Teatro Real esta, evidentemente, no es ninguna de las germanas que la han abordado en los últimos años. Su lenguaje habitual dista mucho de los entresijos dodecafónicos que aquí se explicitan con crudeza. Con esta reserva, su prestación ha resultado indudablemente solvente. También lo ha sido la paulatina asimilación de la obra que, en la función del pasado 28 de mayo (quinta representación) ya era muy apreciable desde el tutti inicial. El director Pablo Heras-Casado, tampoco especialmente vinculado con este repertorio, cuidó que todo el arsenal sonoro no fuera devorado por la fuerza de los elementos circundantes. Quedaron bien explicitadas todas las inserciones musicales (jazz, músicas populares, Bach…) que generan el sonido de Zimmermann, incontestablemente propio. El moroso clímax, cimentado en una horrísona nota re, superpuso –mediante grabación electrónica- sonidos bélicos y voces balbuceantes irreconocibles generando más de dos minutos de una tensión insoslayable.
Nada que objetar al elenco vocal congregado, comenzando por una Susanne Elmark adherida a la piel de Marie, competente actriz (de menos más en la función, debido a la orfandad directorial inicial) y voz que supo saltar en reiteradas ocasiones al sobreagudo con total naturalidad. Leigh Melrose (Stolzius) proyectó con contundencia y su instrumento, de amplio registro, sonó homogéneo, sin tiranteces. El Desportes de Martin Koch resultó convincentemente áspero. La histórica mezzo Hanna Schwarz, como la madre de Wesener, fue uno de los papeles más memorables, con 76 años y cantando tan bien el lamento de advertencia sobre las desdichas que recaerán sobre Marie. Pavel Daniluk fue un muy entonado Wesener. Cavernosa y musical Iris Vermillion (madre de Stolzius), así como agreste y lírica, en modos antagónicos, la condesa de Roche de Noëmi Nadelmann. Die Soldaten ha sido estrenada en España con toda la atención mediática puesta sobre ella, con excelentes críticas y con una respuesta del público apreciable, mucho menos aséptica de lo que podía vaticinarse. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que otro teatro la recupere?
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