Escuchar a través de Roland Barthes
Pocos han sido los que se han ocupado con detenimiento de las reflexiones de Roland Barthes sobre la música y, en concreto, sobre la escucha. Se le conoce, sobre todo, por su filosofía del lenguaje y, más recientemente, por la de la imagen. Sin embargo, aunque sus referencias tienen poco de contemporáneas, sí que permiten articular preguntas de gran enjundia para el pensamiento filosófico sobre la música. En este caso, nos vamos a ocupar de algunas de sus concepciones en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, en concreto en los capítulos “El acto de escuchar” y “Música práctica”.
Según Barthes, hay tres tipos de escucha: la primera, aquella que responde a una alerta, aquella que nos iguala con lo animal. Es decir, se trata de aquella que es intuitiva, que nos protege. La que se activa cuando escuchamos un bocinazo y nos hace apartarnos o girarnos a mirar de dónde viene el sonido. La segunda la llama desciframiento, porque interviene el elemento simbólico. Por último, considera la escucha, donde el objeto se desplaza del qué (“lo que se dice o emite”) al quién (“quién habla, quién emite”).
Del primer tipo de escucha, Barthes destaca dos elementos. Por un lado, la constitución del espacio, algo evidente incluso en el breve ejemplo que traje a colación. Es un elemento de protección pero, y esto es lo que más me interesa, también de la comprensión de eso peligroso como “insólito”, como lo (aún) no articulado. Esa es, en cierto modo, la postura de Ernst Bloch, cuando señala que la música es siempre huella de lo no presente. Aunque Barthes señala que esta escucha permite la transformación, la “metamorfosis”, según sus términos, de lo desconocido, lo “confuso e indiferente” a lo “distinto y pertinente”, me parece más provechoso para la filosofía detenernos en la negatividad de que la escucha, por más que quiera, solo es capaz de tal transformación mediante otros recursos no necesariamente auditivos. La negatividad de lo que no encaja en ninguna parte concreta me parece un posicionamiento que pone en entredicho la sorprendente petición de Barthes de que lo desconocido tenga que encajar en algún marco reconocible.
La siguiente forma de escucha, que fa el salto “de la vigilancia a la creación”, surge a su juicio del ritmo. Esto lo separa de otros teóricos, como Bloch o Jankélévitch, que ponen el origen de la música en la melodía. El ritmo, según él, da la clave de la igualdad y la diferencia. Lo repetitivo permite superar la marca de lo “confuso e indiferente” y manejarlo. Barthes no habla de dominio, pero hay un principio de control en lo rítmico: se manipula el sonido que antes nos producía terror. El gesto clave en esta segunda escucha es que ya no se capta “lo posible”, sino “lo secreto”, pues debajo de eso rítmico o, dicho en términos generales, el sonido dominado, se esconde un código. Del ruido confuso del bocinazo se lo adscribimos a una ambulancia o una bicicleta y actuamos según un código. Según él, entonces, “escuchar es ponerse en disposición de decodificar lo que es oscuro, confuso o mudo, con el fin de que aparezca ante la conciencia el “revés” del sentido”. Así aparece la religión en su discurso, aunque de una forma algo confusa. Por un lado, defiende la importancia del sonido en la configuración de la religión: y Dios dijo (habló, sonó), y se hizo verbo (un logos desde el phonos) que se debe aprender a escuchar. Por otro lado, sin embargo, se ha pasado por un camino hacia la interioridad, donde Dios queda como lo otro. Es el individuo el que escucha hacia adentro. El mediador, sea el cura o el pastor, no dice lo que Dios puede, sino que intenta ayudar en el camino del desciframiento. Pero eso pasa fuera, no dentro del individuo. Dos cosas suceden entonces, a su juicio: los dioses hablan del futuro (la gran barrera temporal del ser humano) y de la culpa (de la norma puesta desde fuera).
En la reflexión sobre la culpa, de nuevo, se dan dos asuntos: por un lado, algo que Barthes tematiza en un gesto foucaultiano, que la confesión de la culpa (pero no la culpa en sí) pasa de lo comunitario a lo individual. Los que escuchan ya no son los otros, sino el mediador, que está allí para juzgar (como sucede también con el crítico de arte). Por otro lado, Barthes no tematiza algo que encuentro esencial. Retrocedo unos años, a la época de Kant. Adorno nos regala una interpretación del concepto kantiano de libertad que podremos trasladar a Barthes. Según el frankfurtiano, en Kant la libertad es la interiorización de la norma, su naturalización. La no-libertad como libertad, la celebración de la interiorización de la ley moral, se encuentra también en esta lectura de la confesión de la culpa de Barthes. Sin embargo, la ley que marca la culpa se articula fuera, en el otro, y no en el que se habla a sí mismo y se juzga si rompe la ley. La culpa la ponen los otros. El que se habla intentará siempre perdonarse.
Este tránsito por la culpa y la premonición articulan, para él, la tercera forma de escucha: un cuerpo dice “escúchame”. Ya no es solo que algo suene o que eso que suena marque los modos de hacer, sino que el individuo reclama, por fin, el sonido para sí. El psicoanálisis le inspira. No importa tanto lo que se dice, sino “lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo aplazado”. ¿No valdría esto, también, para la música? Pues lo que se dice es distinto de lo que se quiere o se puede decir. Eso explicaría las divergencias entre lo que un autor expresa que intenta con una obra, su partitura o proyecto creativo y finalmente lo que sucede. Según Barthes, además, está sucediendo otro desplazamiento: en las sociedades tradicionales, la estructura de la escucha era jerárquica: el que podía hablar y el que tenía que escuchar, bajo las figuras del creyente, el discípulo (en la crítica a esta estructura se basa, por ejemplo, el “maestro ignorante” de Rancière) y el paciente. Paulatinamente, se le ha ganado el terreno a la escucha del silenciado (¡y eso que Barthes no conoció los móviles!). Tal es también la batalla a la que se enfrenta la música experimental. Barthes nos dice que “una escucha libre es esencialmente una escucha que circula, permita, que destroza, por su movilidad, el esquema fijo de los papeles del habla”. Contra él mismo, se diría que esta escucha ya no se basa en la repetición, sino en una recomprensión de lo insólito.
Según Barthes, lo que sucede con la música clásica tradicional es que se “confirma” lo que el individuo ya esperaba: su escucha consiste en descodificar lo que se esconde en la construcción de la obra. En la experimental –y nombra como ejemplo a Cage-, sin embargo, –y aquí viene uno de los núcleos de su trabajo- señala que se escucha “un sonido tras otro, no en su extensión sintagmática sino en una significancia en bruto y como vertical: al perder su construcción, la escucha se exterioriza, obliga al sujeto a renunciar a su ‘intimidad’”. Es un paso peligroso el que da aquí: si no hay reconocimiento, si el individuo no entiende según sus categorías previas (que sería en lo que consiste el desciframiento), pierde lo interior, esa “ganancia” paulatina de la historia. Así que la intimidad coincide con conocer. Pero, entonces, escuchar consiste en confirmar, siguiendo la estructura de la “expectativa-recuerdo”. Barthes pide volver a estructurar lo que nos da la música. Para él, escuchar en este sentido se equipara a “leer un texto moderno”: “no consiste en recibir, en conocer, o en volver a sentir ese texto, sino en escribirlo de nuevo”. Llevar la música a “una praxis desconocida”. Es fácil caer, con esta afirmación, en el peligro de que la música no pueda ser algo que, simplemente, no podamos estructurar o que agote la estructura. Barthes da la clave contra sí mismo de esto: en la música hay algo inaudible, que es precisamente lo que no se puede estructurar y lo que hace que estemos dándole vueltas a lo que ella cifra.
La renuncia a la escucha como estructura (que es el lugar en el que se inscriben buena parte de los trabajos musicológicos a partir de 1970) quizá debería enfocarse a seguir explorando la intuición que Barthes solo deja abierta: en cómo afecta al sonido esa estructura sociopolítica del que puede hablar y el que debe escuchar, o entre el que tiene la palabra y el que tiene el silencio. La posesión, el poder hablar y ser escuchado opera aún en la brecha entre la composición tradicional y la experimental y también la articulación del concierto. Es el poder lo que está detrás de las formas de escucha que piden la búsqueda de estructura como confirmación de lo que ya se sabe así como el silencio pautado de los concierto. Así nos lo cuenta Elías Canetti en Masa y poder: “La orquesta es como una asamblea de los más relevantes tipos humanos. Su disposición a obedecer permite al director transformarlos en una unidad, que él pasa a representar en su nombre, ante la mirada de todos. […] El silencio del público sentado forma parte de los objetivos del director tanto como la docilidad de la orquesta. El auditorio es obligado a permanecer inmóvil. Antes de que salga el director y empiece el concierto, el público conversa y se mueve en desorden. El director se sube al podio; carraspea; levanta la batuta: todos enmudecen y ya nadie se mueve. Mientras él dirija, al público no le estará permitido moverse. En cuanto él termine, los oyentes deberán aplaudir. Todas las ganas de moverse que la música despierta y acrecienta en el público deberán contenerse hasta el final, para estallar entonces. […]”. Lo que rescato de Barthes es, por tanto, que no analice al escucha como algo que solo compete a los musicólogos o a los compositores, sino como marca de estructuras sociales que, lógicamente, también aparecen en la música. Cabría, como ejercicio para el futuro, pensar cómo exactamente se articula tal concepto de interioridad, clave desde finales del siglo XIX, donde era temático, de pronto, su mundo interior y desde él, tal y como muestra el psicoanálisis, se muestra lo exterior. Además de lo que se puede o no decir, queda otro hilo abierto: lo que se es capaz de decir y lo que no. Ahí es, a mi juicio, donde específicamente entra la música, intraducible a concepto y a imagen, formas de pensar occidentales. Es decir, se trata de tomar la habla pero no contentarse con las formas preestablecidas de habla. Decir por otros medios para que, por fin, pueda escucharse lo que nunca consiguió hablar.
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