La ínsula de los desarreglos (Redefinir la autoría musical I)

En este, y algún artículo que le siga, pretendo abordar la necesaria revisión de la autoría musical, un concepto desbordado en múltiples facetas, donde reina una total confusión, dándose casos de usurpación manifiesta. Es algo que ocurre frecuentemente con los recuperadores, editores o arreglistas entre los que se dan casos de auténtica autoría –la orquestación de Ravel de los Cuadros de una exposición es el ejemplo por antonomasia- y otros de evidente abuso, en ocasiones propiciado desde las propias sociedades de autores. Aquí se va a tratar sobre qué convierte a alguien en autor en la actualidad, empezando por lo más pedestre, el dinero, algo tan relevante como escandaloso.

Resulta tautológico afirmar que se puede considerar autor a quien cobra como tal, y en ello las sociedades de gestión de derechos son determinantes. Desde que admiten el registro de obras mediante la grabación, en lugar de la partitura, las vías de acreditación de la condición de autor se han tornado tan laxas que desfiguran el propio concepto de autoría. A fin de cuentas la sociedad de autores no es un colegio que vela por la profesionalidad, su función es recaudar y distribuir lo recaudado. Pero en la nómina de compositores de tales sociedades encontramos nombres de personas que jamás han escrito una obra original. Han adaptado, transcrito, reconstruido obras del pasado. Una labor musicológica meritoria y necesaria, muy encomiable y que naturalmente debe remunerarse de alguna manera. Como los derechos de los autores reales han prescrito, ¡zas!, se les endosa una nueva autoría a efectos remunerativos, aunque naturalmente las obras tengan que seguir apareciendo encabezadas por el nombre del autor real. Un caso conocido es el del célebre Romance Anónimo, del que Narciso Yepes no tuvo empacho en reclamar la autoría, y registrar la obra como Juegos prohibidos por más que haya grabaciones y ediciones que preceden a su nacimiento en varios lustros. Milagros aparte, recuerdo la conversación con un erudito gregorianista que hablaba de sus versiones como algo autoral; se le había escapado un buen pellizco con un disco que fue superventas y cuyas versiones no había registrado a tiempo. A mi pregunta sobre si había un gregoriano de autor, contestó que por supuesto que sí, sin pestañear.

Para los que somos del gremio sinfónico -apelativo singular en la SGAE para los compositores de música clásica, por más que muchos jamás usen la orquesta- esto del dinero puede parecer algo lejano… lo que se llega a percibir de autores es tan insignificante, que en el mejor de los casos supone un complemento a otra actividad, la realmente alimenticia. Sin embargo, donde unos sólo ven miseria otros han generado un negocio de cifras millonarias que incluso se llega a servir de la especial protección a lo sinfónico habilitada para paliar el escaso rendimiento que produce habitualmente. Para ello hay que hacer arreglos, o desarreglos. El resultado es que muchos de los compositores con más poder hoy en la SGAE merced a los votos acumulados en función de sus ingresos, no han escrito una nota propia en su vida. Los hay que ni siquiera han escrito una nota, ni propia ni ajena, como veremos, y sin embargo hablan en nombre del colectivo autoral, incluso de los sinfónicos.

Es sabido que los derechos de explotación de las obras de creación se extinguen. La cosa varía según los países; para España es a los 60 años de la muerte del autor; del último superviviente, cuando son varios. Parte importante de los ingresos de la SGAE venía de las zarzuelas, pero irremediablemente el género chico ha pasado a formar parte del dominio público. Mas alguien vio la luz, e imaginó la forma de alargar artificialmente la vida productiva de las vetustas partituras: basta con hacer una edición revisada, que alguien firma convirtiéndose en coautor de la obra. Todos se benefician: ya que los autores reales fallecieron hace mucho, el revisor percibe el 100% de los derechos, y la SGAE sigue haciendo caja con una obra de éxito asegurado por la tradición. Sólo hay que convencer a los teatros de la conveniencia de emplear las versiones remozadas, cosa a la que hubo cierta resistencia. Para darle empaque oficial se creó en 1989 el ICCMU (Instituto Complutense de Ciencias Musicales) cuya labor ha cubierto otras facetas, pero en la que sobresale el casi centenar de zarzuelas que se han recuperado. En su catálogo se comprueba como musicólogos, directores de orquesta o compositores –muchos antiguos consejeros de la SGAE- son los firmantes de estas ediciones. Podría cuestionarse una especialización algo sobrevenida para afrontar la edición crítica de alguno, pero son profesionales de amplia trayectoria. Bien distinto es el caso de revisores de dudosa solvencia musical aunque generosamente retribuidos que se encuentran en el mundo audiovisual, en lo que se conoce como la rueda de las televisiones; un asunto que saltó a los medios hace tiempo, y que  está en el origen de la convulsa historia de la SGAE posterior a la presidencia de Teddy Bautista.

Desde que las emisoras de televisión ampliaron la parrilla a las 24 horas del día, se ha rellenado la franja de poca audiencia con tele-tiendas, adivinos y espacios musicales. Hay que poner mucha música, y hay que pagarla; recuérdese que se remunera mejor si es sinfónica sujeta a derechos, esto es contemporánea. ¡Quién lo iba a decir, resulta que ahí hay negocio! Los responsables de las cadenas encontraron un procedimiento para recuperar parte la factura millonaria de la SGAE. Eso se consigue creando una editorial propia, y emitiendo exclusivamente lo editado por esta. Es normal que cuando un autor publica, ceda parte de sus derechos a la editorial, hasta un 50%, en concepto de gastos de edición y promoción. Esto puede resultar razonable en el caso de editoriales tradicionales, de partituras o fonográficas. Lo que han hecho las cadenas es crear falsas editoriales que no editan nada, cuya única finalidad es que se firmen los contratos para pasarlos por el registro de la SGAE y así recuperar gran parte de lo abonado. Conviene aclarar que el porcentaje lo cobra la falsa editorial en todas las difusiones de la obra, aunque sea en otro medio. ¿Qué autor da su trabajo en semejantes condiciones? Nadie. Claro que si no se compone, sino que se genera sin esfuerzo un producto ad hoc para tipo de explotación, eso ya es otra cosa.

Obviaremos la cuestión de si es lícito y ético el retorno de derechos de las radiotelevisiones; en todo caso es legal. Se ha generado un negocio en torno a unas productoras y unos pocos nombres que copan el mercado surtiendo a las emisoras de grabaciones que pasan por la falsa editorial: es la famosa rueda. Se verá mejor con un ejemplo paradigmático, que dista de ser único: un video de Televisión Española emitido en múltiples ocasiones. En él se ve a una joven interpretando La isla alegre de Debussy. Si se bucea en la base de datos de la SGAE, la obra aparece con dos autorías, la evidente del compositor francés, y ¡oh sorpresa!, la de Gloria Tubío Grajera, ligada a la interpretación del video por la pianista Judith Jáuregui. Como no podía ser de otra manera aparece como editor de esta última versión la Corporación Radio Televisión Española S. A. Repasamos el vídeo con la partitura y nada permite inferir alguna labor de autoría ajena a Debussy. El arreglo resulta fraudulento. ¿Quién es Gloria Tubío, a todo esto? Busquen una partitura suya, una reseña de un concierto, una foto subiendo a un escenario… no existe tal cosa, porque no se trata de ninguna autora. Esta fantasma es la madre de un pianista, y él sí ha generado obras, tantas que ensombrece a Mozart, a Bach o a Telemann en sus momentos más fecundos. Manuel Carrasco Tubío, así se llama, ha registrado 522 obras entre los años 2006 y 2012, una cada cuatro días. Su madre, menos productiva, 275 en el mismo  periodo, ¡sólo una a la semana!

Cabe preguntar por qué la SGAE a aceptado semejante situación, y lo que es peor, no la ha investigado cuando la estafa ha sido denunciada. Lo primero es una omisión comprensible: se recauda. Lo segundo hace sospechar la connivencia con unas prácticas mafiosas y perjudiciales para el colectivo autoral. A la vista de la inacción, el asunto ha llegado a los tribunales, donde se dilucidará. Ya ha caído por ello el presidente que aireó el asunto, Antón Reixa, y el siguiente, que únicamente ha amagado con hacer algo al respecto, no va a completar su mandato. El poder de los votos acumulados por los autores implicados en la rueda controla la SGAE, la tiene secuestrada.

A todo esto, ¿qué ha reportado el vídeo de La isla alegre? Es difícil saberlo con exactitud –la SGAE no hace públicos estos datos- pero podría superar los 40.000 €; o sea que por una obra de la que no ha escrito una nota, la falsa autora se embolsaría lo que muchos compositores sinfónicos no cobran en toda su vida. Se sabe por un documento interno de la SGAE que se filtró que esta señora no había registrado obra alguna antes de 2007 pero se ha embolsado en seis años más de un millón de euros en concepto de derechos. Las cifras de su hijo casi quintuplican la cantidad. Las mismas cuantías, son las que recuperan las televisiones del canon pagado a la SGAE.

No parece necesario insistir en lo que supone el expolio del repertorio histórico. Las obras de dominio público no deberían ser explotadas impunemente. Tampoco es lícito que se lucren unos autores o falsos autores, monopolizando un negocio que debería estar abierto a todos. Pero lo más grave es que esta práctica roba a quien siendo autor legítimo de una obra, de emitirse esta por algún medio de difusión, va a cobrar mucho menos de lo que le correspondería, ya que el grueso del pastel se lo llevan unos pocos, la rueda, dejando únicamente migajas a los demás. Quedarían por matizar otros aspectos, como la captación de los intérpretes que ignoran que van a ser cómplices necesarios de un engaño; ¿cómo lo van a imaginar, si tocan a Bach, Beethoven, Albéniz o Chopin? Desconocen que habrá que arreglar sus obras para poder pasarlas por TV. Esos asuntos muy turbios nos alejan del propósito de las presentes líneas que era tocar a rebato sobre quién se hace pasar por autor. Continuará.

 

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