Un hombre mayor llora a mi lado

 

(c) Javier del Real

¿Qué decir sobre la nueva producción de Lohengrin de Wagner en el Teatro Real que no se haya dicho de otras muchas propuestas del período Mortier (y de otros períodos)? Más vale no repetirse. Ni repetir a la prensa que esta vez, no se sabe si porque acaba de morir Mortier o qué, ha sido más benévola que de costumbre. De tal forma que la crítica ha obviado, dentro de lo que cabe, el hecho escénico y alabado la potencia orquestal y coral, olvidando que la exigencia del repertorio wagneriano de gran orquesta y coro no significa que se pierda sutileza y lirismo, hay que recordar que estamos hablando de romanticismo. Menos justificado este olvido, si cabe, por el nivel técnico de todos sus responsables (Hartmut Haenchen, el director musical, y Lukas Hemleb, el director de escena) pues en lo que se ve y se oye se encuentran elementos que hacen sospechar que tienen suficientes conocimientos para darle otro aire a esta obra del cual que se hubiera beneficiado el público, aunque fuera con un sonoro escándalo. Eso sí que hubiera sido un buen homenaje de despedida a monsieur Mortier y haberle sacado por la puerta grande, como a los toreros.

Por eso, porque nada nuevo se puede decir, dejemos hablar a los que asistieron. Los que, también, esta vez, fueron abandonando el teatro poco a poco, sin llegar a constituir una desbandada pero que dejaron sitios vacíos, y permitieron mejorar posiciones a los que se quedaron. Entre estos, los que se quedaron, hay quien llegó a comentar, no sin humor, que hasta se veían sitios libres en la orquesta. También hubo quienes iban recalificando la profesión de los protagonistas cuando salieron a saludar en función de las manchas de los trajes con los que les han vestido para la representación. Así les despojaban de sus títulos de reyes, príncipes y condes y pasaban a ser miembros del gremio de los carniceros o los fontaneros o los camioneros.

Tal vez, para decir algo, uno también podría ponerse exquisito (mal que suele infectar las conversaciones sobre ópera y las charlas que con la mejor intención se dan sobre ellas en los teatros) y repetir todo lo que se ha escrito sobre Lohengrin. Y así, quedar como un erudito, o al menos, como una persona leída e informada. Incluso podría ganar muchos puntos entre sus interlocutores si al discurso le dotase de cierto academicismo. En cualquier caso, se contaría algo que en esta producción ni se ve ni se oye y se aportarían datos que en nada ayudan a la comprensión de lo que se muestra y se toca en el Real. Teatro en el que se asiste a un cuento de princesas y héroes. En concreto, la de Elsa, una princesa huérfana, en apuros y aspirante al trono por herencia al haber desaparecido su hermano. A la que su tío acosa, animado por su mujer, con el objetivo de arrebatarle el trono. En su ayuda llega un héroe montado en un cisne que impone dos condiciones para socorrerla. La primera, es que no le pregunte por su nombre. La segunda, que no le pregunte por su procedencia. Y, sí, la princesa incumple su promesa de no saber, de no preguntar, y recibe su castigo por querer saberlo todo. El castigo del conocimiento que, por supuesto, la hará infeliz. Es mejor no saber, hacerse la tonta.

Sin embargo, que el montaje no tenga otra intención que la de relatar y cantar el cuento, no impide llorar al hombre maduro y solo que tengo en la butaca de al lado. Sus lágrimas coinciden con la escena de la noche de bodas de Lohengrin, el héroe, y Elsa, la princesa. Los dos solos en la habitación, en la intimidad. Donde el interés físico del uno por el otro, como podría suponerse que corresponde a dos jóvenes enamorados y bien alimentados a los que se les ha negado el sexo hasta el matrimonio, es sustituido por una discusión sobre la petición de una prueba de amor. Para Lohengrin, la prueba de amor es la confianza en él aunque se desconozca su nombre y su procedencia, en definitiva, su linaje. Para Elsa, la prueba de amor es por el contrario que le diga su nombre y su origen, y ella le mostrará el amor guardando el secreto. Tal vez, la historia del hombre maduro que sentado a mi lado llora ante esta escena sea banal y nada romántica vista con ojos ajenos y contemporáneos. Sin embargo su psicología, seguramente muy romántica, tiene toda la pinta de ser lo suficientemente interesante como para subirla a escena y contársela a un público que, lejos ya del siglo XIX, sigue igual de confuso que los habitantes del ducado de Brabante, la ciudad donde sucede esta ópera, y, como ellos, necesita saber. Saber cómo se llaman y de dónde vienen sus Lohengrins. En definitiva, quiénes son.

 

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