Las mujeres suenan distinto: introducción a la estética feminista de la música de Sally Macarthur
La tesis explícita que defiende Sally Macarthur en su libro Feminist Aesthetics in Music (Greenwood Press, 2002) es que «la música hecha por mujeres opera según criterios estéticos sugiriendo diferencias con respecto a la hecha por hombres» (173). Aunque esta afirmación pueda sonar algo dudosa, el cuestionamiento del que parte incide, en realidad, en la construcción del canon musical occidental en términos generales. Para ella, considerar que el género y su construcción no afectan a la composición tiene que ver con la creencia, a su juicio falsa, de que la música es un arte autónomo, neutro. El concepto de música que manejamos –aún- hoy en día está marcado por la idea de que la música «puede trascender no solo el lenguaje (y el cuerpo y la mente) sino también la significación social [social signification]» (174).
Quizá el mayor problema de su postura no estriba en el concepto de música, pues incluso la crítica más superficial al canon y a los modelos occidentales de construcción del marco del arte nos darían la clave para poner en tela de juicio la creencia de que sabemos de qué hablamos cuando hablamos de música. Quizá su mayor debilidad inicial está en el concepto dualista de mujer y hombre, algo de lo que la propia autora es consciente. En lugar de asumir una música “entre dos”, Macarthur plantea la posibilidad de «imaginar un espacio entre la música de hombres y la de mujeres» (175, mi énfasis) que sea negociable y abierto. Ese espacio en medio le permite, a su juicio, no caer en modelos esencialistas, esto es, algo parecido a “las mujeres son x y hacen z de forma invariable” ni radicalmente relativistas, con sentencias que resisten cualquier tipo de anclaje. Pese a la complejidad de tal distinción, Macarthur sostiene que algún tipo de distinción entre hombres y mujeres (y la música producida por ambos) se debe mantener. Sigue de cerca la postura del feminismo francés de autoras como Irigaray o Cixous, que defiende l’éciture féminine. Esta perspectiva anuncia que el lugar desde el que se escribe, se crea, no es neutral, sino que está atravesado por múltiples determinaciones y, una de las fundamentales es justamente el sexo y el género y su modelación cultural. Por eso, ocupar un cuerpo adscrito a lo femenino implica una posición que modifica la escritura, si no en su contenido, sí en su alcance y disposición. El cuerpo femenino y feminizado se articula como lo otro de lo masculino. El autor solo puede matarse, como pedirían los teóricos de la literatura contemporánea y especialmente Barthes y Derrida cuando se ha ocupado el espacio del autor. Mientras, la ausencia de autor es una imposición que incide en el silencio de la autoría femenina.
Es decir, Macarthur se inscribiría así en el feminismo de la diferencia, que no cede ante la tentación institucionalista de hacer iguales a hombres y mujeres. Para ella, esta sería la única manera de poder mostrar cómo la música se ha definido bajo categorías masculinas y, por tanto, comprender la música hecha por mujeres desde otras categorías u otro marco teórico revisando tal herencia masculina. Sin embargo, al establecer esta diferencia, Macarthur es consciente de que puede ser acusada de esencialista, algo que implicaría que la música hecha por mujeres no tiene radicalmente nada que ver con la que está hecha por hombres o que las mujeres son algo absolutamente distinto a los hombres: ambas ideas altamente problemáticas. Pero por algún lugar hay que empezar.
Bien. Volvamos a la propuesta inicial: «la música hecha por mujeres opera según criterios estéticos sugiriendo diferencias con respecto a la hecha por hombres». Macarthur no está señalando que, de hecho, las mujeres compongan de forma distinta a los hombres. Asume la disponibilidad de formas musicales cuyo arraigo al patriarcado ha sido expuesto, con más o menos acierto, por autoras como Susan MacClary (de la que quizá hablaré un día). Lo que Macarthur quiere es mostrar es en qué se basan tales “criterios estéticos”.
El canon, como hemos indicado brevemente, está basado en un modelo estático, que quiere fijar las obras eternamente. Este, además, está configurado según las “grandes obras” de los “grandes compositores” y, por tanto, todas las demás producciones tendrán que medirse en relación a estas producciones superlativas. La autora propone, sin embargo, pensar la posibilidad de un canon que se articule desde la negociación y el cambio, no tanto para que las mujeres tomen el papel de los hombres en él, sino para que se reformule desde sus cimientos. El primer paso, a su juicio, es desenmascarar la supuesta neutralidad de la estética y mostrar que, en realidad, lo único que ha habido hasta ahora es una estética masculina –o, mejor dicho, masculinizadora-. Por tanto, la música compuesta por mujeres “sugiere diferencias” no solo porque esté hecha por personas que están directamente expulsadas de lo masculino, sino también porque esta estructura del canon las sitúa en una relación radicalmente diferente a la de los hombres con el “reconocimiento del público, los encargos, las actuaciones, grabaciones”, etc. de su producción. Es decir, parece que Macarthur sugiere que las mujeres parten inicialmente desde fuera del canon y no acceden a él, sino que lo atraviesan meramente para participar, de nuevo de forma exógena, en él. Esta participación es, para ella, más una concesión puntual del canon, en el que se actúa como si fuese efectivamente neutral, que una conquista o una intervención de lo femenino sobre lo masculinizado.
Sus reflexiones son más potentes que los análisis que lleva a cabo. Para ella, por ejemplo, las obras que analiza, como O Sainsons, O Chateaux de Elisabeth Lutyens o el Trío para piano de Rebecca Clarke o Sacred Site de Moya Henderson, entre otras, están marcadas por lo femenino porque huyen de situar el clímax en lo que sería el ideal del canon masculino, marcado por la sección áurea (178). Quizá sería más importante ver cómo el canon se pone en tela de juicio a sí mismo desde dentro, también desde la mano masculina. Un ejemplo evidente sería la constatación de que “la historia de los temas” que constituía la sinfonías clásicas y románticas dejan de lado su tono triunfal y viril en sus resoluciones y finale a favor de un cierre más cercano incluso a la propia experiencia cotidiana, que es frágil, dudosa y dañada. Otros ejemplos que cita, que tiene que ver con la ruptura de patrones asociados a formas musicales tradicionales, como la sonata, o la inclusión de otras formas en ellas –como la modificación del segundo tema de una sonata de Cécile Chaminade en una canción- son en realidad gestos que no se reducen a composiciones hechas por mujeres, sino que es una constante, al menos, desde finales del siglo XIX. Macarthur, sin embargo, lo ve como una especificidad de Clarke, Chaminade, Greenwell, Oliveros o Gallas, como si ellas estuvieran «subconscientemente empujando más allá de los límites de las convenciones genéricas en las que trabajan» (179). Con esto, no pretendo poner en evidencia las carencias de su argumentación, sino incidir en la importancia de la caracterización de lo masculino en la constitución de la música, en la que las mujeres pueden también participar. Es decir, creo que la tarea de una musicología feminista consistiría en evaluar qué elementos masculinos perviven en la musicología, en la música y en el marco conceptual. Esto es evidente, por ejemplo, en algo poco estudiado (como señala Pilar Ramos en su artículo «Luces y sombras en los estudios sobre las mujeres y la música») como la autorrepresentación de las mujeres, que tienen a una muestra menos grandilocuente de sus currículums: «(l)ejos de mi intención está el sugerir que las autoras sean inmunes a la megalomanía. Como señalé al principio, no creo en esencias ni en un único modo de ser mujer u hombre. Sin embargo, pienso que, por razones socioculturales, por razones, justamente, de identidad de género, las compositoras tienden, al menos en la actualidad, a presentarse con menos alharacas que sus colegas varones». Eso responde al fenómeno, extendido en la mayoría de los ámbitos, en el que lo femenino está asociado con la modestia o el silencio; y se reproduce, de forma más o menos consciente, en muchas mujeres. Es lo que en trabajos de autoras feministas, se ha relacionado también con la “interiorización de la inferioridad” y la “creación en el vacío”, como recuerda también Ramos.
Otro de los puntos problemáticos en la propuesta de Macarthur se encuentra en sus conclusiones. Para ella, al igual que para autoras como McClary o la propia Ramos, el feminismo transforma profundamente la musicología. Sin embargo, es importante que no se repitan en ella –o al menos no de forma acrítica- modelos estáticos de definición de lo musical. Por ejemplo, Macarthur afirma que la música de mujeres puede «invitar a los oyentes a experimentar otras formas de belleza [other kinds of beauty] en la música» (182). Con todo el trabajo que se ha hecho para desvincular la belleza de la música o, al menos, la belleza justamente entendida en relación a lo bueno y a lo verdadero, se presenta como altamente problemático repetir tales formulaciones.
No pretendo, obviamente, reducir aquí la compleja discusión feminista sobre la música y la musicología, pero sí dejar abierto el debate, que continuaré en próximos textos. Lo que me interesa, sobre todo, es pensar si pese al claro posicionamiento crítico de la música contemporánea no se están repitiendo las mismas carencias detectadas en la construcción del canon en la música tradicional. Es decir, si la música contemporánea está siendo crítica con casi todo menos con su posición en la cultura, que es la del privilegio de lo blanco, heterosexual y masculino. Y la pregunta que se asocia a ello es la compleja reivindicación de las mujeres y lo femenino, así como cualquier persona que no se encuentre en tales privilegios, sin repetir modelos heteropatriarcales en la construcción del espacio para las excluidas. Es decir, no se trata meramente hacer una historia de heroínas, siguiendo la manera en cómo se ha construido la historia de la música, sino pensar qué sucede cuando se intenta armarla desde la disolución de las posiciones privilegiadas. Desde luego, Macarthur tiene razón en algo: de momento, la música hecha por hombres es la que es considerada “simplemente música”, sin más, mientras que la hecha por mujeres siempre necesita una aclaración ulterior. O bien entra en comparación con la de los hombres (esto es evidente en la medida en que no tenemos una forma de decir, por ejemplo, que una mujer es la que mejor compone entre hombres y mujeres. Si decimos que es la mejor compositora, suena a que es la mejor entre las mujeres y sería confuso decir que es “la mejor compositor” o alguna cosa así) o bien es música que no entra en el canon, salvo en contadas figuras, como Gubaidulina, Saariaho y lentamente Saunders –y no precisamente porque ellas hayan cedido ante las exigencias de éste-. Hasta que esto no cambie: sí, sonamos distinto.
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